Ya la cosecha del trigo había terminado en La Colonia y aquel ruido de las máquinas, una por aquí otra por allá, que en conjunto parecían un rumor de bonanza, había acallado y en su lugar dominaba el silencio en las chacras en los meses de verano.
- “Buen momento - pensó el presidente de la Comisión Vecinal (y Director de la escuela) - para realizar el picnic de verano” y uniendo pensamiento y acción se puso a trabajar.
La Colonia, compuesta por chacareros hijos de italianos, de vascos y de andaluces organizaba
todos los años diversas actividades, bailes, encuentros de música, incluso
obras de teatro o el picnic en los montes de la estación de trenes.
Parecía mentira que aquella población diminuta y heterogénea
convocara a tanta gente. Así se venía haciendo y se seguía con la tradición,
por razón de que cada generación debía comportarse como sus antepasados.
De esa manera se había podido fundar el Club Social y Deportivo
y hacer el gran salón con destino a celebraciones, bailes y actos escolares en
los meses de invierno.
Para este año además del consabido baile en el
picnic, se pensó que como una forma de volverlo más atrayente, se le podía agregar carreras de caballos,
carreras “cuadreras”.
Poco a poco las cosas comenzaron a tomar forma.
Para cubrir formalidad se le cursó nota al Jefe de
Estación pidiéndole el uso del monte y una tarde un grupo de chacareros vecinos
se presentaron, pala ancha en mano, para
acondicionar el lugar.
Aquí la cantina,
allí la pista de baile al lado de la cual se instalaría el acoplado sin
barandas que haría de escenario, allá a lo lejos los “baños”.
Las compras de bebidas que se hicieron quedaron al resguardo en un vagón estacionado en la estación; afiches de propaganda se pegaron en la ciudad y parajes aledaños, se consiguió una nota en el diario, se organizaron los sorteos, la elaboración de pasteles y empanadas y fue contratada la orquesta.
Ceferino Luna y Patricio Almirón se tenían encono
desde tiempo atrás.
Lo de La Morocha vino a complicar las cosas pero la
bronca era pre existente, vaya a saber porqué.
Ambos estaban en la estancia El Campamento; Ceferino como peón mensual y Patricio
como domador. Al mayordomo, don Víctor
Améndola, le resultaba más fácil
entenderse con el primero.
Por su parte La Morocha era impresionante, esbelta,
piernas largas, con temperamento, con gracia en el andar y con unos bellos ojos
renegridos que la volvían única. Qué distinción tenía.
Tanto uno como otro se la disputaron durante un tiempo
y el que ganó fue Ceferino.
En realidad (cosas del querer) fue ella con sus gracias, con sus mohines y simpatías la que eligió. Prefirió las sutilezas de Ceferino a la ruda tosquedad de Patricio a quién a partir de ahí se le fijaron en la mirada una líneas de inevitable envidia.
-Si el picnic
se confirma, pensó ansioso Ceferino, será
la primera oportunidad que tendré de lucirme con La Morocha.
Y por fin llegó el día tan esperado. El predio lucía
alegre, con banderines y guirnaldas para recibir a mucha gente, en automóviles,
camionetas, camiones, sulkys, a caballo, la cantidad de asistentes que llegó
aseguró el éxito.
Preparativos para comer debajo de los árboles,
algunos poniendo la parrilla en el suelo y prendiendo el fuego, otros con
milanesas o pollos fríos, todo en abundantes cantidades.
Al mediodía el presidente de la Comisión Vecinal
subió al “escenario” para una breve alocución: palabras de bienvenida y deseos
de feliz estadía a los presentes, de agradecimiento a los colaboradores
voluntarios “del vasto teatro de La Colonia” y un recuerdo a algunos
de sus miembros -dijo compungido- que no alcanzaron a ver el fruto
de sus esfuerzos.
La pista de baile era el lugar mejor aplanado, había
sido carpido y regado.
Aún no se había terminado de almorzar cuando arrancó
la orquesta con un clásico valsecito criollo, “Desde el Alma”, y como había
muchas ganas de bailar en breve la pista se vio poblada de parejas.
De tanto en tanto la orquesta hacía un intermedio,
era el momento oportuno para “apagar” la polvareda con regaderas. Cuando retomó
lo hizo con una reconocida ranchera, “Las
Margaritas”, y en un santiamén
volvió la pista a llenarse de parejas. Después vinieron las cumbias, pero en
general se bailó con ritmos que no permitían que las parejas se pusieran
mimosas.
Al borde las familias se instalaron con mesas y
sillas, sobre todo para proteger a las señoritas, que lucían su primor con todo tipo de arreglos,
pero siempre custodiadas por papá, mama o la abuela.
En vez los muchachos
estaban de pie y desde afuera cabeceaban.
En un nuevo intermedio, volvieron las regaderas y cuando reinició la orquesta, enriquecida con la participación de un trompetista, lo hizo con un vibrante pasodoble, “El Gato Montés”, que no dejó a nadie sentado en las sillas.
La Morocha permaneció un tanto alejada, pero su donaire no pasó desapercibido y
disimuladamente o no fueron muchos los hombres que se dieron una vueltita para verla.
A Ceferino los movimientos inocentes de ella, ese
atractivo que le brotaba naturalmente,
no hacían sino embeberle de cariño su corazón apasionado.
Al domador Patricio en cambio, la tarde le transcurría amarga; acostumbrado a dominar al peligro con sangre fría, habituado a tratar primero con buenas maneras pero a imponerse por la fuerza si fuera necesario, para salirse siempre con la suya, se veía ahora en una situación que no controlaba.
Después de semanas de duro trabajo de campo el picnic era la oportunidad para los chacareros de conocer gente que venía desde la ciudad o de otros lugares; era también la ocasión para hacer sociedad, para encontrarse entre vecinos y conversar de aquellas cosas que tanto les gustaba; de los hijos, de los nietos, de las ilusiones, de las cosechas, de la vida….
En un rincón, el mayordomo don Víctor, afligido, hablaba con el Jefe de Estación:
- Siempre estoy con el ojo largo controlándolos - le decía. - En la Estancia me aseguro que estén uno lejos del otro. Hasta no hace mucho, tanto Patricio como Ceferino tenían la costumbre de ir a todas partes con el cuchillo en la cintura. Hasta que un día se los prohibí. Lo único que me alienta es que individualmente los dos son nobles.
Pasadas las seis de la tarde se anunció el comienzo
de las carreras de caballos.
Para verlas todo el mundo se instaló contra el
alambrado. La pista de baile se vació.
Serían en total cuatro carreras, pero la última, la yegua contra el caballo era la que
concitaba la mayor atención.
Juez de Raya fue designado don Ramiro Ramírez, toda
una garantía.
Con sombras profundas en el monte, la carrera final
era el último acto del picnic.
Se correría a trescientos metros. Las apuestas hechas mano a mano volaban.
Ceferino se quitó la boina, la guardó en un bolsillo de la bombacha y se ató bien los cordones de sus alpargatas.
En medio de gran expectativa largaron. La yegua, vivaz, movió rápido pero el caballo era también muy
fuerte.
Al principio había silencio, solo se escuchaba el tropel de los dos
participantes.
El veedor de los cien metros la vio una cabeza adelante.
Los
contendientes con todo el vigor de la voluntad desplegado en enormes
zancadas y haciendo el máximo esfuerzo. La gente tomaba partido
por uno u otro.
El veedor de los doscientos metros consigno la yegua adelante por algo más de una cabeza.
Arreció el griterío del público. La carrera pasaba como un soplo,
“te ganaré / no me ganarás” parecían decirse mutuamente, aún quedaba el último tirón.
También Patricio Almirón miraba embelesado la
magnífica carrera. Detrás de su hosquedad, de su aparente frialdad, encerraba
un profundo amor a los caballos.
Vio defraudadas sus esperanzas cuando el mayordomo don
Víctor Améndola, terminó por
confiarle la yegua de la estancia a su
rival, Ceferino Luna.
Al cruzar la raya de llegada don Ramiro no tuvo
dudas, La Morocha le ganó al caballo Vendaval por el pescuezo completo.
Volviendo, Ceferino irradiaba alegría y le daba palmaditas
de felicitación a la amada yegua, que parecía corresponderle a ese jinete que
tan bien la comprendía con gestos altivos, la cabeza en alto y la cola
levantada.
Muchos fueron los que se le acercaron para felicitarlo, entre ellos el propio Patricio. La envidia que alguna vez sintió daba paso a un gran reconocimiento. Le tendió la mano franca que fue bien atendida y ambos se sorprendieron riendo y diciendo al unísono:
-La
Morocha.... ¡Qué yegua!