miércoles, 29 de enero de 2020

En la laguna de Estensoro



Por Miguel Garin



Cuando aún no había cumplido 12 años de edad un día le pedí permiso a papá para ir a pescar a la laguna existente en el campo de don Andrés Estensoro, distante tres kilómetros de nuestra chacra, ubicados ambos campos en el camino a la estación ferroviaria de Ortiz de Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires.
Allí me reuniría con Esteban Demarco, peón de don Andrés y amigo mío.
El encuentro debía realizarse a la noche, luego de concluida la jornada laboral.
Era verano y yo estaba en el período de vacaciones escolares.

Además de ser un tipo muy divertido, al que nunca le faltaba el chiste, el cuento, la anécdota graciosa, con historias reales o imaginarias, Esteban que andaría por los veintidós años, era  por imperativo de sus conocimientos, un “maestro” para mi en una serie de cosas. Me encantaba escucharlo porque tenía facilidad para explicar cosas técnicas de una manera sencilla y entendible. Compartir con él un rato era una de las mejores cosas que se podía hacer en el verano.
Aprovechó papá la oportunidad para aplicar un poco de ironía:

- ¿Tanto hambre tenés que querés comer pescado?
- No.- No tengo hambre y no  me gustan, pero igual quiero ir-
-¿Y vas a pescar con las manos?
- Esteban tiene cañas y me presta una.
-¿A que hora pensás volver?
- Mas o menos a las doce de la noche
- ¿Regresar solo a casa a esa hora?
- Si papá

Aquel día hizo un calor agobiante y la noche prometía más  de lo mismo.
En tales circunstancias dormir era un problema porque carecíamos de energía eléctrica, de modo que el recurso que mas se usaba era el abanico. Y las ventanas abiertas de par en par, haciendo uso del tejido mosquitero y las rejas. Ocasionalmente papá solía dormir las primeras horas en una reposera ubicada en un rincón del patio, debajo de un gran fresno, hasta que alrededor de las 2 o 3 de la madrugada  pasaba a acostarse a su cama.

Anochecía cuando se acercó  para decirme que el permiso estaba concedido:

- Pero con una condición Miguelón, que a las 12 de la noche estés de vuelta en casa ¿estamos de acuerdo?
- Si papá, gracias.
- No pienso controlarte pero tené presente que cuando  llegues Sofanor va a ladrar, me voy a despertar  y a mirar  el reloj ¿queda claro?
- Si,  queda claro.

Sofanor era el perro mas guardián que he conocido, no había cosa, por pequeña que fuera, que le pasara inadvertida y como también era líder ponía a los demás perros en alerta.

Saliendo de casa había en el camino un amplio recodo, una ensenada, como adelanto del gran cañadón contiguo. Luego las alcantarillas, la única curva del trayecto, el molino emplazado en el linde de los dos campos y por fin, la chacra del vasco Estensoro.
Tanto la ensenada como el cañadón estaban a rebosar de agua y pobladas de todo tipo de aves acuáticas, de juncos y duraznillos.
Montado en mi yegüita Porota pasé por todos esos lugares en medio del bullicio de gallaretas, patos silvestres, zambullidores, cuervos, chajás, garzas, ocupados todos ellos en las algarabías del crepúsculo, antes de arrebujarse en sus nidos y cuando ya daba comienzo el coro de ranas y grillos, infaltable por las noches.

En mi breve viaje iba  hinchado de emoción y todo me parecía alegre.- ¡Era la primera salida!  La preocupación que abrigaba, sabiendo que debería recorrer  esos lugares a la medianoche en viaje de regreso, me resultaba pequeña al lado de la dicha que llevaba.
 En cuanto me encontré con mi amigo fuimos hasta la laguna, me esperaba con las cañas, anzuelos, carnada, linterna, todo listo; en el alambrado atamos los caballos que quedaron revoleando las colas y nos subimos al bote. En el centro la profundidad de la laguna era del largo de los remos.
Ya la luna brillaba con fuerza imprimiéndole al nocturno paisaje un tono ceniciento, en tanto que un enjambre de estrellas completaba el adorno del cielo.

La pesca era lo de menos porque  lo único que podríamos pescar eran bagres y alguna desprevenida tararira, de hecho al poco rato ya habíamos sacado cuatro bagres y juzgamos conveniente no continuar la “cosecha”. Lo cierto era que el verdadero atractivo del encuentro  estaba en que había entre Esteban y yo empatía y siempre teníamos copioso material de conversación que desplegábamos con preocupación ninguna por el reloj.
Incansable lector, podía explicar con solvencia diversas cosas ¡sabía tanto!
El inagotable intercambio fue pasando por distintos temas, entre ellos en el que mas nos extendimos fue en el automovilismo, los dos estábamos muy informados  y además  Esteban disponía de comprensiones técnicas de los motores de los autos de carrera que de otro modo no estaban a mi alcance,  pero luego no se como,  fue derivando a cuestiones de la física, y fue entonces que explicó las leyes fundamentales de la mecánica clásica, entre ellas la ley de acción y reacción, “según la cual para toda acción  existe una reacción opuesta de igual magnitud”, y apelando a los ejemplos mas próximos ilustró  “es lo que sucedió recién  con el desplazamiento de este bote”.

-¿Y ese “Niuton” fue profesor tuyo? - pregunté asombrado.
-No Miguel no ¡qué va! Isaac Newton, con “w” intermedia, fue un filósofo y matemático inglés de los años 1600 y 1700….

El viento golpeaba suave en la cara y el olor de la laguna se percibía de a ráfagas. El bote flotaba plácidamente.
Sutil, cada tanto, como les suele llegar el remordimiento a los culpables, venía a mí la inquietud por el viaje de regreso a casa.
La noche era enorme.

-“Estuve haciendo –me dijo mi amigo-  unos cálculos interesantes; si todos los planetas fueran pequeñitos y el espacio guardara proporción, si el planeta tierra midiera un centímetro de diámetro, la luna le quedaría a tan solo treinta centímetros de distancia”. “Y el sol a ciento diez metros”.
Y con esto, aquella vez, me volvió a sorprender.

Luego de transcurrido un largo rato se hizo un silencio. Esteban bostezó dos veces y consultó el reloj, “la una”, dijo.
- ¡La una! –repetí sobresaltado- ¡me tengo que ir ya! Le dije a mi padre que a las 12 estaría de regreso y aún estoy acá, en medio de la laguna….

Mi padre, además de ser un hombre extraordinariamente bueno, era formal con los horarios. Juntando los elementos de pesca, los cuatro bagres que quedaron para Esteban, la linterna  y remando hasta la orilla, emprendimos el regreso;  llegó luego el  momento de despedirnos con las promesas de nuevos encuentros y en mi caso, la ocasión de ponerme a prueba a mi mismo.

- ¿Querés que te acompañe Miguel?
-  No gracias.

Salí por el sector de los grandes árboles a través de los cuales, entreverada con las ramas, llegaba algo de claridad de la luna.
Gané el camino al tranco de mi yegüita, no era preciso que la condujera, iba sola buscando la querencia.
La falta de ruidos en la noche era total y cualquier cosita, el crujir de una rama o el aleteo de un ave me crispaba los nervios.
Llegué al molino que estaba en el linde de los dos campos sin novedad. Transpuse  la única curva del camino y para mi desagradable sorpresa divisé, allá a lo lejos,  la luz de un auto que venía en mi dirección.- Entre los vecinos nos conocíamos bien, nos conocíamos las rutinas y los horarios.

La presencia de aquel vehículo era completamente inusual y no me agradó para nada.
Decidí esconderme en la ensenada. La pobre Porota se resistió a meterse en el agua y tuve que talonearla ¿a quién le gusta mojarse a la noche por mas calor que hiciera?
Entre los juncos esperé a que pasara el automóvil con el pecho apretado  por el susto, ¿quién podría ser? ¿A esas horas?- Un minuto y nada. Dos, tres, cinco minutos y el auto no aparecía. Al final y luego de transcurridos diez largos minutos dejé el escondite, subí al camino, la luz había desaparecido,  ni rastro de ella.
Un breve galope me hizo pasar por las alcantarillas y una vez que alcancé la tranquera de nuestra chacra me sentí reconfortado.
Todo era silencio, inmensidad, quietud.
Ahora debía poner atención en no hacer ruidos para no despertar al sagaz  Sofanor. Mi llegada tarde me pesaba.
Hacía caminar la yegüita no por la huella de tierra compactada por el tránsito de vehículos, sino por el pasto aledaño.
Con un gran rodeo para no pasar cerca del galpón donde dormían los perros,  logré burlarlos. En el corral  solté al animal. A la mañana siguiente la bañaría para quitarle el olor del agua de la ensenada.
Quería meterme en casa con el máximo de disimulo para que no se advirtiera mi falta. Caminando casi en punta de pie y conteniendo la respiración llegué hasta el alambre tejido del patio y abrí la puerta.
Mayúsculo fue mi desconcierto cuando desde un rincón, debajo del fresno, vi emerger la figura de papá que venía caminando hacia mí:

- “¡Hola Miguelón!” me saludó. Y pasando por alto mi incumplimiento, como sino se hubiera dado cuenta, me puso una mano en el hombro al tiempo que, con voz de dormido,   dijo:¿cómo no te ladraron los perros?…..ahora vamos a la cama y mañana me contás como te ha ido”.
 




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