miércoles, 5 de junio de 2019

La Noches de San Gabriel


Por Miguel Garin



Por aquellos días en el pueblo de San Gabriel se conversaba intensamente sobre dos asuntos: la enfermedad de Eusebio y el  examen que debería afrontar la joven Encarnación, en la que tantas esperanzas estaban depositadas.

Pueblo pequeño, distante 40 kilómetros de la ciudad cabecera del partido, enclavado en zona  ganadera, tenía sus calles de tierra y casi nulo el alumbrado público, solo una lucecita en cada  esquina.

Una arteria de doble carril que recorría el casco urbano de oeste a este,  era la que le daba vida y movimiento. Comenzaba en el arco de entrada, pasaba por los comercios principales, por el Banco, por la Capilla, por la plaza, con sus árboles de naranjos,  por la Delegación Municipal y finalizaba allá a lo lejos, en los corrales.

Baltasar era el herrero del pueblo.

Le llegaban a diario una gran cantidad de discos y rejas de arados. A ambos márgenes del ingreso a su galpón se habían acumulado montañas de hierros viejos, dejando en el centro un serpenteante camino por el que se transitaba haciendo equilibrio. Al lado de la fragua, con la maza en la mano, batiendo el yunque,  pasaba la jornada completa. Era impresionante la fuerza que habían desarrollado sus dos brazos. 

De regreso a casa se bañaba, cenaba junto a su esposa doña Jimena y luego de una breve sobremesa sacaba los sillones de mimbre a la vereda.

Aquella era una costumbre arraigada por años y que había derivado en otra cosa: en reuniones de vecinos, en tertulias, que se habían fijado con fuerza.

La tertulia de Baltasar gozaba de prestigio.

A ella asistían personas de buena reputación; allí solían ponerse en marcha mecanismos de solidaridad que pese a la discreción con que se hacían al final, se terminaban conociendo por lo bajo y a diferencia de otras, en ésta se murmuraba con recato.

No obstante le cabían las generales; en sus reuniones circulaban vertiginosas, las noticias,  las conjeturas, interpretaciones y análisis posibles.

Con ansiedad esperaba Baltasar la concurrencia de don Saturnino, el hombre  prominente del pueblo. Cuando éste llegaba se daba por iniciada la sesión. Era el único tertuliando al que se le dejaba preparado su sillón, los demás tenían un mismo  funcionamiento: saludaban, trasponían el zaguán de la casa, tomaban una silla del comedor y se sumaban a la rueda. Eso era todo.

En el pasado don Saturnino había sido designado Delegado Municipal y bajo su breve mandato se las compuso para crear la escuela secundaria y asimismo,  para organizar el cuartel de bomberos voluntarios.

Hombre reposado que jamás hablaba mal de nadie,  fue capaz de imprimirle naturalmente,  esa  tonalidad a la reunión que se desarrollaba en la vereda de Baltasar.

Eliseo Polleta era otro integrante de la tertulia. Joven, Tesorero del Banco, aficionado al sarcasmo, sus intervenciones por lo general eran punzantes.

Don Saturnino fue derecho al grano: ¿qué se sabe de la salud de Eusebio? preguntó con inquietud.

El vecino  - le informaron- permanecía internado en la ciudad,  aún le estaban haciendo estudios.

-“Eusebio se dejó estar” acotó don Saturnino con movimiento negativo de la cabeza.

- No es solo eso -saltó como un gallo Eliseo - si ya hace dos años que estamos sin médico en San Gabriel.

-¿Y el examen final de la chica Encarnación se conoce cuando es? volvió el primero a preguntar.

Muchos eran los jóvenes que se iban del pueblo; ahí estaba el ejemplo de los hijos del mismo Saturnino, el mayor ya recibido de Ingeniero y trabajando en el extranjero y el menor en camino de lo mismo. O los hijos del propio Baltasar, que habían abierto un taller en la ciudad. Encarnación rendía por esos días la última materia de medicina y la esperanza de la población de San Gabriel era que volviera al pago para cubrir tan sentida necesidad.

Voces inciertas, palabras escuchadas a medias, risas furtivas, permitían adivinar otras reuniones en las tupidas sombras de las veredas.

A las nueve de la noche pasó con regularidad el camión regador de calles.

De tanto en tanto un suave vientito traía, para deleite, las fragancias de los naranjos de la plaza. Ah….los naranjos en flor.




En torno a los corrales había movimiento, dos eran las casas rematadoras que organizaban encierros mensuales. El encargado de las instalaciones era El Corralero, un hombre apreciado.

Frente a ellos estaba el bar La Feria.

Era un boliche de mala fama. Las mujeres,  sino eran acompañadas por hombres no se animaban a caminar por su frente y las madres repetían a sus hijas, como en recomendación sacramental, ¡no vayan a pasar por ese bar!

Verdad era que había cosas que producían los corrales que generaban inquietud;  la cantidad de autos que circulaban obligaba al camión regador a pasar  continuamente, los camiones de hacienda si bien entraban por atrás, no paraban de romper los accesos y  los arreos llenaban de pisaduras de animales los caminos.

Eliseo, que miraba con antipatía la actividad de los remates,  expresó: “se pueden decir muchas cosas de los corrales pero lo cierto es que quién tiene que poner orden allí, no lo hace, al contrario, perdona todo”.

Sabiendo los asistentes que el comentario tocaba al Corralero,  hicieron mutis.

Una nueva reyerta entre dos camioneros era la comidilla del día y le dio pie al joven Tesorero  para volver a la carga, “cuando las noticias – expresó- son normales o buenas comienzan a propalarse desde el oeste, pasan por todo el pueblo y llegan al este. En cambio cuando son malas, alguna trifulca, alguna cuchillada,  el recorrido es inverso, arrancan en el este y suben al oeste”, en clara alusión al conjunto corrales – bar La Feria.

Don Saturnino sentenció de modo inapelable cuanto se venía comentando respecto del asunto:

-Los remates feria –dijo- son fundamentales para el pueblo. Sino fuera por ellos esto estaría más muerto que pavo en Navidad.

Con la llegada de un vecino viajero que venía desde la ciudad se conocieron  noticias frescas: Eusebio seguía internado, estaba terminando los estudios, si las cosas salían bien iba a cirugía la semana próxima.

-Creo que va siendo hora de que organicemos una segunda colecta para él  - dijo como para sí mismo don Saturnino -  y un asentimiento general recorrió la reunión.

En noches de calor salir a la vereda, bajo los árboles, era un imperativo para refrescarse y en cada cuadra había reuniones.

La conducta vergonzosa del “ruso” Topanovsky, el casamiento a las apuradas de la hija de doña Amelia, el quebranto de La Distribuidora, a cuyo dueño – según la creencia general – “la propensión a las mujeres y a los caballos lo habían arruinado”.

Todo lo que se sabía o se creía saber circulaba por las veredas, como transmitido  por alguna ráfaga de ondas prodigiosas.

En ocasiones, el debate ganaba en acaloramiento.

Cuando eso sucedía solía intervenir Baltasar levantando imponente la mano para aplacar. Con solo evidenciar sus brazos fuertes como roca, bastaba para convencer  a los mas levantiscos a bajar el tono y la reunión recuperaba cauce.

Cierto es que se comentaban cosas particulares de la vida de los vecinos pero también era verdad, como contracara,  que cuando había una necesitad, se reaccionaba con corazón solidario.

Mientras se celebraban las reuniones se estaba atento al paso del tren;  nunca faltaba un pasajero que al bajar en San Gabriel trajera novedades.

Así fue como se conoció la nueva tan esperada, la joven Encarnación, había aprobado el examen final de medicina.

Médica. ¡Y de San Gabriel! Por fin una profesional que conozca a la gente del lugar. En las tertulias se recibió el anuncio con gran beneplácito, hasta con emoción.

Eliseo Polleta, pasmado, quedó en silencio; no todo lo que provenía de los corrales era malo. Encarnación era la hija del Corralero.




A las diez y media de la noche don Saturnino miró la hora y se puso de pie. Como si se tratara de una orden pre establecida la sesión se dio por concluida. Cada uno guardó en el lugar correspondiente la silla que había ocupado y se despidieron dándose las buenas noches.

Baltasar y doña Jimena quedaron solos.

Caminaron hasta el centro de la calle para ver el cielo. Se percibía en el aire el exquisito perfume de los naranjos en flor.

La luna llena  vestía de blanco los edificios del Banco y la Capilla.

En los corrales, el encierro había comenzado a la tardecita para el remate del día siguiente y se oían lejanos balidos.

-La hija del Corralero es muy buena chica - expreso Baltasar-  y doña Jimena estuvo de acuerdo.

Mirando la luna,  ambos bostezaron. Desde las ventanas abiertas de los vecinos ya se escuchaban ronquidos, era la hora de ir a dormir.

-¿Cerramos la puerta del zaguán?  preguntó Baltasar

-¿Para qué?  –inquirió doña Jimena -  si no hay tormenta….


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