viernes, 17 de mayo de 2019

Creciendo

Por Miguel Garin




Ir todos los días a caballo a la escuela no era un pesar para Hernán.

Por crudo que fuera el invierno, por azaroso que fuera el viaje en los días de tormenta, por agobiante que resultaran los 13 kilómetros del trayecto en las jornadas de calor, él siempre lo encontraba entretenido.

En su último año escolar (por entonces el sexto grado) ya contaba con la seguridad, con el aplomo suficiente como para viajar tranquilo, llegar a la escuela media hora antes del izado de la bandera, sacar del portafolio el enorme sándwich que todos los días le preparaba su mamá Nani, comérselo e incluso jugar unos minutos de picadito de fútbol como para entonar el cuerpo.

A la escuela iban chicos que vivían en las inmediaciones de la estación de trenes, en las chacras vecinas, en la estancia y en parajes rurales.

Leonor era alumna del quinto grado.

A sus once años de edad era toda una señorita si se la medía por la  seguridad con la que se movía. Ese año había decidido que ya no necesitaría a nadie de su familia para ir a la escuela. En adelante iría sola, en sulky.

Ella también vivía en su chacra, en el paraje El Mojón,  distante diez kilómetros, pero  en la dirección opuesta.

Buen alumno, buen compañero, abanderado, su casa era la chacra familiar, donde desde muy chico, había sentido el llamado de la tierra; todo cuanto venía del campo le interesaba, particularmente las máquinas agrícolas, como la cosechadora que la familia explotaba y que manejaba su papá Luis.

Soñaba con ser tan ducho como él y  con tener algún día la piel de la cara reseca como la del abuelo Giovanni.

Para Hernán, los campos que habitualmente veía  no tenían secretos: aquí un gran lote de trigo, allí uno de cebada, más allá un cuadrito de avena, todos ellos le agitaban la imaginación.

Con la cosechadora en el galpón ya sabía cómo sería la secuencia del trabajo para la campaña del trigo: comenzaría por la propia chacra, continuaría por el vecindario y se extendería por la zona.

-Ah…la cosechadora….yo quisiera manejarla alguna vez-  se ilusionaba en la soledad de su viaje cotidiano.

En la escuela el contacto con Leonor se hizo frecuente.

En la formación, en el aula, en el recreo; había simpatía mutua, hasta que un día los ojos de ambos se tocaron.

En el viaje de regreso Hernán no pudo dejar de pensar en esos bellos ojos del color del cielo y un hormigueo extraño le recorrió los dedos. Fue ahí que se dio cuenta que nunca quería faltar a la escuela, para no dejar de verla. Ella tampoco faltaba.

En el reducido ámbito social de la vida en el campo, que una situación como esta se presentara, no era para tomarla a la ligera. ¿Cuándo terminaran las clases ya no la vería más?

Con el fin de año escolar le sucedieron dos cosas: la primera fue que efectivamente las despedidas en la escuela le produjeron tristeza y  un gran vacío. Al despedirse de Leonor le dijo, turbado,  “te voy a extrañar”.

Quedó ella pensando unos instantes  y al cabo  respondió:

-“Cuando me extrañes salí afuera y mirá la luna, yo siempre voy a estar mirándola”. Esas palabras le trajeron algo de sosiego.

Lo segundo que le ocurrió fue que al día siguiente ya estaba encaramado en la cosechadora junto a su padre.

Trabajaban en  la zona, aunque alejándose cada vez mas de la casa y tal como se lo imaginaba, la vida en la casilla le parecía  una atrayente  aventura. El abuelo Giovanni cocinaba.

Era frecuente que los chicos se sumaran a temprana edad, a las labores del campo, como apoyo en una diversidad de pequeñas tareas.  En vez este sí que era un trabajo de adulto, un trabajo “en serio”. Justo lo que él quería.

Había un mar dorado de trigo.

Terminaban un lote y debían salir volando al lote del vecino, para aprovechar al máximo el buen tiempo.

Los días pasaban rápido y estimaban que el trabajo se extendería hasta fines de enero.

Recién volvió a la casa para la noche del 24 de diciembre. Cenaron en la gran mesa ubicada debajo de la parra, con la presencia de mamá, papá, su hermana Elisa, del tío, de la tía y de los primos que habían venido desde la ciudad.

En la cabecera la abuela Herminia y a su derecha el abuelo, ambos con cara de felicidad, eran quienes presidian la reunión. El momento de comunión familiar era bello, en la Nochebuena estaban todos juntos.

Sin embargo dentro de Hernán había inquietud, quería estar solo. 

En cuanto pudo se levantó de la mesa. Miró el cielo, miró la luna, se extendía en su alma la imagen de aquellos ojos del color del cielo ¿dónde estaría ella ahora?

A la mañana del mismo día de Navidad fueron al campo para retomar la faena.

Por un polvoriento camino llegaron al paraje La Campaña, para Hernán estos campos y el paisaje le resultaban desconocidos.

 - Allí, en aquel montecito –le informó su padre señalando con el dedo-  aún se pueden ver los restos del fortín de línea  de más de cien años y al lado, el cementerio de los seis milicos que murieron cuando los indios de Juan Calfucurá  lo atacaron.




Visto que entendía muy bien a la máquina, el papá Luis le daba el gusto y lo hacía manejar;  a él le parecía estar en la gloria.

- Cuando el caudal de trigo, cuando el rinde es alto –le explicaba- tenés que llevarla muy despacio para que no se atore y para que los dos hombres que van atrás, uno “enganchador” y otro “cosedor de bolsa” hagan su trabajo.

El comando del volante le pareció  duro y cansador. Cuando llegó la tardecita estaba agotado,  fue a la casilla, comió fruta y se acostó a dormir ¡qué bien se duerme cuando se está tan cansado!

A la mañana siguiente una bocanada de aire fresco renovó el ambiente.

-“Despertate dormilón, aún te falta endurecer el cuerpo”  escuchó que le decían, era su padre que le traía un mate. – “Ya estamos en un nuevo año”  –le agregó para su sorpresa.

La noche del 31 le había pasado desapercibida, muy distinta a los años anteriores, que habían transcurrido con algarabía familiar aunque con las ausencias de papá y del abuelo. 

Estaba ante una prueba a la que se vería sometido si de verdad quería el oficio, permanecer lejos de casa. Por eso no eran tantos los hombres que estaban dispuestos a emprender por meses,  la cosecha fina y luego de un breve tiempo, la gruesa, sufriendo sin rezongos y sobreponiéndose a los calores y a los fríos más crueles.

El Mojón era un paraje rural en el que convergían tres caminos; también este era un lugar extraño para Hernán.

La única construcción era un viejo almacén de ramos generales en cuyo frente se conservaba, como reliquia del pasado, un largo palenque.

Debajo de añejos árboles quedó la casilla. En los alrededores habían chacras prósperas, con sus dueños ansiosos por ver cosechado el trigo, casi no tuvieron tiempo de llegar que ya estaban en el primer lote.

Se sucedieron los campos,  estuvieron en los de Acerbo, Vechara, Calman, Moretti, Aizaga, Escudero, hasta que Hernán perdió el hilo….

Un sol abrasador envolvía el campo.

En otras circunstancias hubiera sido el momento para una reparadora siesta, pero no para ellos que tenían que seguir.

Una repentina falla los hizo detener;  revisaron, se había cortado una correa y aquello por lo que tanto se preocupaban para que no sucediera, que nada se rompiera en plena labor, sucedió de todos modos. Para mayor contrariedad en la camioneta no había repuesto, había que ir a buscarlo a la ciudad ¡distante más de treinta kilómetros de camino de tierra!

Por mandato de su padre, el jovencito quedó al lado de la cosechadora.

El vasto silencio, la soledad, el suave viento que parecía hacer olas en el trigo aún sin cosechar, lo hicieron entrar en sopor.

A la distancia, desde la casa, ella vio la máquina detenida, incluso alcanzo a verlo a él y  pensó que podía ayudar, el calor era muy fuerte.

Con agua fría de la bomba del patio preparó una jarra de limonada,  una  servilleta para cubrirla y dos vasos.

Salió sin que nadie lo notara y protegida por un sombrerito cruzó el campo.

Lo encontró sentado en la tierra y con la espalda apoyada en la gran rueda que daba a la sombra.

- Hola Hernán – le dijo cuando estuvo cerca -   pero éste no respondió.

- Hola Hernán, ¿no me conocés? Te traje algo fresco…. ¿Verdad que no te olvidaste de mi?, ¿verdad que alguna noche miraste la luna al mismo tiempo que yo?

Hernán no hacía ninguna reacción, aquellos ojos eran un regalo del cielo ¿lo que veía  era real o soñaba?

Hasta que cayó en la cuenta de lo que estaba sucediendo.  Con el cuerpo inseguro por la somnolencia se puso de pie y fue entonces que con sorpresa, que con enorme asombro,  exclamó:

- ¡Leonor!


TRIANGULO DEL OESTE DE 1966