sábado, 9 de mayo de 2020

La novena sinfonía


Por Miguel Garín.

Hacía mucho calor.

Con tan alta temperatura ir desde nuestra chacra, ubicada en el camino a la estación ferroviaria de Ortiz de Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires hasta la localidad de Del Valle, distante 80 kilómetros,   a la hora de la siesta, era una peripecia.
Y hacer el viaje a fines de febrero  -de 1968-  para que yo rindiera en la Escuela Agrotécnica Salesiana dos exámenes por materias desaprobadas,  Inglés y Música, que habían quedado para esa instancia por las bajas notas obtenidas durante el año, peor aún.
Mi padre fue quién me llevo y me trajo. Era un hombre comprensivo pero también de autoridad y no pudo desprenderse en la extensa tarde del fastidio que le provocó mi irresponsabilidad. Así que en el camino, ineludiblemente,  debí escuchar varios sermones:
-¿Estás bien preparado? me preguntó apenas nos pusimos en marcha.
-Más o menos papá, en Inglés sí, pero en  Música no sé…. dudo….
-Jamás oí que esa materia fuera un problema para alguien, me dijo con ironía.
-Es que son muchos autores, -traté de defenderme- y se me mezclan los datos, la procedencia de cada uno, sus creaciones, los años en los que vivieron……dependo mas –dije con la voz temblorosa – de la suerte que de otra cosa.
-¡La suerte! –comenzó a reprenderme- ¡uno nunca debe esperanzarse ni enorgullecerse de lo que la suerte depara sino de lo que se puede conseguir por sí mismo!

Más o menos ese fue el tenor durante todo el trayecto que iniciamos inmediatamente después de almorzar.
Un poco para substraerme y otro tanto para no entrar en diálogos de los que podía salir despellejado, dijera lo que dijera, abrí mi libro de música con la intención de estudiar aprovechando el largo rato que teníamos por delante.

Era una tarde de sol brillante. El camino, como es típico en el partido de 25 de Mayo,  se presentaba arenoso y en sectores con pozos. Viajábamos con las ventanillas bajas, pero solo para que entrara aire hirviente. A lo lejos los infaltables espejismos nos hacían ver agua donde solo había ilusión. De vez en cuando era preciso frenar casi a cero, bajar a segunda velocidad y atravesar lentamente un sector de pozos.
A poco de andar ya la monotonía producía sensaciones de embotamiento y pesadez.
Pasamos por la estación Islas y por los pueblos de Valdés y de Mosconi sin ver ni tan siquiera a una sola persona; todo el mundo dormía la siesta.

Un año antes había entrado a la escuela para cursar el primer año.
Había sido una incorporación honrosa si se tiene en cuenta que al examen de ingreso acudieron alrededor de cien aspirantes y que solo aprobamos unos cuarenta.
Pero para alguien como yo, que venía de vivir en el campo, el cambio había sido muy grande.
Con escasa sociabilidad, las dificultades para integrarme a los nuevos compañeros fueron muchas. El poder desprenderme de la timidez, de estar retraído y siempre remiso a incorporar nuevas amistades me habían vuelto osco y poco participativo.
Particular inhibición me producían aquellos compañeros que venían de ciudades grandes y que a mi parecer,  hablaban con cierto aire de superioridad.
Algunos de ellos habían hecho la primaria en escuelas de alto nivel en la Capital y otros, ya traían un entendimiento del idioma Ingles que casi los ponía en situación de poder hablarlo sueltamente.  
Por nuestra parte también los que éramos “del campo” solíamos tener nuestro momento de gloria: eso ocurría cuando trabajábamos en tareas rurales y se nos veía que podíamos agarrar con familiaridad a los caballos en el corral, que podíamos ensillarlos, que también podíamos reparar un hilo de alambre cortado  en un alambrado o cuando salíamos a recorrer los sembrados y reconocíamos si había alguna plaga,  como el chamico. Después, a lo largo del año esas diferencias se fueron difuminando y nos fuimos aceptando mejor unos a otros.
Del recuerdo fresco y vivo que conservo de aquel año inicial rescato dos cosas: la primera, la percepción que tuve en los primeros días de  cómo se nos observaba permanentemente desde los cursos anteriores, los que nos llevaban uno o dos años de antelación. Y la segunda, con qué precisión horaria se realizaban todas las actividades del día, cómo la rutina se cumplía a rajatabla, levantarse, desayunar, estudiar, asistir a clase, recreo, almuerzo y cena, deportes, tareas en el campo, en el vivero, en la mecánica, en la huerta, todo, todo se realizaba invariablemente, con fatalidad tal que solo era comparable con la regularidad de los astros.



Seguía nuestro viaje por el arenoso camino.
La conversación era escasa, en ocasiones papá me miraba, pero no me veía.
-¡Con tantos pozos y con lo dura que es esta estanciera –rezongaba- pareciera que las ruedas fueran cuadradas!
Yo seguía leyendo mi libro de música pero no había caso, la desconcentración me lo impedía.
Papá era muy aficionado a la música clásica de la cual tenía una considerable colección de discos. Fue entre el pueblo de Mosconi y la estación Huetel que aprovechando sus conocimientos le pregunté cuál creía que era la obra cumbre, la que mejor lo identificaba, la más conocida de Beethoven. “La Novena Sinfonía”  -me respondió muy seguro.
Un poco más adelante decidí no leer más y cerré el libro. ¿Para qué continuar sino lograba retener nada?
-¡Qué sea lo que Dios quiera!  -pensé.

Llegamos a la escuela minutos antes de las 16 hs.
Quiso mi padre que antes que nada fuéramos a saludar al Director.
Inmediatamente después me dirigí a la Capilla. Había allí una imagen de María Auxiliadora y a ella me encomendé.
Ya el examen de Ingles había comenzado y los alumnos eran llamados de a uno;  los que esperábamos lo hacíamos sentados en bancos de la galería.
El profesor nos examinaba estando de pie en torno al aljibe del patio principal, de manera relajada y amigable.  Cuando me llamó  aprobé rápido y sin problemas.




Ahora debía afrontar el de Música, que se tomaba en el interior de un aula.
En otras circunstancias hubiera sido este un compromiso que lo podría haber superado con solvencia, pero el dejarme estar, sin tomármelo en serio, la firme presencia de papá que en esta caso actuaba como poderoso auditor y el haber estado todo el día sometido a la amarga presión de la zozobra, hicieron que se convirtiera en un gran sofocón.
Comenzó el profesor a hacerme preguntas.
Yo contestaba una bien y una mal.
Si me preguntaba sobre Mozart contestaba sobre Bach. A Tchaikovski lo mezclaba con Chopin, a Wagner con Schubert. Algunas cosas las acertaba como cuando me hizo escuchar “Las Cuatro Estaciones”, ¡Vivaldi!  -respondí-  como si lo conociera de toda la vida.
Pero en general el examen era pobre, hacía ya rato que estábamos en eso y no lograba inclinar la balanza a mi favor, lo que contestaba bien inmediatamente se desdibujaba en la siguiente con un nuevo error.
Hasta que el profesor se cansó.
-Bien alumno  -me dijo en un tono firme- vamos a dar por concluido esto. Le hago la última pregunta, la final, de la respuesta depende la aprobación o desaprobación y no me va a importar qué derivaciones pueda tener si es que queda como materia previa y tiene que volver a rendirla a mitad de año, con el peligro que ello encierra.

Desde donde yo estaba, parado en el frente del salón, veía a mi padre a través de la ventana, Fácil era reconocer su estado de ánimo: caminaba alrededor de la estanciera, se secaba la frente o miraba el reloj.
El también querría que todo terminara cuanto antes, aún nos quedaba un largo camino de regreso a casa.

Y vino por fin la última pregunta:

-Dígame alumno, ¿Cuál fue la obra cumbre, la insoslayable, aquella que mejor lo identifica a Beethoven?

Quedé asombrado y tardé unos segundos en creer que me hiciera esa pregunta, tan luego esa, la misma que le había hecho a papá un par de horas antes.
Por un instante pensé en un milagro, creí que algo así como un haz prodigioso originado en el universo se había posado en mi.
¿Fue papá que conocía la respuesta? ¿Fue María Auxiliadora que me acompañó en mis ruegos? ¿O fue el propio examen que le permitió inmiscuirse al azar?

-¡La Novena Sinfonía!  -respondí exultante.
-¿La Novena o la Quinta? -me repreguntó para hacerme dudar.
-¡La Novena, La Novena!  - contesté muy seguro.

Cerró el profesor su carpeta de anotaciones en el escritorio y con ojos sonrientes me dijo: todo examen tiene por parte de quién lo enfrenta, algo de intrepidez….puede sentarse, yo ya vengo, usted está aprobado.  Y luego de una pausa finalizó:

-¡Solo por intrépido!




TRIANGULO DEL OESTE DE 1966