Por Miguel Garin – Dedicado a mi amigo Antonio Mangieri, viajante.
Cuando tenía 12 años de edad
comencé a visitar la casa de mis abuelos.
Siempre lo hacía los días
sábado a la mañana cuando invariablemente lo encontraba al abuelo Fernando en
su escritorio, preparando los pedidos que había hecho durante la gira comercial
de la semana.
Era viajante vendedor.
Mi abuela Dolores también
estaba en actividad, como Directora de la Escuela número 1 de Nueva Granada, la
ciudad en la que vivíamos.
Tanto ella como él eran
encantadores pero por aquel entonces yo no podía distinguir lo que me producía la
tentación de ir a verlos, si el trato cariñoso que me brindaban o la propia residencia,
que me parecía maravillosa.
Se trataba de una casa vieja
aunque muy bien conservada, en la que resaltaban la galería que daba al jardín,
presidido por un jazmín del Paraguay; el escritorio de abuelo en el que estaba
la rica biblioteca y el vestidor; un
cuarto grande, con armarios empotrados,
algunos de los cuales tenían sus puertas espejadas.
Abuelo recorría una amplia
zona de la provincia visitando ciudades y pueblos intermedios. Por edad ya
estaba muy cerca del retiro pero él decía que jamás se jubilaría “porque como episodio importante en la vida
de un hombre, después de la jubilación lo que sigue es la muerte”.
Ambos contaban con un
aspecto personal muy lindo.
A mí me atraían las
historias que contaba abuelo luego de cada gira. Detallaba qué características
tenían algunos de sus clientes porque como buen vendedor había desarrollado la
perspicacia o la agudeza de entendimiento del pensamiento ajeno.
Por ejemplo de don Manuel
Rajado, Gerente de La Agrícola Comercial
de San Gabriel contaba que tenía la costumbre de meterse el dedo en la nariz y
escarbarse. El dedo de la mano derecha, la misma que se usa para estrecharla en
saludos. De don Alfonso Oreja, dueño del gran corralón de Ciudad Costera
refería que cuando hacía pasar los
viajantes al escritorio, ya tenía preparada una jarra de agua y dos vasos
porque, “en el escritorio de don Alfonso jamás
se sirvió otra cosa que no fuera agua”. Y a don Melitón Malaspina, lo
describía con cara sufriente y con una mano tomándose el bajo vientre, porque padecía
de flatulencias.
-¿Y que son las flatulencias abuelo?
-Son -me respondió con risa y ante la mirada reprobatoria de abuela- una especie de catarro intestinal.
Como dije la casa estaba
llena de maravillas. Para mantenerla limpia venia todos los días Consuelo, una
mujer joven a la que se le proveía un vestido para el trabajo bastante ajustado
a sus formas. La llamábamos por su sobrenombre, Chelo.
Los días sábado abuelo tenía
una serie de actividades.
Llevar el auto a lavar,
luego en el escritorio meter todos los pedidos en el sobre de papel madera y despacharlo
en el correo. Saliendo del correo nos sentábamos en el bar La Madrileña, abuela
pedía un té y abuelo el sacrosanto fernet.
Por las cosas que contaban o
por el atractivo que despertaban, terminaban con la concurrencia pendiente de
ellos.
Ese era el momento en que abuelo recibía ciertos pedidos de la gente a los que le prestaba mucha atención. Podía presentarse alguien que le preguntara si la semana entrante andaría de viaje por Coronel Suárez, por mencionar una de las ciudades que visitaba.
-Por favor, llevarle éste paquete a mi hermana, puede usté dejarlo en la estación de servicio que ellos le avisarán.
O podía venir otro con medicamentos para la
mamá, que vivía en Pigüe. O comprar algún encargo para un cliente suyo,
compromiso que había tomado en la gira anterior.
Abuelo atendía a todos con
sincera sonrisa. Y mirándome a los ojos añadía “siempre en la vida tenemos que hacer algo por los demás”.
Llegábamos a casa casi a la
hora de almorzar, cuando Chelo ya tenía puesta la mesa y la comida caliente a
punto de servirse.
Después del almuerzo se
sentaban en el living a la espera del café y luego de conversar un rato los dos
pasaban al dormitorio para la siesta.
A mí también me querían
hacer dormir y yo les hacía creer que sí, que dormiría, pero en cuanto oía los
ronquidos me levantaba y recorría rincones, revolvía cajones, descubría cosas y
me imaginaba cómo habría sido la vida de mi papá y de mis dos tías en ese mismo
lugar, cuando niños.
Por su parte Chelo, mientras
abuelos dormían, terminaba de limpiar el comedor y la cocina, se cambiaba de ropa, agarraba la bicicleta y
se iba hasta el día lunes.
De más grandecito abuelo
comenzó a llevarme a sus giras en los meses de verano, como antes lo había
llevado a mi padre. Conducía con maestría el auto espléndido que tenía, un
Rambler Ambassador. “Este es el mejor
auto que he tenido en mi vida" comentaba.
En aquella primera gira
conocí los pueblos de San Gabriel, Coronel Aizaga, Pampa Llana, El Verde, Senderos
y Ciudad Costera.
En todas partes me presentó como Fernando III.
-“Este cliente –me cuchicheó abuelo guiñando un ojo-
pide rebaja hasta el último momento” y cuando apareció con la chequera y la factura en la
mano, con las condiciones convenidas, igualmente preguntó ¿no hay rebaja?
-“Este otro es desconfiado” me habló por lo bajo. Antes de firmar la
nota de pedido leyó renglón por renglón, multiplicó el precio unitario por las
unidades pedidas, verificó el total, el plazo de pago y cuando parecía que ya
firmaba, se lo dio a la hija para que lo revise, es que “cuatro ojos ven más que dos” dijo.
Y así, en cada uno había
algo de particular. A la mayoría los conocía desde décadas atrás, conocía sus
familias, sus padres e incluso sus abuelos.
El conocimiento del cliente y de su entorno, la capacidad que tenía para detectar aficiones o pasiones; el retener nombres, el escuchar mucho y hablar menos; el percibir y sobre todo el observar pacientemente, como el trabajo del naturalista aquel que se dio a la observación de los pájaros, habían hecho de abuelo un barómetro viviente, capaz de medir la atmósfera de cada entrevista.
Por entonces Chelo dejó el trabajo y se fue a vivir a Bahía Blanca.
Por más que abuelo se resistiera,
el día del retiro llegó.
En casa creíamos que lo
tomaría como un pesar, pero abuelo estaba hecho de una madera muy especial.
Viajó a Buenos Aires a
presentarse a la empresa acompañado por abuela porque ambos querían –de paso-
permanecer unos días para ir al teatro.
En la empresa lo recibieron
muy bien y tuvieron atenciones y palabras de reconocimiento reconfortantes.
Sin embrago no se despidió del
Director que estaba de viaje en Europa, pero le aseguraron que en cuanto
regresara iría a Nueva Granada para saludarlo personalmente.
Estando en la Capital abuelo
compró un traje oscuro que comenzó a usar de mañana.
Planificó una gira de
turismo por las provincias de Cuyo, que harían con el nuevo auto, un Torino, del que dijo que “era el mejor auto que he tenido en mi vida”.
Una mañana se presentó en su
casa don Melchor Aramendi, Director de la Compañía. Allí lo recibió abuelo,
había estado esperándolo vestido con toda elegancia con su nuevo traje.
La vida de jubilados, que
fue bastante extensa, les hizo muy bien.
Abuelo pasaba largas horas en el escritorio leyendo novelas históricas y filosofía.
Y también escribiendo, además de una serie de actividades. Abuela iba todos los
días a practicar baile al Centro de Jubilados. “Yo no lo necesito” decía abuelo
y aprovechaba para preguntar ¿cómo se puede ir a aprender algo que debe fluir
naturalmente?
Ambos fallecieron con poca distancia de tiempo el uno del otro. Primero abuelo. Unos días antes me dijo en tono de confesión “no recuerdo haberle hecho mal a nadie”.
Muchos años después la casa
fue demolida y en su lugar se levantó un edificio de tres plantas. Lo único que
quedó fue el jazmín del Paraguay que ahora preside el nuevo jardín.
En su sitio quedaron
recuerdos y las lejanas enseñanzas que tanto me ayudaron.
Común es que unos recuerdos
hagan aparecer otros, de modo que voy a compartir aquel al que le di carácter
de “secreto”, resguardándolo de nadie.
En uno de aquellos días
sábado en horas de la siesta, recorriendo las dependencias, encontré que uno de los armarios del vestidor
estaba vacío y tuve una idea: me encerraría en él, dejaría una mínima rendija
entre las puertas y la espiaría a Chelo cuando se cambiaba.
La espera fue de algunos minutos,
pero me pareció larguísima. Por fin escuché sus pasos. Chelo entró, se descalzó, luego se cambió el vestido y se fue.
La idea había funcionado. Se
cambió de ropa en un punto del cuarto, justo en el centro, que me había
permitido tener una visión perfecta.
Al operativo lo repetí
varias veces. Chelo siempre en el centro del cuarto.
Para mí significaba un atrevimiento
muy grave, una osadía mayor.
Pero llegaba la hora y pese
a que le temía, estaba con verdadero
apetito por verla, con curiosa morbosidad.
Contenía la respiración de
miedo a que se diera cuenta.
Un día me distraje en la
cocina y me demoré en ir a mi escondite, mientras ella terminaba de guardar las
cosas en el aparador.
Fue entonces que
me preguntó con ojos inquisidores: ¿No
vas al armario hoy?
Me produjo una sensación tormentosa,
quedaba claro que había descubierto mi aventura. Pero todo pasó rápidamente,
casi no había terminado de incorporar lo escuchado cuando me volvió a hablar:
-Andá al armario que ahora voy yo.
Obedecí como un soldado,
autómata.
Chelo llegó un instante
después y tal como lo había hecho en oportunidades anteriores, se puso en el
centro del cuarto. Desde mi ubicación, a través de la rendija podría ver toda
la película.
Se quitó sus zapatos
chatitos y empezó a desabrocharse lentamente el vestido dándome la espalda.
Entonces sucedió algo
inesperado, comenzó también a quitarse la ropa interior hasta quedar
completamente desnuda.
Sus piernas, su espalda, sus
hombros, todas sus poderosas formas quedaron al descubierto.
Luego se giró y quedó de
frente a mí, con aquellos dos bultos que apretados por el vestido de trabajo, siempre
se me habían mostrado anhelantes.
Posteriormente se volvió a
vestir con su propia ropa y sin pronunciar ni una sola palabra se marchó.
Con el tiempo entendí que
Chelo había sido cómplice de mis jugarretas, por eso se ponía siempre en el
mismo lugar. Le gustaba que la mire. Lo
que vi, con 12 años, resultó muy
revelador.
¿Fue la despedida? Pocos días después se radicó en Bahía Blanca.
Ahora que ha pasado tanto tiempo
me sorprendo viéndome en la situación donde estuvo abuelo. Desde hace algunos
años yo mismo he llegado a serlo y
reflexiono sobre la descendencia; de qué manera va reemplazándonos….
Claro que la comunicación con
mi nieto, Fernando V, es distinta, ya no se trata de visitas; hoy la mayor
cantidad de contactos es a través del teléfono, de los mensajes de texto, de
las video llamadas y del Facebook. Lo común es que él me haga un mensaje y que
en respuesta yo lo llame.
No me gusta abrumarlo con
consejos pero cuando puedo trato de trasmitirle lo que tantas veces le oí a
abuelo, aquel pensamiento que le dio sentido a su existencia “siempre en la vida tenemos que hacer algo por los demás” pensamiento que a
fuerza de repetirse, ha cabalgado a través de las generaciones en nuestra
familia.