Por Miguel Garin
En 1984 yo comenzaba a
recorrer una amplia zona del sur de la provincia de Buenos Aires como comprador
de hacienda. Me crié en ese ambiente de
ferias y corrales.
En ésa época ya estaba
recuperado físicamente de la herida que había recibido en la guerra de
Malvinas, en el monte Longdon, durante batalla de Puerto Argentino, como
soldado del Regimiento de Infantería 7.
Doy por hecho que muchos de los
sufrimientos que pasamos en la guerra, son al día de hoy ampliamente conocidos y por eso los he de
omitir. Sólo diré que regresamos muertos de frío, de hambre y con una serie de trastornos mentales.
Entre otras ciudades, comencé
a visitar Nueva Granada, donde se hacían remates de hacienda muy importantes.
Fue allí donde la conocí a
Azucena Mendibury, una mujer hermosa con la que tuve el primer contacto en el café
Lyon; sitio muy elegante en el que
fuimos presentados.
En esa cafetería se reunía lo más importante de la
sociedad de Nueva Granada. Así había sido durante décadas y dada la finura de
su arquitectura, de su estilo francés, de sus vitrales, todo hacía suponer que a
futuro, seguiría siendo del mismo modo. Además tenía como atractivo adicional a
uno de sus mozos. Todo el mundo lo
llamaba Humphrey Bogart, o simplemente Humphrey, dado el parecido físico, de la
mirada y de la voz que tenía con el actor de la película Casablanca.
Azucena tenía 20 años y todo
lo que una bella mujer debe tener para ser considerada tal: altura, buenas
formas, gracia personal, cabellera etc.
Además provenía de una
familia de gran estirpe de la ciudad. Por años fue considerada como una
“reina”.
En aquellos días hacía poco
tiempo que había finalizado una relación con alguien que yo aún no conocía,
Alejandro Borghesi, pero del que supe, no sé por qué vía de adivinación, que
tendría una larga rivalidad.
Comencé a visitar con
frecuencia el Lyon. Ya Hamphrey me conocía y dándose cuenta me recibía con una
pícara sonrisa.
Podía moverme con
liberalidad y viajar a Nueva Granada en mi nuevo auto cuantas veces quisiera.
También era un joven bien visto, que vestía con elegancia. Disponiendo de esos
bienes, me hice seductor y mujeriego, cosa de la que me arrepentí años después, luego de hacer sufrir a muchas
personas.
Poco tardé en seducirla a Azucena, en comenzar con ella un noviazgo formal, en visitar su casa donde fui bienvenido. Hoy, pasados tantos años, me pregunto si realmente estuve enamorado o si simplemente fue una de mis mejores conquistas, comparable al capricho de un jarrón de porcelana china que se puede adquirir en San Telmo, como un lujo de decoración.
Alejandro Borghesi estaba
entonces fuera de la ciudad, solo venía esporádicamente. Estudiante avanzado de
medicina, también era un pretendiente de Azucena con sólidos títulos. Sabía yo
que en algún momento me lo iba a encontrar. ¿La ruptura entre ellos era
definitiva?
Como me lo habían descripto,
era un hombre muy lindo que estaba a la altura de lo que una belleza como
Azucena podía aspirar.
Seguí frecuentando el Lyon.
Traté de intimar con el mozo para saber si durante mis ausencias Azucena se
veía con Alejandro. Nada obtuve. Humphrey era un hombre correcto y si supiera
algo, bien que lo callaría. Es que a los
caballeros no les apetece ser indiscretos.
En mí ya actuaban los celos.
¿Había algo que los justificara?
No. En lo formal no había nada. Como dije, en casa de Azucena me daban el amplio lugar que se le entrega al novio, cuando está asentado en las condiciones naturales de simpatía, de amabilidad, de conversaciones inteligentes. Y con buena base financiera. Pero algo me lo decía. ¿Se verían Azucena y Alejandro a escondidas?
Una tarde llegué al café y
allí en el fondo, sentada junto a sus amigas estaba Azucena. Y Alejandro. No sé
de qué hablaban pero reían.
Enloquecí de celos, pero
guardé compostura. Me quedé en la barra. Fue la primera vez que Humphrey no me
miró a los ojos. Por la notoriedad que teníamos en Nueva Granada, cuanto hacíamos se convertía rápidamente en
comidilla.
Esperé a que Azucena suspendiera su reunión y se acercara a mí. El hervor me consumía. Transcurridos unos minutos vino. Luego de las primeras recriminaciones, llegó la discusión.
-¡Nada, no me pasa nada, es que vengo a verte y te
encuentro entre risas, con otro tipo y a mí no me puede pasar nada!
-Estás celoso.
-¿De quién? ¿De vos?
-Si
-¡Por favor!
-¡Ahora lo único que falta es que te tenga que pedir
permiso para hablar con alguien!
-Ese “alguien” es tu ex novio. Permiso no pero si tan
siquiera hubieras venido a saludar…. ¿quién te crees que sos, Sophia Loren?
-Si
-¡Andaa!
-Marcelo, nunca me habías tratado así.
Aquella tarde las cosas
quedaron así de mal. No hubo una definición o una ruptura formal. Al contrario,
aún se podía recomponer. Pero hubo bronca, nos dijimos cosas feas, cosas que
lejos de centrarse en el asunto, habían sumado otros.
En el viaje de regreso comencé a pensar, al influjo
del dolor que me había provocado Azucena, en un “acto de reparación”, en un
acto de “justicia”. Si Azucena se había mostrado muy segura con Alejandro, yo
podría hacer lo mismo. Yo también le podría hacer a ella un daño similar de
fuerte para que la situación de ambos quedara igualada. ¿Estaba volviéndome
loco?
Cuando llegué a casa la
llamé a La Negra.
La Negra era una mujer
impresionante. Si Azucena era una mujer de belleza angelical, La Negra era
completamente sexy.
Tenía con ella un pasado de encuentros furtivos, de momentos clandestinos. Ambos nos tomábamos con liviandad la vida. Siempre a espaldas de nuestras parejas. Si el lugar de Azucena era el de “reina” el de La Negra tendría que haber sido el de pasista principal de alguna gran comparsa carioca.
-Negrita te necesito para que me acompañes a Nueva Granada. Quiero lucirme contigo, hacerme ver, dar celos a cierta chiquita de allí y envidia a ciertos chicos.
Me costó convencerla, pero
finalmente aceptó.
Jamás me voy a olvidar el
efecto que produje cuanto entré al Lyon con La Negra. Alta, atlética, piel
oscura, ojos y pelo negro, bronceada y vestida de blanco para mayor contraste.
Se hizo un silencio brutal.
Aún me parece ver la cara de Humphrey, atónito. Y las caras de las amigas de
Azucena. La cara de Alejandro Borghesi, muerto de asombro y de envidia.
Azucena se levanto de la
mesa y sin despedirse de nadie se fue. Pasó al lado nuestro. La cara
descompuesta, sonrojada. Ya lloraba.
Posteriormente y pese a que por diversos caminos busqué el rencuentro, nunca más me habló en 40 años.
Hace unos meses volví a la
ciudad de Nueva Granada. Fue por el casamiento del hijo de un amigo.
Luego de la ceremonia
religiosa, ya en el atrio, caminaba yo apoyando mi brazo derecho en el hombro
de mi sobrino Andrés, cuando irrumpió ella, Azucena, tanto tiempo después.
¡Marcelo –me dijo riéndose- no puedo creer que necesites apoyo para caminar! ¿O es que tampoco pensás bailar en la fiesta?
Me tomó por sorpresa. Una
sorpresa muy grande que me hizo recordar de un soplido todo el suceso.
Ya sentado en la mesa di con
algunas personas que creía conocer vagamente, eran de Nueva Granada y les
pregunté si aún existía el café Lyon. Se miraron extrañados, no lo conocían ni
recordaban haber escuchado hablar de él. Les pregunté por el mozo Humphrey, ninguno
de ellos lo recordaba. Pensé que la diferencia de edad podía explicarlo, al fin
de cuentas estaba hablando con hombres que eran 20 años menores que yo.
Finalizados el almuerzo y el
baile, cuando me despedía de los pocos
conocidos, decidí pasar por la esquina donde estaba el Lyon. ¿Cómo podía ser
–pensé- que con su hermosa arquitectura no estuviera allí, como un firme
custodio de las costumbres locales que se traspasan de generación en generación?
Cuando llegué al lugar
descubrí que lo que había era una triste mueblería de usados, con los cristales
sucios por acumulación de polvo de tierra. La vereda, que en mi memoria era de
brillantes mosaicos blancos y negros, había pasado a un simple alisado de cemento.
De vuelta en casa me dispuse
a llamarla a La Negra, que sigue siendo vecina mía.
¿Te acordás Negrita –le
pregunté- la tarde aquella en que te pedí que me acompañaras a Nueva Granada?
Para mi asombro me contestó que no. ¿Pero cómo puede ser que no te acuerdes?, hacé memoria, la insté. No había caso. No lo recordaba en absoluto. Traté de ubicarla en tiempo, con los detalles: la ropa blanca que usó, el silencio que se produjo en el bar cuando entramos. No hubo forma, La Negra no recordó nada de un viaje a Nueva Granada, “es mas –me dijo- no recuerdo haber estado allí en toda mi vida”.
Fue entonces que comencé a
sospechar si todo este suceso no fue uno más de los episodios producidos por
los trastornos mentales; amnesias,
insomnios, alucinaciones y pesadillas que arrastro desde la guerra de Malvinas.
Hoy que ya han pasado meses,
me pregunto si efectivamente las cosas fueron como creo recordarlas. Si efectivamente existió el café Lyon y el
mozo Humphrey, que nadie los recuerda. Si
efectivamente fui novio de Azucena. Si alguna vez estuve enfermo de celos por ella.
Si en alguna oportunidad tuve contacto con sus familiares o si este suceso
nunca existió y no fue más que una fantasía.
Y la verdad es que dudo. Esa
es la pura verdad.