lunes, 20 de diciembre de 2021

EL TIO FRITZ POR LA BANQUINA

 Por Miguel Garin.         

Con mi amigo Juan Manuel Paramio fuimos a ver numerosas carreras de autos, deporte que nos apasionó por igual y que nos hermanó en sentimientos.

Estuvimos en los Autódromos de Buenos Aires, de 9 de Julio, de Las Flores, en las Vueltas de Salto, de Tandil, fuimos a ver la Formula 1, las fórmulas argentinas, el Turismo Nacional y por supuesto, en el Turismo de Carretera.

A través de Juan Manuel incorporé a otros amigos con la misma pasión. Por ejemplo Juan era muy amigo de Quique Di Salvo y como con él también tuve empatía, al poco andar fui amigo de Quique.

Por ese mismo camino Juan Manuel incorporó amigos a través mío, como es el caso de los hermanos José María y Raúl Bovino.

La cosa funcionaba por similitud de pasión y para hacerlo más explícito nada mejor que recurrir a la propiedad transitiva de la igualdad: si A es igual a B y B es igual a C, A es igual a C.

En aquella comunidad estaban Poroto Cháspar, Jorge Fracchia, Juan Carlos Repetto, Pablo Cárcano, Mario y Ricardo Paramio, Marcelo Recalt, Poro Daglio, entre otros muchos.

A la ciudad de 25 de Mayo llegó primero la categoría Turismo Mejorado, eso fue en los años 1965, 66, 67 y 1971. Nos visitaron pilotos fabulosos, como es el caso de Eduardo Copello, Héctor Luis Gradassi, Rogelio Scaramella, Danilo Bonamicci, Eduardo Rodríguez Canedo, Paco Mayorga y un larguísimo etcétera,

Y en nuestra ciudad contábamos con otro que era tan grande como cualquiera de los nombrados, Emilio Parisi de quién voy a decir que no me alcanzan las palabras para expresar las alegrías que nos dio, como tampoco para agregar cuánto lo admirábamos y hasta qué punto estábamos pendientes de él.

Unos años después comenzó a llegar el Turismo de Carretera. Ahí además de Parisi lo tuvimos de representante  –que lo compartíamos con nuestros vecinos de Carlos Casares-  a Héctor Moro, otro piloto de lujo.

Dada la ubicación geográfica de nuestra ciudad,  centro de la provincia, con una constelación de ciudades vecinas y con un circuito semipermanente de 15 kilómetros de extensión, el TC no dejó de visitarnos por muchos años.

Cada vez que se disputaba una prueba en nuestra tierra, literalmente la ciudad enloquecía y junto con ella, Juan Manuel y yo.

Tanta era la gente que venía, que en las noches del viernes y el sábado anteriores a la carrera no era fácil encontrar un sitio en bares, cafeterías, restaurantes, parrillas, boliches bailables, hoteles, pensiones y aún en casas de familia, porque eran muchos los que sobrándoles una habitación con 2 o3 camitas, se anotaban en el Auto Club para alojar turistas.

También había una actividad inusual en las agencias de venta de automóviles y en los talleres mecánicos. En la Agencia Ford se instalaba el equipo oficial de la marca, primero con Carlos Pairetti y luego con Gradassi, Estéfano, los hermanos Ricardo y Juan Carlos Iglesias y posteriormente con la incorporación de Traverso y Recalde.

En el taller de Emilio Parisi, el campeón vigente Luis Di Palma ¡con Oreste Berta!

En la agencia Capillitas de Pissaco, Gastón Perkins y Cacho Franco, posteriormente Carlos y Rody Marincovich y Gustavo Duran. En el taller de Mario Oudín, 10 y 31, el equipo de los hermanos José, Alfredo y  Juan Carlos Manzano, En el taller de Amitrano, 30 entre 11 y 12,  el equipó oficial Dodge, con Bordeu y Loeffel…..

Corredores, mecánicos, preparadores, periodistas, publicistas, auspiciantes, relatores a los que solo se los conocía por las revistas, por los diarios o por las radios, era común verlos caminando por nuestras calles. La televisión aún no trasmitía las carreras, para eso faltaban muchos años. Entre tantas figuras extraordinarias sobresalían las glorias de nuestro automovilismo, como era el caso de Oscar Gálvez y  alguna vez, de José Froilán González.

El día previo a la carrera había momentos imperdibles si se quería tomar contacto con los corredores, mantener con ellos una conversación o aunque más no fuera poder verlos o  escucharlos.

Uno de esos lugares era el Auto Club, convertido ya desde el día viernes en una especie de templo del automovilismo, colmado de feligresía, al que iban todos los pilotos. Allí se recepcionaban las inscripciones. Otro momento singular era el pesaje de los autos, cosa que se hacía en la balanza de Cancer, calles 27 y 3. También, todos debían pasar por ahí. Y por último la entrega de los autos a Parque Cerrado, a la tardecita, cosa que se hacía en la agencia Fiat, Rural Motor,  9 y 33, que era donde permanecían los autos de carrera, ya sellados, durante la noche previa.

Pero había además otra cosa que sucedía los días sábado y que eran las pruebas de los autos de carrera, que se hacían en las rutas aledañas a la ciudad.

Con Juan Manuel en la mañana temprano del sábado nos enteramos que sobre la ruta 51, camino a Saladillo, estaban probando diversos competidores.

Hasta allí fuimos y efectivamente,  después de la unión de las rutas 51 y 46, encontramos primero al equipo Dodge con sus autos y camión en la banquina y unos kilómetros más adelante, el camión del equipo Ford con  los autos de carrera,  con sus pilotos y unos cuantos curiosos como nosotros. Todos probando que los trabajos hechos en sus propios talleres rindieran sus frutos; potencia de motor, aceleración, carburación, asentado de cubiertas y de frenos….

Estando parado en la banquina al borde del asfalto, presté atención a un camión de hacienda que acercándose viajaba en dirección a Saladillo. Y que una camioneta Ford lo superaba a unos doscientos metros de donde nos encontrábamos.

En eso veo irrumpir a una de las cupé Dodge –la de Loeffel- por la banquina superando en un solo movimiento a ambos vehículos a una velocidad tremenda. Tengo la imagen del aquel auto sacudiéndose en la tierra, brincando, levantando mucho barro y haciendo una brusca maniobra para volver a la cinta de asfalto, al que subió completamente cruzado y apuntándonos a nosotros.

También recuerdo escuchar a los del equipo Ford gritar ¡cuidado, cuidado!

Loeffel pasó a toda velocidad sin haber levantado el acelerador en ningún momento. Encima  como si no sucediera nada,  sin casco, sonriendo y saludándonos con una mano. Qué fresco el tipo.

Todos tardaron unos segundos en recuperarse del susto. El uno decía “yo me escondí detrás del camión”, el otro “yo me tiré cuerpo a tierra”  otro más que se había internado en la zanja. Juan Manuel se había parapetado detrás del auto de Gradassi.

Nada hice yo.  No atiné a nada. Presa del pánico, quedé tieso como si me hubiera tragado un poste entero de quebracho.

Unos minutos después comencé a sentir cómo me latía de fuerte y de rápido el corazón. Juan Manuel me preguntaba ¿qué te pasa? Pero no podía oír lo que me decía. Temblaba; quería decirle “llevame a casa” pero me costaba hablar. Finalmente me llevó a casa y le contó a mamá lo que nos había sucedido.

Un rato después el corazón me seguía latiendo con frenesí, no lograba reponerme, la imagen de la cupé viniendo encima de nosotros era aún muy fuerte.

-Vamos a verlo a Enrique  -me dijo mamá-. Enrique era Herraiz, médico de la familia, vecino y amigo, pero hete aquí que no estaba.

Fuimos entonces al doctor Cicala, me tomó la presión, me ausculto el pecho, miró el reloj para controlar las pulsaciones y me dio una pastillita para disolverla debajo de la lengua. Además me dejó en la camilla por espacio de media hora, mientras seguía hablando con mis padres.

-A vos lo que te sucedió  es que te pegaste un flor de susto,  no te preocupes por el corazón que está bien, diagnosticó.

Y así fue como terminó para mí aquella mañana de sábado de Turismo de Carretera en 25 de Mayo.

Después del almuerzo Juan Manuel me vino a buscar y otra vez estuvimos en la ruta mirando los autos de carrera.

Loeffel tenía varios apodos, “El Rengo”, “El pata e’ palo” “El Alemán” y “El Tío Fritz”  que es el que elegí para encabezar este recuerdo.

Terminó siendo el ganador de la carrera, por desclasificación de los cuatro primeros, el 14 de mayo de 1972.

Fue la última carrera en que triunfó aquel piloto gigante, poseedor de una audacia endiablada, que una década antes había sufrido un accidente en una carrera,  con lo que se ganó la amputación de su pierna izquierda. Luego sorprendió a la afición  sobreponiéndose a dictámenes médicos que le impedían correr.

Y como si todo eso fuera poco,  aún tuvo tiempo de vencer diez veces en el Turismo de Carretera.

-¡Madre mía qué susto que me dio!

 

 



 

miércoles, 15 de diciembre de 2021

ARMANDO PAZ Y MIS VACACIONES DE INVIERNO:

 Por Miguel Garin

Aquellas fueron mis mejores vacaciones de invierno.

En 1965, cuando  yo contaba con  once años de edad,  recibí una propuesta de mis padres: podría elegir entre viajar con ellos a Mar del Plata en las dos semanas o quedarme en nuestra chacra, ubicada en el camino a la estación ferroviaria de Ortiz de Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires, en compañía de Armando Paz, peón y hombre muy querido por la familia.

En Mar del Plata estaba mi hermanita Maite desde varios meses atrás reponiéndose de una enfermedad y mis padres decidieron ir a visitarla, con mis otras hermanas, para que la pequeña de solo cuatro años recuperara contacto con la familia.

A mí la posibilidad de quedarme solo de familia, me pareció todo un mundo desconocido, un mundo ancho de libertad,  y en medio de un arrebato de entusiasmo decidí aceptar la segunda propuesta, porque entendí que en ese precioso espacio de tiempo, tendría el poder de hacer lo que yo quisiera.

Por aquellos años los padres no tenían miedo de dejar solos a sus hijos. En la sociedad de hoy, con los peligros existentes, sin la apacible inocencia de la época, sin la vida relajada de antes en el campo, sería imposible un caso como este.

Armando Paz a la sazón rayaba los 35 años de edad y fue un excelente compañero.

Era un hombre extraordinariamente tímido y de carácter blando como una paloma.

Si al final del día, luego de haber compartido horas de trabajo, de haber tomado mates, de haber intercambiado conversaciones,  lograba vencer en  algo la timidez, a la mañana siguiente la encontraba renovada y todo tenía que comenzar de nuevo.

Conmigo siempre estaba predispuesto a hacerme toda clase de gustos y de enseñarme lo que estuviera a su alcance.

Yo lo trataba con excesiva confianza, con desparpajo, propia de chico malcriado, al que cualquier capricho por absurdo que fuera, debía atendérsele;  claro que cuidándome muy bien de que no lo advirtieran mis padres y era así que el pobre Armando asentía con una sonrisa mis impertinencias. Pero esta forma de ser tan quedada, del modo que acabo de dibujarla, no le impidió ponerme límites.

En los primeros momentos que quedamos solos y estando recorriendo los lugares inexplorados de la casa di en la despensa con una lata de 5 kilos de dulce de batata.

Lo que sucedió con aquella lata fue que entregados  con cuerpo y alma a la gula,  no paramos de visitarla a toda hora, a un ritmo tan frenético que a los tres días la habíamos liquidado.

Pero volviendo al primer día, recuerdo que era una mañana fría y soleada y que todo nos producía risa. Decidimos hacer un paseo por el campo en un pequeño acoplado tirado por dos caballos.

Primera sorpresa, Armando me dio las riendas y lo conduje a mi gusto.

Además hicimos algo prohibidísimo: llevamos las escopetas. Las armas ejercían sobre mí una seducción irresistible.  Armando me hizo practicar y resultó que salí buen tirador, al tercer ensayo ya estaba en condiciones de darle a cualquier cosa.

-Vamos a cazar solo lo que comeremos - dictaminó Armando -  con tono tímido pero firme. Y así se hizo, regresamos con algunas perdices.

Una mañana recorríamos un cuadro donde estaba la tropilla de caballos y puse atención en uno de ellos, el Siete y medio. Era el caballo de papá.

Había una ley no escrita basada en la costumbre y el respeto,  que decía que a ese caballo solo lo subía él.

Se me iluminaron los ojos y Armando que rápidamente interpretó mis deseos me ayudó a llevarlo hasta el corral para que lo pudiera ensillar.

Qué caballo. Tenía un galope tan suave que parecía que uno iba entre nubes. Y qué ligero que era. Andando en él solíamos internarnos en el gran cañadón, por entonces lleno de agua y poblado de todo tipo de aves acuáticas, de juncos y duraznillos.

No siempre estuvimos solos. Fueron varias las visitas que recibimos.

De los muchachos jóvenes de la zona, sabiendo que no estaban los patrones, vinieron Jorge Nicora, Esteban Demarco y el “Negro” Ledesma.

Caían de tardecita, luego de haber terminado  el trabajo y se quedaban a cenar. Comíamos las perdices, los patos y las liebres que cazábamos durante el día. Para hacerlo distinto, a las perdices y a los patos  los hacíamos a la parrilla porque el encanto era hacer algo distinto y comer afuera de la cocina de la casa nos parecía una novedad. Luego la conversación se extendía al calor del fuego hasta las once o doce de la noche.

Jorge Nicora era un muchacho de unos veinticinco años. Alegre y vivaracho, aficionado a las travesuras y a las bromas.

Venía a casa montado en su yegua alazana, muy linda,  a la que le atribuía cuanta maravilla era posible imaginar y con la que solía participar, según decía, en las cuadreras de la zona.

Jamás se sabrá si con su yegua tenía  el éxito que contaba, por aquello de que “el castigo que sufre el mentiroso es que cuando dice la verdad, nadie le cree”.

Un día que vino a la mañana me encontró montado en el Siete y medio  – mirá cuando se entere don Miguel -  me amenazó entre risotadas.  Me desafió a correr una carrera.

Armando, ya con algo de fastidio, aceptó el desafío por mí. El mismo se puso de “rayero” y desde allí dio la señal de largada. Eran unos doscientos metros.

Piqué el caballo que salió con fuerza y con mi inexperiencia,  le gané por un cuerpo entero. Aquella vez Nicora quedó callado la boca.

En un momento, cuando ya estaba yéndose me sorprendió con un pedido: como al descuido me preguntó: ¿Miguel me prestás el caballo? pasado mañana te lo devuelvo.

Me agarró de improviso y no supe decirle que no. Cuando quise acordar ya se lo llevaba de tiro.

Armando, que no estaba presente, en cuanto se dio cuenta me lo recriminó. ¿Cómo que le prestaste el caballo? ¿Y si le pasa algo? ¿Cuando dijo que lo trae de vuelta? ¿Y para qué lo quiere?

-Me dijo –traté de explicar algo- que lo quiere para correrle una carrera no sé a quién…Armando quedó disgustado.

Tardes cortas, enseguida anochecía. En uno de estos días regresando a casa nos asustamos. Con los últimos resplandores de la tarde desde el campo divisamos que había un grupo grande de hombres, quizá unas diez personas. Era la policía. ¿Qué había pasado? Había sucedido que desde hacía dos meses estaba perdido un hombre, Agapito Demostes, peón de un vecino.

Se lo había visto por última vez una tarde, luego de una yerra, en la que había comido y bebido en abundancia. Luego salió caminando a campo traviesa en dirección a la ciudad de 25 de Mayo. Desde entonces no se tenían más noticias.

La policía nos hacía toda clase de preguntas ¿recorren con frecuencia el campo? ¿Y al cañadón también lo recorren? Verdad que no habíamos visto nada. Pero tan solo un mes después, cuando las aguas bajaron, el pobre Demostes apareció enredado en un alambrado. Murió ahogado.

El asunto nos impresionó y esa noche no cenamos afuera de la casa, sino en la cocina.

La conversación daba vueltas sobre este asunto. Recién cuando nos cansamos  irrumpió el  tema de  cómo se cazan perdices durante las noches. -Hay que encandilarlasdecían Armando y Esteban Demarco - Para eso  necesitamos un reflector.

¿Cómo podríamos hacernos de uno? Armando miraba el farol sol de noche que estaba sobre la mesa y pensaba, como si entreviera el amanecer de una idea.  Mañana veremos, sentenció.

A mí me parecía un suceso extraordinario salir de noche a cazar perdices con un farol y me acosté pensando en eso.

Al día siguiente hacer el reflector fue toda una aventura.

Al farol sol de noche Armando le adosó al tubo de luz una lata de aceite de cuatro litros, vacía, a la que le había cortado tanto la tapa como el fondo. Al resto del tubo de luz del farol lo tapó con cartones.

 Quedamos satisfechos, hasta parecía que el propio artefacto nos aseguraba que ya no era farol, que ahora era “reflector”. Para ello debíamos examinarle el título.

A la noche salimos a caminar. La luna descendente. La noche oscura y fría.  El reflector funcionó perfectamente, el haz  de luz salía con fuerza por la lata de aceite,  encandilaba  a las pobres perdices que quedaban a nuestra merced.

Llegando a casa Armando, retraído,  no hablaba. ¿Otra vez con ese temblor de ánimo que le producía  la timidez?

-¿Qué te pasa Armando?  - le pregunté -

-Me pasa  -contestó turbado-  que ha terminado otro día y Nicora no ha devuelto el caballo. ¿Nos habrá mentido?

Yo también quedé pensativo.

Una tarde recibimos la visita de una vecina, la señora Beba Beiner, quería hablar con papá. No sabía que la familia estaba ausente. ¿Y vos que hacés acá que no te fuiste? me preguntó. “Quedé de ayudante” le contesté. Otra tarde vino Nadares, el amansador; también, que papá regresaría el próximo domingo, que pase la semana siguiente.

El paso de las horas, de los días, se nos escurría como el agua entre las manos. Habíamos gozado de unas vacaciones que con el paso de los años la recuerdo como la más linda que tuve, quizá por el conjunto de sensaciones que me dejaron, de atrevimiento, de licencias, de osadía y algo de desenfreno.

Aún faltaba un par de días para el domingo y tratábamos de mirar todo, de estar atentos porque entendíamos  que tendríamos que responder a una andanada de preguntas. Por otro lado, ya extrañaba a la familia.

Y cuando menos lo esperábamos, el sábado a la tarde, llegaron de regreso.

Nos abrazamos y nos besamos durante un largo rato, traían noticias de Maite, incluso fotos donde se la podía ver muy recuperada y algunos regalos para Armando y para mí.

En contra de lo que imaginábamos papá no hizo muchas preguntas. Se extrañó cuando le contamos la “visita” de la policía pero por lo demás, aprobó lo que le informamos con una sonrisa bonachona.

Armando se puso de pie y se despidió de nosotros. Hasta el lunes ya no tendría necesidad de venir.

En poco se hizo de noche y se organizó una rápida cena, todos contaban mil cosas. Qué bien que la vimos a Maite.  Y qué ciudad tan linda es Mar del Plata,  aún en invierno,  repetían.

 Después de cenar mamá se me acercó y comenzó a hacerme unas caricias que rápidamente ganaron en altura y se establecieron en mi cabello y lo que parecía puro cariño derivó en la búsqueda  de posibles piojos; nada encontró pero no se detuvo hasta que le respondí: ¿antes de dormir rezaron? si mamá, rezamos. ¿Y se ducharon? si mamá nos duchamos. ¿Cuántas veces? tres o cuatro veces (aunque la verdad no recuerdo que hayamos pasado debajo de la ducha ni una sola vez). ¿Y se cambiaron las sábanas? si mamá las cambiamos. ¿Y las toallas? (porque las que vi en el baño están de color marrón) si mamá, a las toallas también las cambiamos…

Mi padre me miraba con compasión.

Me fui a dormir preocupado. Del caballo faltante no se había hablado, al día siguiente debía sincerarme con papá.

Mi turbación era tal que el domingo a la mañana buscaba el mejor momento, no quería que nadie más de la familia escuchara, no quería que hubiera testigos de lo que consideraba una confesión.

Pero aún faltaba  que sucediera algo: con asombro lo vi llegar a Armando. Con su mirada me di cuenta que venía directo a hablar conmigo.

-¿Ya le dijiste a tu papá? me preguntó en voz baja mientras se bajaba de la bicicleta.

-No, todavía no.

-Vine a acompañarte, para que cuando se lo digas no estés solo.

¡Ah… Armando! Suele haber en el corazón de los hombres misterios tan grandes de generosidad, de sacrificio, de amor,  que las palabras jamás serán suficientes para explicarlos. Armando interrumpió el descanso del domingo para estar junto a mí. Entendió que estando acompañado por él yo no sentiría miedo de afrontar el momento.

Lo vimos a papá en el patio de la casa. Era la oportunidad. Arranqué yo:

-Papá te quiero hablar de un asunto del que ayer no te dije nada….

-¿Qué pasa Miguelón? me detuvo con cara de extrañado.

- Pasa que hace unos días Jorge Nicora….

-Ah sí, ya me imagino ¿es por lo del Siete y medio? –me interrumpió mirándonos a los dos que escuchábamos asombrados.  Porque viniendo para acá  - continuó - me lo crucé en el camino, me detuve a conversar y me contó todo, no vino a devolverlo porque estuvo enfermo,  mañana lunes vendrá…..Imagino Miguelón que cuando te lo pidió no supiste decirle que no.

- Es cierto papá, cuando quise acordar ya se lo llevaba de tiro y Armando me lo recriminó. ¿Pero si ya lo sabías, porqué no me dijiste algo?

Entonces, abriendo grande aquellos ojos mansos y claros me contestó suave pero con contundencia:

-Esperaba que vos me lo dijeras.

Con algo de vergüenza quedé solo en el patio pero con la sensación de que me había quitado de encima una parva de preocupaciones y cuando creía que ya no tendría más explicaciones que dar apareció mamá.

-¿Miguelito –me interrogó descreída- puede ser que se hayan comido los 5 kilos de la lata del dulce de batata?

No recuerdo qué le contesté, pero sí sé lo que le contestaría hoy si tuviera ocasión:

-Y sí mamá ¡pero si es que era una sola lata!

 






TRIANGULO DEL OESTE DE 1966