Por Miguel Garin
Aquellas fueron mis mejores
vacaciones de invierno.
En 1965, cuando yo contaba con once años de edad, recibí una propuesta de mis padres: podría
elegir entre viajar con ellos a Mar del Plata en las dos semanas o quedarme en
nuestra chacra, ubicada en el camino a la estación ferroviaria de Ortiz de
Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires, en compañía de
Armando Paz, peón y hombre muy querido por la familia.
En Mar del Plata estaba mi
hermanita Maite desde varios meses atrás reponiéndose de una enfermedad y mis
padres decidieron ir a visitarla, con mis otras hermanas, para que la pequeña
de solo cuatro años recuperara contacto con la familia.
A mí la posibilidad de
quedarme solo de familia, me pareció todo un mundo desconocido, un mundo ancho
de libertad, y en medio de un arrebato
de entusiasmo decidí aceptar la segunda propuesta, porque entendí que en ese
precioso espacio de tiempo, tendría el poder de hacer lo que yo quisiera.
Por aquellos años los padres no tenían miedo de dejar solos a sus hijos. En la sociedad de hoy, con los peligros existentes, sin la apacible inocencia de la época, sin la vida relajada de antes en el campo, sería imposible un caso como este.
Armando Paz a la sazón
rayaba los 35 años de edad y fue un excelente compañero.
Era un hombre
extraordinariamente tímido y de carácter blando como una paloma.
Si al final del día, luego
de haber compartido horas de trabajo, de haber tomado mates, de haber
intercambiado conversaciones, lograba
vencer en algo la timidez, a la mañana
siguiente la encontraba renovada y todo tenía que comenzar de nuevo.
Conmigo siempre estaba
predispuesto a hacerme toda clase de gustos y de enseñarme lo que estuviera a
su alcance.
Yo lo trataba con excesiva confianza, con desparpajo, propia de chico malcriado, al que cualquier capricho por absurdo que fuera, debía atendérsele; claro que cuidándome muy bien de que no lo advirtieran mis padres y era así que el pobre Armando asentía con una sonrisa mis impertinencias. Pero esta forma de ser tan quedada, del modo que acabo de dibujarla, no le impidió ponerme límites.
En los primeros momentos que
quedamos solos y estando recorriendo los lugares inexplorados de la casa di en
la despensa con una lata de 5 kilos de dulce de batata.
Lo que sucedió con aquella
lata fue que entregados con cuerpo y
alma a la gula, no paramos de visitarla
a toda hora, a un ritmo tan frenético que a los tres días la habíamos
liquidado.
Pero volviendo al primer
día, recuerdo que era una mañana fría y soleada y que todo nos producía risa.
Decidimos hacer un paseo por el campo en un pequeño acoplado tirado por dos
caballos.
Primera sorpresa, Armando me
dio las riendas y lo conduje a mi gusto.
Además hicimos algo
prohibidísimo: llevamos las escopetas. Las armas ejercían sobre mí una
seducción irresistible. Armando me hizo
practicar y resultó que salí buen tirador, al tercer ensayo ya estaba en
condiciones de darle a cualquier cosa.
-Vamos a cazar solo lo que comeremos - dictaminó Armando - con tono tímido pero firme. Y así se hizo,
regresamos con algunas perdices.
Una mañana recorríamos un
cuadro donde estaba la tropilla de caballos y puse atención en uno de ellos, el
Siete y medio. Era el caballo de papá.
Había una ley no escrita
basada en la costumbre y el respeto, que
decía que a ese caballo solo lo subía él.
Se me iluminaron los ojos y
Armando que rápidamente interpretó mis deseos me ayudó a llevarlo hasta el
corral para que lo pudiera ensillar.
Qué caballo. Tenía un galope tan suave que parecía que uno iba entre nubes. Y qué ligero que era. Andando en él solíamos internarnos en el gran cañadón, por entonces lleno de agua y poblado de todo tipo de aves acuáticas, de juncos y duraznillos.
No siempre estuvimos solos.
Fueron varias las visitas que recibimos.
De los muchachos jóvenes de
la zona, sabiendo que no estaban los patrones, vinieron Jorge Nicora, Esteban
Demarco y el “Negro” Ledesma.
Caían de tardecita, luego de
haber terminado el trabajo y se quedaban
a cenar. Comíamos las perdices, los patos y las liebres que cazábamos durante
el día. Para hacerlo distinto, a las perdices y a los patos los hacíamos a la parrilla porque el encanto
era hacer algo distinto y comer afuera de la cocina de la casa nos parecía una
novedad. Luego la conversación se extendía al calor del fuego hasta las once o
doce de la noche.
Jorge Nicora era un muchacho
de unos veinticinco años. Alegre y vivaracho, aficionado a las travesuras y a
las bromas.
Venía a casa montado en su
yegua alazana, muy linda, a la que le
atribuía cuanta maravilla era posible imaginar y con la que solía participar,
según decía, en las cuadreras de la zona.
Jamás se sabrá si con su yegua
tenía el éxito que contaba, por aquello
de que “el castigo que sufre el mentiroso
es que cuando dice la verdad, nadie le cree”.
Un día que vino a la mañana
me encontró montado en el Siete y medio – mirá cuando se entere don Miguel - me amenazó entre risotadas. Me desafió a correr una carrera.
Armando, ya con algo de
fastidio, aceptó el desafío por mí. El mismo se puso de “rayero” y desde allí
dio la señal de largada. Eran unos doscientos metros.
Piqué el caballo que salió
con fuerza y con mi inexperiencia, le
gané por un cuerpo entero. Aquella vez Nicora quedó callado la boca.
En un momento, cuando ya
estaba yéndose me sorprendió con un pedido: como al descuido me preguntó: ¿Miguel me prestás el caballo? pasado mañana
te lo devuelvo.
Me agarró de improviso y no
supe decirle que no. Cuando quise acordar ya se lo llevaba de tiro.
Armando, que no estaba
presente, en cuanto se dio cuenta me lo recriminó. ¿Cómo que le prestaste el caballo? ¿Y si le pasa algo? ¿Cuando dijo que
lo trae de vuelta? ¿Y para qué lo quiere?
-Me dijo –traté de explicar algo- que lo quiere para correrle una carrera no sé a quién…Armando quedó disgustado.
Tardes cortas, enseguida anochecía.
En uno de estos días regresando a casa nos asustamos. Con los últimos
resplandores de la tarde desde el campo divisamos que había un grupo grande de
hombres, quizá unas diez personas. Era la policía. ¿Qué había pasado? Había
sucedido que desde hacía dos meses estaba perdido un hombre, Agapito Demostes, peón
de un vecino.
Se lo había visto por última
vez una tarde, luego de una yerra, en la que había comido y bebido en
abundancia. Luego salió caminando a campo traviesa en dirección a la ciudad de
25 de Mayo. Desde entonces no se tenían más noticias.
La policía nos hacía toda
clase de preguntas ¿recorren con frecuencia el campo? ¿Y al cañadón también lo
recorren? Verdad que no habíamos visto nada. Pero tan solo un mes después,
cuando las aguas bajaron, el pobre Demostes apareció enredado en un alambrado. Murió
ahogado.
El asunto nos impresionó y
esa noche no cenamos afuera de la casa, sino en la cocina.
La conversación daba vueltas
sobre este asunto. Recién cuando nos cansamos
irrumpió el tema de cómo se cazan perdices durante las noches. -Hay que encandilarlas –decían Armando y Esteban Demarco - Para eso
necesitamos un reflector.
¿Cómo podríamos hacernos de
uno? Armando miraba el farol sol de noche que estaba sobre la mesa y pensaba,
como si entreviera el amanecer de una idea. Mañana
veremos, sentenció.
A mí me parecía un suceso extraordinario
salir de noche a cazar perdices con un farol y me acosté pensando en eso.
Al día siguiente hacer el reflector
fue toda una aventura.
Al farol sol de noche
Armando le adosó al tubo de luz una lata de aceite de cuatro litros, vacía, a
la que le había cortado tanto la tapa como el fondo. Al resto del tubo de luz
del farol lo tapó con cartones.
Quedamos satisfechos, hasta parecía que el
propio artefacto nos aseguraba que ya no era farol, que ahora era “reflector”. Para
ello debíamos examinarle el título.
A la noche salimos a caminar. La luna descendente. La noche oscura y fría. El reflector funcionó perfectamente, el haz de luz salía con fuerza por la lata de aceite, encandilaba a las pobres perdices que quedaban a nuestra merced.
Llegando a casa Armando,
retraído, no hablaba. ¿Otra vez con ese
temblor de ánimo que le producía la
timidez?
-¿Qué te pasa Armando? - le pregunté -
-Me pasa -contestó
turbado- que ha terminado otro día y
Nicora no ha devuelto el caballo. ¿Nos habrá mentido?
Yo también quedé pensativo.
Una tarde recibimos la
visita de una vecina, la señora Beba Beiner, quería hablar con papá. No sabía
que la familia estaba ausente. ¿Y vos que
hacés acá que no te fuiste? me preguntó. “Quedé de ayudante” le contesté. Otra tarde vino Nadares, el amansador;
también, que papá regresaría el próximo domingo, que pase la semana siguiente.
El paso de las horas, de los
días, se nos escurría como el agua entre las manos. Habíamos gozado de unas
vacaciones que con el paso de los años la recuerdo como la más linda que tuve,
quizá por el conjunto de sensaciones que me dejaron, de atrevimiento, de
licencias, de osadía y algo de desenfreno.
Aún faltaba un par de días
para el domingo y tratábamos de mirar todo, de estar atentos porque entendíamos
que tendríamos que responder a una
andanada de preguntas. Por otro lado, ya extrañaba a la familia.
Y cuando menos lo
esperábamos, el sábado a la tarde, llegaron de regreso.
Nos abrazamos y nos besamos durante
un largo rato, traían noticias de Maite, incluso fotos donde se la podía ver
muy recuperada y algunos regalos para Armando y para mí.
En contra de lo que imaginábamos papá no hizo muchas preguntas. Se extrañó cuando le contamos la “visita” de la policía pero por lo demás, aprobó lo que le informamos con una sonrisa bonachona.
Armando se puso de pie y se
despidió de nosotros. Hasta el lunes ya no tendría necesidad de venir.
En poco se hizo de noche y
se organizó una rápida cena, todos contaban mil cosas. Qué bien que la vimos a Maite. Y
qué ciudad tan linda es Mar del Plata, aún en invierno, repetían.
Después de cenar mamá se me acercó y comenzó a
hacerme unas caricias que rápidamente ganaron en altura y se establecieron en
mi cabello y lo que parecía puro cariño derivó en la búsqueda de posibles piojos; nada encontró pero no se detuvo hasta que le respondí: ¿antes de
dormir rezaron? si mamá, rezamos. ¿Y se ducharon? si mamá nos duchamos. ¿Cuántas
veces? tres o cuatro veces (aunque la verdad no recuerdo que hayamos pasado
debajo de la ducha ni una sola vez). ¿Y se cambiaron las sábanas? si mamá las
cambiamos. ¿Y las toallas? (porque las que vi en el baño están de color marrón)
si mamá, a las toallas también las cambiamos…
Mi padre me miraba con
compasión.
Me fui a dormir preocupado.
Del caballo faltante no se había hablado, al día siguiente debía sincerarme con
papá.
Mi turbación era tal que el domingo
a la mañana buscaba el mejor momento, no quería que nadie más de la familia
escuchara, no quería que hubiera testigos de lo que consideraba una confesión.
Pero aún faltaba que sucediera algo: con asombro lo vi llegar a Armando. Con su mirada me di cuenta que venía directo a hablar conmigo.
-¿Ya le dijiste a tu papá? me preguntó en voz baja mientras se bajaba de la
bicicleta.
-No, todavía no.
-Vine a acompañarte, para que cuando se lo digas no estés solo.
¡Ah… Armando! Suele haber en
el corazón de los hombres misterios tan grandes de generosidad, de sacrificio,
de amor, que las palabras jamás serán
suficientes para explicarlos. Armando interrumpió el descanso del domingo para
estar junto a mí. Entendió que estando acompañado por él yo no sentiría miedo
de afrontar el momento.
Lo vimos a papá en el patio de la casa. Era la oportunidad. Arranqué yo:
-Papá te quiero hablar de un asunto del que ayer no te
dije nada….
-¿Qué pasa Miguelón? me detuvo con cara de extrañado.
- Pasa que hace unos días Jorge Nicora….
-Ah sí, ya me imagino ¿es por lo del Siete y medio?
–me interrumpió mirándonos a los dos que escuchábamos asombrados. Porque viniendo para acá - continuó - me lo crucé en el camino, me
detuve a conversar y me contó todo, no vino a devolverlo porque estuvo
enfermo, mañana lunes vendrá…..Imagino Miguelón
que cuando te lo pidió no supiste decirle que no.
- Es cierto papá, cuando quise acordar ya se lo llevaba de tiro y Armando me lo recriminó. ¿Pero si ya lo sabías, porqué no me dijiste algo?
Entonces, abriendo grande aquellos ojos mansos y claros me contestó suave pero con contundencia:
-Esperaba que vos me lo dijeras.
Con algo de vergüenza quedé solo en el patio pero con la sensación de que me había quitado de encima una parva de preocupaciones y cuando creía que ya no tendría más explicaciones que dar apareció mamá.
-¿Miguelito –me interrogó descreída- puede ser que se hayan comido los 5 kilos de la lata del dulce de batata?
No recuerdo qué le contesté, pero sí sé lo que le contestaría hoy si tuviera ocasión:
-Y sí mamá ¡pero si es que era una sola lata!
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