miércoles, 15 de diciembre de 2021

ARMANDO PAZ Y MIS VACACIONES DE INVIERNO:

 Por Miguel Garin

Aquellas fueron mis mejores vacaciones de invierno.

En 1965, cuando  yo contaba con  once años de edad,  recibí una propuesta de mis padres: podría elegir entre viajar con ellos a Mar del Plata en las dos semanas o quedarme en nuestra chacra, ubicada en el camino a la estación ferroviaria de Ortiz de Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires, en compañía de Armando Paz, peón y hombre muy querido por la familia.

En Mar del Plata estaba mi hermanita Maite desde varios meses atrás reponiéndose de una enfermedad y mis padres decidieron ir a visitarla, con mis otras hermanas, para que la pequeña de solo cuatro años recuperara contacto con la familia.

A mí la posibilidad de quedarme solo de familia, me pareció todo un mundo desconocido, un mundo ancho de libertad,  y en medio de un arrebato de entusiasmo decidí aceptar la segunda propuesta, porque entendí que en ese precioso espacio de tiempo, tendría el poder de hacer lo que yo quisiera.

Por aquellos años los padres no tenían miedo de dejar solos a sus hijos. En la sociedad de hoy, con los peligros existentes, sin la apacible inocencia de la época, sin la vida relajada de antes en el campo, sería imposible un caso como este.

Armando Paz a la sazón rayaba los 35 años de edad y fue un excelente compañero.

Era un hombre extraordinariamente tímido y de carácter blando como una paloma.

Si al final del día, luego de haber compartido horas de trabajo, de haber tomado mates, de haber intercambiado conversaciones,  lograba vencer en  algo la timidez, a la mañana siguiente la encontraba renovada y todo tenía que comenzar de nuevo.

Conmigo siempre estaba predispuesto a hacerme toda clase de gustos y de enseñarme lo que estuviera a su alcance.

Yo lo trataba con excesiva confianza, con desparpajo, propia de chico malcriado, al que cualquier capricho por absurdo que fuera, debía atendérsele;  claro que cuidándome muy bien de que no lo advirtieran mis padres y era así que el pobre Armando asentía con una sonrisa mis impertinencias. Pero esta forma de ser tan quedada, del modo que acabo de dibujarla, no le impidió ponerme límites.

En los primeros momentos que quedamos solos y estando recorriendo los lugares inexplorados de la casa di en la despensa con una lata de 5 kilos de dulce de batata.

Lo que sucedió con aquella lata fue que entregados  con cuerpo y alma a la gula,  no paramos de visitarla a toda hora, a un ritmo tan frenético que a los tres días la habíamos liquidado.

Pero volviendo al primer día, recuerdo que era una mañana fría y soleada y que todo nos producía risa. Decidimos hacer un paseo por el campo en un pequeño acoplado tirado por dos caballos.

Primera sorpresa, Armando me dio las riendas y lo conduje a mi gusto.

Además hicimos algo prohibidísimo: llevamos las escopetas. Las armas ejercían sobre mí una seducción irresistible.  Armando me hizo practicar y resultó que salí buen tirador, al tercer ensayo ya estaba en condiciones de darle a cualquier cosa.

-Vamos a cazar solo lo que comeremos - dictaminó Armando -  con tono tímido pero firme. Y así se hizo, regresamos con algunas perdices.

Una mañana recorríamos un cuadro donde estaba la tropilla de caballos y puse atención en uno de ellos, el Siete y medio. Era el caballo de papá.

Había una ley no escrita basada en la costumbre y el respeto,  que decía que a ese caballo solo lo subía él.

Se me iluminaron los ojos y Armando que rápidamente interpretó mis deseos me ayudó a llevarlo hasta el corral para que lo pudiera ensillar.

Qué caballo. Tenía un galope tan suave que parecía que uno iba entre nubes. Y qué ligero que era. Andando en él solíamos internarnos en el gran cañadón, por entonces lleno de agua y poblado de todo tipo de aves acuáticas, de juncos y duraznillos.

No siempre estuvimos solos. Fueron varias las visitas que recibimos.

De los muchachos jóvenes de la zona, sabiendo que no estaban los patrones, vinieron Jorge Nicora, Esteban Demarco y el “Negro” Ledesma.

Caían de tardecita, luego de haber terminado  el trabajo y se quedaban a cenar. Comíamos las perdices, los patos y las liebres que cazábamos durante el día. Para hacerlo distinto, a las perdices y a los patos  los hacíamos a la parrilla porque el encanto era hacer algo distinto y comer afuera de la cocina de la casa nos parecía una novedad. Luego la conversación se extendía al calor del fuego hasta las once o doce de la noche.

Jorge Nicora era un muchacho de unos veinticinco años. Alegre y vivaracho, aficionado a las travesuras y a las bromas.

Venía a casa montado en su yegua alazana, muy linda,  a la que le atribuía cuanta maravilla era posible imaginar y con la que solía participar, según decía, en las cuadreras de la zona.

Jamás se sabrá si con su yegua tenía  el éxito que contaba, por aquello de que “el castigo que sufre el mentiroso es que cuando dice la verdad, nadie le cree”.

Un día que vino a la mañana me encontró montado en el Siete y medio  – mirá cuando se entere don Miguel -  me amenazó entre risotadas.  Me desafió a correr una carrera.

Armando, ya con algo de fastidio, aceptó el desafío por mí. El mismo se puso de “rayero” y desde allí dio la señal de largada. Eran unos doscientos metros.

Piqué el caballo que salió con fuerza y con mi inexperiencia,  le gané por un cuerpo entero. Aquella vez Nicora quedó callado la boca.

En un momento, cuando ya estaba yéndose me sorprendió con un pedido: como al descuido me preguntó: ¿Miguel me prestás el caballo? pasado mañana te lo devuelvo.

Me agarró de improviso y no supe decirle que no. Cuando quise acordar ya se lo llevaba de tiro.

Armando, que no estaba presente, en cuanto se dio cuenta me lo recriminó. ¿Cómo que le prestaste el caballo? ¿Y si le pasa algo? ¿Cuando dijo que lo trae de vuelta? ¿Y para qué lo quiere?

-Me dijo –traté de explicar algo- que lo quiere para correrle una carrera no sé a quién…Armando quedó disgustado.

Tardes cortas, enseguida anochecía. En uno de estos días regresando a casa nos asustamos. Con los últimos resplandores de la tarde desde el campo divisamos que había un grupo grande de hombres, quizá unas diez personas. Era la policía. ¿Qué había pasado? Había sucedido que desde hacía dos meses estaba perdido un hombre, Agapito Demostes, peón de un vecino.

Se lo había visto por última vez una tarde, luego de una yerra, en la que había comido y bebido en abundancia. Luego salió caminando a campo traviesa en dirección a la ciudad de 25 de Mayo. Desde entonces no se tenían más noticias.

La policía nos hacía toda clase de preguntas ¿recorren con frecuencia el campo? ¿Y al cañadón también lo recorren? Verdad que no habíamos visto nada. Pero tan solo un mes después, cuando las aguas bajaron, el pobre Demostes apareció enredado en un alambrado. Murió ahogado.

El asunto nos impresionó y esa noche no cenamos afuera de la casa, sino en la cocina.

La conversación daba vueltas sobre este asunto. Recién cuando nos cansamos  irrumpió el  tema de  cómo se cazan perdices durante las noches. -Hay que encandilarlasdecían Armando y Esteban Demarco - Para eso  necesitamos un reflector.

¿Cómo podríamos hacernos de uno? Armando miraba el farol sol de noche que estaba sobre la mesa y pensaba, como si entreviera el amanecer de una idea.  Mañana veremos, sentenció.

A mí me parecía un suceso extraordinario salir de noche a cazar perdices con un farol y me acosté pensando en eso.

Al día siguiente hacer el reflector fue toda una aventura.

Al farol sol de noche Armando le adosó al tubo de luz una lata de aceite de cuatro litros, vacía, a la que le había cortado tanto la tapa como el fondo. Al resto del tubo de luz del farol lo tapó con cartones.

 Quedamos satisfechos, hasta parecía que el propio artefacto nos aseguraba que ya no era farol, que ahora era “reflector”. Para ello debíamos examinarle el título.

A la noche salimos a caminar. La luna descendente. La noche oscura y fría.  El reflector funcionó perfectamente, el haz  de luz salía con fuerza por la lata de aceite,  encandilaba  a las pobres perdices que quedaban a nuestra merced.

Llegando a casa Armando, retraído,  no hablaba. ¿Otra vez con ese temblor de ánimo que le producía  la timidez?

-¿Qué te pasa Armando?  - le pregunté -

-Me pasa  -contestó turbado-  que ha terminado otro día y Nicora no ha devuelto el caballo. ¿Nos habrá mentido?

Yo también quedé pensativo.

Una tarde recibimos la visita de una vecina, la señora Beba Beiner, quería hablar con papá. No sabía que la familia estaba ausente. ¿Y vos que hacés acá que no te fuiste? me preguntó. “Quedé de ayudante” le contesté. Otra tarde vino Nadares, el amansador; también, que papá regresaría el próximo domingo, que pase la semana siguiente.

El paso de las horas, de los días, se nos escurría como el agua entre las manos. Habíamos gozado de unas vacaciones que con el paso de los años la recuerdo como la más linda que tuve, quizá por el conjunto de sensaciones que me dejaron, de atrevimiento, de licencias, de osadía y algo de desenfreno.

Aún faltaba un par de días para el domingo y tratábamos de mirar todo, de estar atentos porque entendíamos  que tendríamos que responder a una andanada de preguntas. Por otro lado, ya extrañaba a la familia.

Y cuando menos lo esperábamos, el sábado a la tarde, llegaron de regreso.

Nos abrazamos y nos besamos durante un largo rato, traían noticias de Maite, incluso fotos donde se la podía ver muy recuperada y algunos regalos para Armando y para mí.

En contra de lo que imaginábamos papá no hizo muchas preguntas. Se extrañó cuando le contamos la “visita” de la policía pero por lo demás, aprobó lo que le informamos con una sonrisa bonachona.

Armando se puso de pie y se despidió de nosotros. Hasta el lunes ya no tendría necesidad de venir.

En poco se hizo de noche y se organizó una rápida cena, todos contaban mil cosas. Qué bien que la vimos a Maite.  Y qué ciudad tan linda es Mar del Plata,  aún en invierno,  repetían.

 Después de cenar mamá se me acercó y comenzó a hacerme unas caricias que rápidamente ganaron en altura y se establecieron en mi cabello y lo que parecía puro cariño derivó en la búsqueda  de posibles piojos; nada encontró pero no se detuvo hasta que le respondí: ¿antes de dormir rezaron? si mamá, rezamos. ¿Y se ducharon? si mamá nos duchamos. ¿Cuántas veces? tres o cuatro veces (aunque la verdad no recuerdo que hayamos pasado debajo de la ducha ni una sola vez). ¿Y se cambiaron las sábanas? si mamá las cambiamos. ¿Y las toallas? (porque las que vi en el baño están de color marrón) si mamá, a las toallas también las cambiamos…

Mi padre me miraba con compasión.

Me fui a dormir preocupado. Del caballo faltante no se había hablado, al día siguiente debía sincerarme con papá.

Mi turbación era tal que el domingo a la mañana buscaba el mejor momento, no quería que nadie más de la familia escuchara, no quería que hubiera testigos de lo que consideraba una confesión.

Pero aún faltaba  que sucediera algo: con asombro lo vi llegar a Armando. Con su mirada me di cuenta que venía directo a hablar conmigo.

-¿Ya le dijiste a tu papá? me preguntó en voz baja mientras se bajaba de la bicicleta.

-No, todavía no.

-Vine a acompañarte, para que cuando se lo digas no estés solo.

¡Ah… Armando! Suele haber en el corazón de los hombres misterios tan grandes de generosidad, de sacrificio, de amor,  que las palabras jamás serán suficientes para explicarlos. Armando interrumpió el descanso del domingo para estar junto a mí. Entendió que estando acompañado por él yo no sentiría miedo de afrontar el momento.

Lo vimos a papá en el patio de la casa. Era la oportunidad. Arranqué yo:

-Papá te quiero hablar de un asunto del que ayer no te dije nada….

-¿Qué pasa Miguelón? me detuvo con cara de extrañado.

- Pasa que hace unos días Jorge Nicora….

-Ah sí, ya me imagino ¿es por lo del Siete y medio? –me interrumpió mirándonos a los dos que escuchábamos asombrados.  Porque viniendo para acá  - continuó - me lo crucé en el camino, me detuve a conversar y me contó todo, no vino a devolverlo porque estuvo enfermo,  mañana lunes vendrá…..Imagino Miguelón que cuando te lo pidió no supiste decirle que no.

- Es cierto papá, cuando quise acordar ya se lo llevaba de tiro y Armando me lo recriminó. ¿Pero si ya lo sabías, porqué no me dijiste algo?

Entonces, abriendo grande aquellos ojos mansos y claros me contestó suave pero con contundencia:

-Esperaba que vos me lo dijeras.

Con algo de vergüenza quedé solo en el patio pero con la sensación de que me había quitado de encima una parva de preocupaciones y cuando creía que ya no tendría más explicaciones que dar apareció mamá.

-¿Miguelito –me interrogó descreída- puede ser que se hayan comido los 5 kilos de la lata del dulce de batata?

No recuerdo qué le contesté, pero sí sé lo que le contestaría hoy si tuviera ocasión:

-Y sí mamá ¡pero si es que era una sola lata!

 






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