miércoles, 29 de enero de 2020

En la laguna de Estensoro



Por Miguel Garin



Cuando aún no había cumplido 12 años de edad un día le pedí permiso a papá para ir a pescar a la laguna existente en el campo de don Andrés Estensoro, distante tres kilómetros de nuestra chacra, ubicados ambos campos en el camino a la estación ferroviaria de Ortiz de Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires.
Allí me reuniría con Esteban Demarco, peón de don Andrés y amigo mío.
El encuentro debía realizarse a la noche, luego de concluida la jornada laboral.
Era verano y yo estaba en el período de vacaciones escolares.

Además de ser un tipo muy divertido, al que nunca le faltaba el chiste, el cuento, la anécdota graciosa, con historias reales o imaginarias, Esteban que andaría por los veintidós años, era  por imperativo de sus conocimientos, un “maestro” para mi en una serie de cosas. Me encantaba escucharlo porque tenía facilidad para explicar cosas técnicas de una manera sencilla y entendible. Compartir con él un rato era una de las mejores cosas que se podía hacer en el verano.
Aprovechó papá la oportunidad para aplicar un poco de ironía:

- ¿Tanto hambre tenés que querés comer pescado?
- No.- No tengo hambre y no  me gustan, pero igual quiero ir-
-¿Y vas a pescar con las manos?
- Esteban tiene cañas y me presta una.
-¿A que hora pensás volver?
- Mas o menos a las doce de la noche
- ¿Regresar solo a casa a esa hora?
- Si papá

Aquel día hizo un calor agobiante y la noche prometía más  de lo mismo.
En tales circunstancias dormir era un problema porque carecíamos de energía eléctrica, de modo que el recurso que mas se usaba era el abanico. Y las ventanas abiertas de par en par, haciendo uso del tejido mosquitero y las rejas. Ocasionalmente papá solía dormir las primeras horas en una reposera ubicada en un rincón del patio, debajo de un gran fresno, hasta que alrededor de las 2 o 3 de la madrugada  pasaba a acostarse a su cama.

Anochecía cuando se acercó  para decirme que el permiso estaba concedido:

- Pero con una condición Miguelón, que a las 12 de la noche estés de vuelta en casa ¿estamos de acuerdo?
- Si papá, gracias.
- No pienso controlarte pero tené presente que cuando  llegues Sofanor va a ladrar, me voy a despertar  y a mirar  el reloj ¿queda claro?
- Si,  queda claro.

Sofanor era el perro mas guardián que he conocido, no había cosa, por pequeña que fuera, que le pasara inadvertida y como también era líder ponía a los demás perros en alerta.

Saliendo de casa había en el camino un amplio recodo, una ensenada, como adelanto del gran cañadón contiguo. Luego las alcantarillas, la única curva del trayecto, el molino emplazado en el linde de los dos campos y por fin, la chacra del vasco Estensoro.
Tanto la ensenada como el cañadón estaban a rebosar de agua y pobladas de todo tipo de aves acuáticas, de juncos y duraznillos.
Montado en mi yegüita Porota pasé por todos esos lugares en medio del bullicio de gallaretas, patos silvestres, zambullidores, cuervos, chajás, garzas, ocupados todos ellos en las algarabías del crepúsculo, antes de arrebujarse en sus nidos y cuando ya daba comienzo el coro de ranas y grillos, infaltable por las noches.

En mi breve viaje iba  hinchado de emoción y todo me parecía alegre.- ¡Era la primera salida!  La preocupación que abrigaba, sabiendo que debería recorrer  esos lugares a la medianoche en viaje de regreso, me resultaba pequeña al lado de la dicha que llevaba.
 En cuanto me encontré con mi amigo fuimos hasta la laguna, me esperaba con las cañas, anzuelos, carnada, linterna, todo listo; en el alambrado atamos los caballos que quedaron revoleando las colas y nos subimos al bote. En el centro la profundidad de la laguna era del largo de los remos.
Ya la luna brillaba con fuerza imprimiéndole al nocturno paisaje un tono ceniciento, en tanto que un enjambre de estrellas completaba el adorno del cielo.

La pesca era lo de menos porque  lo único que podríamos pescar eran bagres y alguna desprevenida tararira, de hecho al poco rato ya habíamos sacado cuatro bagres y juzgamos conveniente no continuar la “cosecha”. Lo cierto era que el verdadero atractivo del encuentro  estaba en que había entre Esteban y yo empatía y siempre teníamos copioso material de conversación que desplegábamos con preocupación ninguna por el reloj.
Incansable lector, podía explicar con solvencia diversas cosas ¡sabía tanto!
El inagotable intercambio fue pasando por distintos temas, entre ellos en el que mas nos extendimos fue en el automovilismo, los dos estábamos muy informados  y además  Esteban disponía de comprensiones técnicas de los motores de los autos de carrera que de otro modo no estaban a mi alcance,  pero luego no se como,  fue derivando a cuestiones de la física, y fue entonces que explicó las leyes fundamentales de la mecánica clásica, entre ellas la ley de acción y reacción, “según la cual para toda acción  existe una reacción opuesta de igual magnitud”, y apelando a los ejemplos mas próximos ilustró  “es lo que sucedió recién  con el desplazamiento de este bote”.

-¿Y ese “Niuton” fue profesor tuyo? - pregunté asombrado.
-No Miguel no ¡qué va! Isaac Newton, con “w” intermedia, fue un filósofo y matemático inglés de los años 1600 y 1700….

El viento golpeaba suave en la cara y el olor de la laguna se percibía de a ráfagas. El bote flotaba plácidamente.
Sutil, cada tanto, como les suele llegar el remordimiento a los culpables, venía a mí la inquietud por el viaje de regreso a casa.
La noche era enorme.

-“Estuve haciendo –me dijo mi amigo-  unos cálculos interesantes; si todos los planetas fueran pequeñitos y el espacio guardara proporción, si el planeta tierra midiera un centímetro de diámetro, la luna le quedaría a tan solo treinta centímetros de distancia”. “Y el sol a ciento diez metros”.
Y con esto, aquella vez, me volvió a sorprender.

Luego de transcurrido un largo rato se hizo un silencio. Esteban bostezó dos veces y consultó el reloj, “la una”, dijo.
- ¡La una! –repetí sobresaltado- ¡me tengo que ir ya! Le dije a mi padre que a las 12 estaría de regreso y aún estoy acá, en medio de la laguna….

Mi padre, además de ser un hombre extraordinariamente bueno, era formal con los horarios. Juntando los elementos de pesca, los cuatro bagres que quedaron para Esteban, la linterna  y remando hasta la orilla, emprendimos el regreso;  llegó luego el  momento de despedirnos con las promesas de nuevos encuentros y en mi caso, la ocasión de ponerme a prueba a mi mismo.

- ¿Querés que te acompañe Miguel?
-  No gracias.

Salí por el sector de los grandes árboles a través de los cuales, entreverada con las ramas, llegaba algo de claridad de la luna.
Gané el camino al tranco de mi yegüita, no era preciso que la condujera, iba sola buscando la querencia.
La falta de ruidos en la noche era total y cualquier cosita, el crujir de una rama o el aleteo de un ave me crispaba los nervios.
Llegué al molino que estaba en el linde de los dos campos sin novedad. Transpuse  la única curva del camino y para mi desagradable sorpresa divisé, allá a lo lejos,  la luz de un auto que venía en mi dirección.- Entre los vecinos nos conocíamos bien, nos conocíamos las rutinas y los horarios.

La presencia de aquel vehículo era completamente inusual y no me agradó para nada.
Decidí esconderme en la ensenada. La pobre Porota se resistió a meterse en el agua y tuve que talonearla ¿a quién le gusta mojarse a la noche por mas calor que hiciera?
Entre los juncos esperé a que pasara el automóvil con el pecho apretado  por el susto, ¿quién podría ser? ¿A esas horas?- Un minuto y nada. Dos, tres, cinco minutos y el auto no aparecía. Al final y luego de transcurridos diez largos minutos dejé el escondite, subí al camino, la luz había desaparecido,  ni rastro de ella.
Un breve galope me hizo pasar por las alcantarillas y una vez que alcancé la tranquera de nuestra chacra me sentí reconfortado.
Todo era silencio, inmensidad, quietud.
Ahora debía poner atención en no hacer ruidos para no despertar al sagaz  Sofanor. Mi llegada tarde me pesaba.
Hacía caminar la yegüita no por la huella de tierra compactada por el tránsito de vehículos, sino por el pasto aledaño.
Con un gran rodeo para no pasar cerca del galpón donde dormían los perros,  logré burlarlos. En el corral  solté al animal. A la mañana siguiente la bañaría para quitarle el olor del agua de la ensenada.
Quería meterme en casa con el máximo de disimulo para que no se advirtiera mi falta. Caminando casi en punta de pie y conteniendo la respiración llegué hasta el alambre tejido del patio y abrí la puerta.
Mayúsculo fue mi desconcierto cuando desde un rincón, debajo del fresno, vi emerger la figura de papá que venía caminando hacia mí:

- “¡Hola Miguelón!” me saludó. Y pasando por alto mi incumplimiento, como sino se hubiera dado cuenta, me puso una mano en el hombro al tiempo que, con voz de dormido,   dijo:¿cómo no te ladraron los perros?…..ahora vamos a la cama y mañana me contás como te ha ido”.
 




Las Cosechadoras de Don Félix Picone

Por Miguel Garin

“Hoy mismo, 8 de diciembre de 1950, voy hacer entrar las cosechadoras al campo “Los Prados”, donde tengo sembrado un gran lote de trigo”.

El que así habla es Don Félix Picone,  contratista rural de la estancia Santa Clara, propiedad  de la familia Alzaga y que tiene su base de operaciones en la chacra ubicada muy cerca de la estación ferroviaria de Ortiz de Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires.

Cuando Picone llega a Ortiz de Rozas, hacia 1920, la gran estancia tenía identificados sus campos con distintos nombres, “La Noria”, “El Toro”, “La María Inés”, “La Santa María”, “Las Oscuras”, “Las Agustinas” etc.
Picone, que  por entonces ya no es un agricultor bisoño, sino que por el contrario ya sabe “leer” ciertas cosas del campo, se establece en “El Montecito” porque observa que luego de una gran inundación en ese sitio no hay anegaciones. Allí vivirá hasta casi el final de su vida;  allí construirá casas, galpones, herrería, carnicería, almacén, surtidor de nafta, plantará  árboles, muchos de ellos frutales, preparará los corrales, indispensables para trabajar, porque contará con cientos de vacunos, de porcinos,  de lanares y sobre todo con enormes caballadas, con las que arar, sembrar, cultivar y cosechar a razón de miles de hectáreas por año. Porque  porta en su interior, como un fuego inextinguible, la pasión por la agricultura.

En aquel remoto pasado no hacía tanto tiempo que había concluido la guerra contra el indio, la Conquista del Desierto, solo algunas décadas.
¿Esta había sido zona de indios? ¡Por supuesto que si!, precisamente por donde se juntan los partidos de 25 de Mayo, 9 de Julio y Bragado, pasaron las “primeras lanzas” de nuestras pampas: Calfucurá, Namuncurá, Manuel Grande y el feroz Pincén, asolando los campos y sembrando  el terror.
Claro que en 1920 el campo ya no tenía el problema del indio, eso había quedado atrás, era solo recuerdo, incluso ya existían los alambrados y el tendido del ferrocarril provincial Midland, pero  aún había muy poca población. Los campos de la zona de Ortiz de Rozas presentaban entonces un paisaje monótono y suave  que fueron poco a poco cambiando de fisonomía, merced al trabajo de años realizado por  la estancia y por una gran colonia de chacareros agricultores.
Los trigales terminaron por darle un colorido distinto al campo y promediando el siglo XX era posible ver  inmensas alfombras doradas por todo el distrito.

¡Ah… el trigo! -suspira don Félix Picone-  ¡Ah… mi bienamada criatura!,  ¡hoy mismo voy con las cosechadoras! porque atento a la renovación mecánica que se observa  acaba de comprar dos cosechadoras nuevas marca Massey Harris, con las que piensa acometer la campaña de cosecha. En “Los Prados” tiene sembradas alrededor de 700 hectáreas.
A sus 64 años mantiene intacta la pasión por la agricultura a  pesar de que sabe cuales son los riesgos, que sabe que la suerte es mudable, que la lluvia, que la seca, que la piedra, que las plagas pueden venir en cualquier momento. Por otro lado también conoce de exuberantes resultados, pero son los rubios cabellos del trigo los que ejercen sobre él una seducción irresistible, ¡siembra para vivir y vive para sembrar!

En la estancia Santa Clara le dispensan confianza y él no tiene inconvenientes para acordar con sus dueños los campos que se prefieran sembrar.

-“Pero no por eso  -solía acotar el propio don Félix- dejan de controlarme y la estancia  hace lo que debe. Para ello suele viajar en tren desde Buenos Aires un miembro de la administración.  Aquí en la estación de Ortiz de Rozas lo esperan  y  salen a recorrer y a verificar mi  cumplimiento  con lo acordado”.

Ahora don Félix mira el trigo en el campo “Los Prados” y comprueba que  esta listo para la cosecha.
Mira el trigo, piensa en sus hijos, ya casi todos encaminados, piensa en la casa nueva que habita en su chacra desde hace algunos años y sonríe. El monte de frutas está rindiendo a pleno. Las flores que  adornan los jardines  y que son obra de su esposa Polonia y de sus hijas ya no le parecen una pérdida de tiempo sino que han terminado por ganarle la simpatía porque las visitas no dejan  de  ponderárselas.
Don Félix experimenta una satisfacción serena, que le llega desde el fondo del espíritu.

En el horizonte se aprecia una formación de nubes azules que se elevan al cielo como montañas y una nube blanca cruza a estas como una cuchilla.
Don Félix mira al cielo y no lo puede creer:

-¿Puede ser? ¿Justo ahora? – se pregunta, entre incrédulo y preocupado.  No  -se consuela-  quizá pase de largo.

No se anima a pronunciar la palabra tan temida, pero lo cierto es que en la atmósfera hay tensión.

-No creo que pase nada –se tranquiliza por momentos- ¡Sería el colmo de la mala suerte! ¡Después de tanto trabajo y con lo lindo que está este trigo!

No tiene cómo desprenderse del desasosiego que aquellas nubes del horizonte le producen y se vuelve para mirarlas otra vez mientras piensa: “estas tormentas atacan por mangas y tal vez le toque a otro y no a mí”.

Porque ahora ya no tiene dudas, las nubes se vienen, se vienen...

Entre tanto en el día de ayer su esposa Polonia y sus hijas han estado en “Los Prados”. Han visto el trigo, esbelto, magnífico, con su afamado color oro...
Y en la casilla ubicada en el campo  sus hijos Atilio y Roberto y su nieto Pablo Cárcano,  preparan y controlan el trabajo por venir.

Cuando los indios de Pincén maloqueaban  esta zona, atacaban por la misma dirección que hoy ocupa la tormenta.
Caían aquellos bárbaros con  alaridos rugientes y depredaban todo, prendían fuego a las poblaciones, secuestraban a las mujeres, se llevaban las haciendas, y dejaban  tras su paso  muerte y desolación.

De pronto la atmósfera se pone serenita, con una quietud siniestra y un silencio total se apodera íntegramente del campo. Los pájaros lo cruzan a la carrera buscando el amparo de sus nidos y el aroma del aire llega con el olor de la lluvia sobre la tierra.
-¡No hay nada que hacerle –dice por fin don Félix- es  tormenta de piedra!
Y fue piedra. Aquella cosecha que prometía ser antológica y a la que se esperaba con las palmas abiertas como si fuera un maná, en minutos se convirtió en nada, como si un malón de mil lanzas cayera sobre “Los Prados”.

-De paso –comentaba  Atilio Picone- la piedra golpeó también al maíz y al girasol que aún eran chicos.

-En casa –decía una de las hijas,  María Ester- nadie se animaba a hablarle a papá, sentado como estaba en su sillón  y encerrado en un silencio que a todos nos daba miedo. Recién a la tardecita se puso en movimiento.
-A la tardecita –prosiguió Atilio- papá nos vino a buscar a la casilla. Cuando pasamos por la estación de trenes  vimos la destrucción  que la piedra había hecho en los montes de los alrededores, donde había un colchón de hojas y de  ramas rotas.
Pero lo que más me llamó la atención –finalizó Atilio-   es que  papá no emitió  ni una sola maldición, ni una sola mala palabra ¡ni en aquel momento ni nunca!

Es que don Félix no conocía de lamentaciones;  no le gustaba llorar sobre la leche vertida y entonces no sacaba de su intimidad  ni un gramo de  insultos. ¿Para qué?
Nacido en Sicilia, Italia, en 1886, viajó solo a la Argentina cuando contaba con trece años de edad para reunirse con su hermano Vicente y formar parte de esa legión de inmigrantes que vino al país para dejar los más diversos ejemplos y que hoy los recordamos con pena porque no somos capaces de emularlos.
En la ciudad de Rojas conoció a Polonia Basualdo, que fue su esposa y madre de catorce hijos.
Le gustó cultivar amistades y fue frecuente que en su casa hubiera invitados a comer.
Como muchos inmigrantes  careció de títulos universitarios, careció de ilustración formal, pero derrochó sabiduría intuitiva, y los únicos títulos que pudo exhibir fueron los conseguidos al calor, al frío y a los vientos del campo, que resultaron tan válidos como aquellos otros.
Seguramente aquella tormenta del año 1950 que en el recuerdo familiar quedó “como la vez que la pedrada privó a Don Félix de una gran cosecha”  (y que siempre se describió con aires de tragedia),  le haya provocado trastornos económicos; sin embargo,  mientras las nubes derramaban sus temibles piedras él ya estaba urdiendo la próxima campaña porque ni por un momento dejó de pensar en lo que sabía hacer y que tanta  pasión le despertaba: sembrar,  sembrar, sembrar.

30 de Agosto - Tormenta de Santa Rosa


Por Miguel Garin

Se dice que un buen libro leído en la niñez o en los primeros años de la adolescencia puede orientar el alma de las personas de un modo determinante.

Algo de eso me sucedió a mí que antes de los diez años leí, a instancias de mi papá, Don Segundo Sombra, la emblemática novela gaucha de Ricardo Guiraldes y dado el enorme efecto que me produjo, de encantamiento con la historia, de enamoramiento con sus personajes, entiendo que fue una de mis principales lecturas.

Aquel libro me hizo jugar  a que era “resero” y que viajaba por inacabables caminos.

 Además, cuando frecuentemente pasaba algún arreo de hacienda, corría hasta la tranquera para ver de cerca a esos hombres  que a la luz de lo leído,  los veía como a señores de las distancias,  que provenientes de no se donde y siempre de paso, se dirigían a destinos remotos, perforando al mismo horizonte. 

Teniendo todo esto en mente se me presentó la oportunidad dorada de ver en acción a un grupo de reseros en nuestra chacra, ubicada en el camino a la estación ferroviaria de Ortiz de Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires.

Serían alrededor de las 4 de la tarde de un 30 de agosto no recuerdo si de 1964 o 1965.

Desde nuestra casa del campo observábamos por el sur una tormenta impresionante, con toda la gama de grises en las bajas y cargadas nubes y con abundancia de truenos y refucilos.

Le pregunté a un peón, don Victoriano Ledesma si él creía que iba a llover.

-“Mirá querido –me respondió mirando al cielo con preocupación- te voy a contestar con un dicho que escuché hace muchos años y que nunca falla: norte claro, sur oscuro, aguacero seguro”.

En eso vimos que por el camino, en dirección a la ciudad de 25 de Mayo, venía una tropa grande de hacienda vacuna. No solo la vimos sino que también le oímos el balido, el alboroto, los gritos de los reseros, sus silbidos y aún los rebencazos. Eran unos ocho  hombres.

Adelante venía uno de ellos tratando de contener porque los animales, asustados por el estrépito de los truenos  amenazaban desbandarse. 

Algunos de los vacunos buscaban rebasar los alambrados como queriendo  adentrarse en el campo.  Para evitarlo los reseros apuraban la marcha, a los gritos de opa, opa, opa, revoleando los rebenques o los ponchos.

Para controlar mejor a la tropa habían dividido el arreo en secciones: primero la tropilla de caballos, con la yegua madrina haciendo sonar el cencerro, luego marchaba la hacienda liviana, vaquillonas y novillos.  Atrás las vacas con cría y las vacas preñadas, caminando mas despacio.

Por último de todo venían dos carros. En el chico llevaban los víveres: unos cuantos corderos vivos que irían sacrificando en el camino; como así también  pan, yerba, agua, tabaco, vino, leña....

En el  más grande traían los terneros chicos, incluso algunos recién nacidos que los cargaban para no hacerlos caminar.

Fue entonces que mi mamá le habló a mi papá:

-Miguel  ¿por qué no les ofrecés a esa gente los corrales nuestros? Que dejen la hacienda ahí y que se protejan de la tormenta adentro del galpón viejo.

Aceptada la idea con premura fuimos con  mi padre al encuentro a ofrecerles eso.

El capataz, que se llamaba Hilario,  como adivinando nuestra intención se adelantó a todo galope y vino a hablar:

-Claro que acepto don, no sabe cuanto se lo agradezco. ¿Entramos por esta misma tranquera?

Y ahí nomás comenzó a impartir órdenes:

- Vos Andresito, cortá la calle por ahí al frente. ¿Dónde están los corrales don? Opa, opa, opa …..Rápido, rápido, que le quiero ganar al agua.

Todos los reseros revoleaban los rebenques o los ponchos. La hacienda parecía ahora mas tranquila y entraba sin resistencia al campo, al trote y en silencio, como si por fin hubieran encontrado el ansiado cobijo.

Haciendo todo rápido encerraron los animales y fueron hasta el galpón para desensillar los caballos.

En ese momento llegaban los dos carros.

-¿Dónde podemos soltar los caballos don Miguel? preguntó Hilario.

-Allí nomás pueden hacerlo..

Alcanzaron a meterse adentro del galpón cuando se desató una de padre y señor mío.

Era Santa Rosa, la tormenta que preanuncia la llegada de la colorida primavera.

Hilario era un hombre  mayor.

Magro y ágil. Ojos y pelo negros, quizá con algo de sangre aborigen en las venas y con la piel marrón, curtida por vaya uno a saber qué cantidad de arreos hechos a la largo de su vida. Bigotes chicos y bien recortados y en la cara una permanente expresión  de asombro. Hablaba bajo, con voz apagada y nasal.

Adentro del galpón dio las pocas órdenes del caso: a uno le encomendó encender el fuego en el piso de tierra y cerca del portón que quedó abierto, para clavar el asador con el cordero que ya traían preparado y limpio. Otro le cebaba mate. No dejaba de mirar el cielo y cuando lo hacía agrandaba los ojos.

- La pucha cómo llueve, decía.

Todos tenían alguna actividad que hacer: preparar el espacio para las “camas”, que harían con los recados de cada uno o acomodar alguna cosa. Uno de ellos aprovechó y mataba el tiempo armando cigarros.

Debíamos hacer tiempo para que amainara y así poder ir desde el galpón hasta nuestra casa. Compartimos unos mates.

El arreo venía desde Naón. Iba hasta Valdés, unas 28 leguas dijeron, algo más de una semana de marcha.

La tarde  fue convirtiéndose en noche y los hombres hicieron rueda alrededor del fuego.

A su rojizo resplandor los rostros de los reseros parecían mágicas máscaras que se recortaban en medio de la oscuridad, a lo que contribuían sus ropas, también oscuras, principalmente las capas,  “encerados” como se les llamaba.

Hilario hablaba bajito y le comentaba a mi papá:

“Cada uno de nosotros lleva como mínimo dos caballos. Uno de andar y otro, mientras descansa, que  hace de “carguero” porque lleva todas las pertenencias de su dueño, como las mudas de ropa. No hace falta llevarlos de tiro. No son ariscos. Para pasar la noche elegimos algún espacio grande que encontramos a la vera del camino y hacemos guardia de imaginaria, con turnos de dos horas. Durante el día, uno  se adelanta en el camino con el cordero y va prendiendo el fuego y haciéndolo para cuando lleguemos nosotros. En  la chata grande levanto a los terneritos y a los que no son  tan chicos pero que igual están cansados y cuando paramos se los doy a las madres para que estén juntos un rato.  De noche suelen armarse algunas guitarreadas. No me puede faltar ningún animal. Si por desgracia alguno se me muere, lo hago cuerear y llevo el cuero a su dueño. Hace muchos años que estoy en esto. Todos los años hago un viaje llevando hacienda hasta La Pampa. A las rutas asfaltadas no las toco voy todo por caminos de tierra. Sí don Miguel  mucho tranco, no se los puede apurar. Entre la ida y la vuelta tardo  más de dos meses. Sé donde están las aguadas,  los molinos, los pastoreos y en el campo de quién puedo parar un día para hacer descansar la tropa”.

Además de Hilario y de Andresito, recuerdo el nombre de otros reseros: Florencio Benicosa, que era un paisano flaco y alto que usaba un chambergo de alas quebradas, o chambergo “taimado”. Federico Díaz y Alberto “Mocho” Bustos, quién aseguró que además era domador. Por último me acuerdo de  Juan Luís López, que era el mas joven y de Ojeda.

Por fin aflojó la lluvia,  luego paró y un viento fresco nos hizo ver que podrían secarse los caminos. Con mi papá nos despedimos.

-Muchas gracias don Miguel expresaron.

-No hay de qué. ¿Cómo piensan seguir?

-Sino llueve mas –dijo el capataz Hilario- mañana temprano nos vamos. No me gusta estropear los caminos con las pisaduras de los animales pero qué le voy hacer.

-Muy bien, le encargo me deje la tranquera cerrada.

-Así se hará don Miguel.

Nos encaminamos hasta nuestra casa y en el trayecto tuve éste diálogo:

-Papá, algún día quiero irme en un arreo como éste.

-Bueno hijo, cuando terminen las clases….

-Despertame papá, que quiero ver cuando se van.

-Bueno.

Pero al día siguiente y pese a que me levanté temprano, solo quedaban los rastros. Ya se habían ido.

¿Qué fue de ellos? No lo sé. Si se que quedaron en mi memoria para siempre.

Reseros, o troperos o arrieros, un oficio que en Latinoamérica tuvo varios siglos de antigüedad y que hoy  ha desaparecido. Un oficio para gente durísima capaz de sobreponerse a todo tipo de inclemencias climáticas pero que al mismo tiempo ofrecía la posibilidad de obtener la mejor paga de todas, como era la de sentirse libre, la de no echar raíces en ningún sitio, para gente que no se sentía de un lugar en especial sino de todas partes.

La admiración que despertaban era tal que de ellos se ocupó la literatura - novela y poesía -  el cine y la música.

La vida nos da sorpresas. Más de veinte años después acerté a pasar por la ciudad de Bragado no recuerdo si para una fecha patria o para el aniversario de su fundación y como parte de las celebraciones había un gran desfile frente a la Municipalidad.

Desfilaron las escuelas, diversas fuerzas vivas y como cierre agrupaciones tradicionalistas  a caballo.

Estaba yo frente al palco oficial esperando el espectáculo de los jinetes, de sus caballos y emprendados.  Adelante venía el abanderado montado en un caballo oscuro muy bueno y cuando estuvo cerca lo reconocí pese a que se trataba de un hombre ya muy mayor.

¡Era Hilario!

Corrí varias cuadras para saludarlo. Me presenté y le traje a la memoria de donde lo conocía, pero no fue necesario hurgar demasiado, enseguida se acordó:

-Qué gauchada grande  –me dijo acentuando en su rostro la expresión de asombro-  nos hizo su padre.  Con lo asustada que iba la tropa y con el agua que cayó aquella tarde ¡bonita mojadura nos ahorramos!

Y Don Segundo Sombra, la novela de mi vida, la que se me quedó en el alma, adherida como un abrojo en la ropa, a punto tal que muchas veces he pensado que no fue mi padre el que la puso en mis manos, que ni siquiera fui yo quién tomó el libro sino que fue ella misma la que me eligió, movida por las eternas leyes de la atracción y que hoy la recuerdo especialmente, a 30 de agosto, con la tormenta de Santa Rosa.


TRIANGULO DEL OESTE DE 1966