Por Miguel Garin
Se dice que un buen libro leído en la niñez o en los primeros años de la adolescencia puede orientar el alma de las personas de un modo determinante.
Algo de eso me sucedió a mí
que antes de los diez años leí, a instancias de mi papá, Don Segundo Sombra, la
emblemática novela gaucha de Ricardo Guiraldes y dado el enorme efecto que me
produjo, de encantamiento con la historia, de enamoramiento con sus personajes,
entiendo que fue una de mis principales lecturas.
Aquel libro me hizo jugar a que era “resero” y que viajaba por
inacabables caminos.
Además, cuando frecuentemente pasaba algún arreo de hacienda, corría hasta la tranquera para ver de cerca a esos hombres que a la luz de lo leído, los veía como a señores de las distancias, que provenientes de no se donde y siempre de paso, se dirigían a destinos remotos, perforando al mismo horizonte.
Teniendo todo esto en mente se
me presentó la oportunidad dorada de ver en acción a un grupo de reseros en
nuestra chacra, ubicada en el camino a la estación ferroviaria de Ortiz de
Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires.
Serían alrededor de las 4 de
la tarde de un 30 de agosto no recuerdo si de 1964 o 1965.
Desde nuestra casa del campo
observábamos por el sur una tormenta impresionante, con toda la gama de grises
en las bajas y cargadas nubes y con abundancia de truenos y refucilos.
Le pregunté a un peón, don Victoriano Ledesma si él creía que iba a llover.
-“Mirá querido –me respondió mirando al cielo con preocupación- te voy a contestar con un dicho que escuché hace muchos años y que nunca falla: norte claro, sur oscuro, aguacero seguro”.
En eso vimos que por el camino, en dirección a la
ciudad de 25 de Mayo, venía una tropa grande de hacienda vacuna. No solo la
vimos sino que también le oímos el balido, el alboroto, los gritos de los
reseros, sus silbidos y aún los rebencazos. Eran unos ocho hombres.
Adelante venía uno de ellos tratando de contener
porque los animales, asustados por el estrépito de los truenos amenazaban desbandarse.
Algunos de los vacunos buscaban rebasar los
alambrados como queriendo adentrarse en
el campo. Para evitarlo los reseros
apuraban la marcha, a los gritos de opa, opa, opa, revoleando los rebenques o
los ponchos.
Para controlar mejor a la tropa
habían dividido el arreo en secciones: primero la tropilla de caballos, con la
yegua madrina haciendo sonar el cencerro, luego marchaba la hacienda liviana,
vaquillonas y novillos. Atrás las vacas
con cría y las vacas preñadas, caminando mas despacio.
Por último de todo venían dos
carros. En el chico llevaban los víveres: unos cuantos corderos vivos que irían
sacrificando en el camino; como así también
pan, yerba, agua, tabaco, vino, leña....
En el más grande traían los terneros chicos, incluso algunos recién nacidos que los cargaban para no hacerlos caminar.
Fue entonces que mi mamá le habló a mi papá:
-Miguel ¿por qué no les ofrecés a esa gente los corrales nuestros? Que dejen la hacienda ahí y que se protejan de la tormenta adentro del galpón viejo.
Aceptada la idea con premura fuimos con mi padre al encuentro a ofrecerles eso.
El capataz, que se llamaba Hilario, como adivinando nuestra intención se adelantó a todo galope y vino a hablar:
-Claro que acepto don, no sabe cuanto se lo agradezco. ¿Entramos por esta misma tranquera?
Y ahí nomás comenzó a impartir órdenes:
- Vos Andresito, cortá la calle por ahí al frente. ¿Dónde están los corrales don? Opa, opa, opa …..Rápido, rápido, que le quiero ganar al agua.
Todos los reseros revoleaban los rebenques o los
ponchos. La hacienda parecía ahora mas tranquila y entraba sin resistencia al
campo, al trote y en silencio, como si por fin hubieran encontrado el ansiado
cobijo.
Haciendo todo rápido encerraron
los animales y fueron hasta el galpón para desensillar los caballos.
En ese momento llegaban los dos carros.
-¿Dónde
podemos soltar los caballos don Miguel? preguntó Hilario.
-Allí nomás pueden hacerlo..
Alcanzaron a meterse adentro del galpón cuando se
desató una de padre y señor mío.
Era Santa Rosa, la tormenta que preanuncia la llegada de la colorida primavera.
Hilario era un hombre mayor.
Magro y ágil. Ojos y pelo negros, quizá con algo de
sangre aborigen en las venas y con la piel marrón, curtida por vaya uno a saber
qué cantidad de arreos hechos a la largo de su vida. Bigotes chicos y bien
recortados y en la cara una permanente expresión de asombro. Hablaba bajo, con voz apagada y
nasal.
Adentro del galpón dio las pocas órdenes del caso:
a uno le encomendó encender el fuego en el piso de tierra y cerca del portón
que quedó abierto, para clavar el asador con el cordero que ya traían preparado
y limpio. Otro le cebaba mate. No dejaba de mirar el cielo y cuando lo hacía
agrandaba los ojos.
- La pucha cómo llueve, decía.
Todos tenían alguna actividad que hacer: preparar el espacio para las “camas”, que harían con los recados de cada uno o acomodar alguna cosa. Uno de ellos aprovechó y mataba el tiempo armando cigarros.
Debíamos hacer tiempo para que
amainara y así poder ir desde el galpón hasta nuestra casa. Compartimos unos
mates.
El arreo venía desde Naón. Iba hasta Valdés, unas
28 leguas dijeron, algo más de una semana de marcha.
La tarde fue
convirtiéndose en noche y los hombres hicieron rueda alrededor del fuego.
A su rojizo resplandor los rostros de los reseros parecían mágicas máscaras que se recortaban en medio de la oscuridad, a lo que contribuían sus ropas, también oscuras, principalmente las capas, “encerados” como se les llamaba.
Hilario hablaba bajito y le comentaba a mi papá:
“Cada
uno de nosotros lleva como mínimo dos caballos. Uno de andar y otro, mientras
descansa, que hace de “carguero” porque
lleva todas las pertenencias de su dueño, como las mudas de ropa. No hace falta
llevarlos de tiro. No son ariscos. Para pasar la noche elegimos algún espacio
grande que encontramos a la vera del camino y hacemos guardia de imaginaria,
con turnos de dos horas. Durante el día, uno
se adelanta en el camino con el cordero y va prendiendo el fuego y
haciéndolo para cuando lleguemos nosotros. En
la chata grande levanto a los terneritos y a los que no son tan chicos pero que igual están cansados y
cuando paramos se los doy a las madres para que estén juntos un rato. De noche suelen armarse algunas guitarreadas.
No me puede faltar ningún animal. Si por desgracia alguno se me muere, lo hago
cuerear y llevo el cuero a su dueño. Hace muchos años que estoy en esto. Todos
los años hago un viaje llevando hacienda hasta
Además de Hilario y de Andresito, recuerdo el nombre de otros reseros: Florencio Benicosa, que era un paisano flaco y alto que usaba un chambergo de alas quebradas, o chambergo “taimado”. Federico Díaz y Alberto “Mocho” Bustos, quién aseguró que además era domador. Por último me acuerdo de Juan Luís López, que era el mas joven y de Ojeda.
Por fin aflojó la lluvia, luego paró y un viento fresco nos hizo ver que podrían secarse los caminos. Con mi papá nos despedimos.
-Muchas
gracias don Miguel expresaron.
-No
hay de qué. ¿Cómo piensan seguir?
-Sino
llueve mas –dijo el capataz Hilario- mañana temprano nos vamos. No me gusta
estropear los caminos con las pisaduras de los animales pero qué le voy hacer.
-Muy
bien, le encargo me deje la tranquera cerrada.
-Así se hará don Miguel.
Nos encaminamos hasta nuestra casa y en el trayecto tuve éste diálogo:
-Papá,
algún día quiero irme en un arreo como éste.
-Bueno
hijo, cuando terminen las clases….
-Despertame
papá, que quiero ver cuando se van.
-Bueno.
Pero al día siguiente y pese a
que me levanté temprano, solo quedaban los rastros. Ya se habían ido.
¿Qué fue de ellos? No lo sé. Si
se que quedaron en mi memoria para siempre.
Reseros, o troperos o arrieros,
un oficio que en Latinoamérica tuvo varios siglos de antigüedad y que hoy ha desaparecido. Un oficio para gente
durísima capaz de sobreponerse a todo tipo de inclemencias climáticas pero que
al mismo tiempo ofrecía la posibilidad de obtener la mejor paga de todas, como
era la de sentirse libre, la de no echar raíces en ningún sitio, para gente que
no se sentía de un lugar en especial sino de todas partes.
La admiración que despertaban era tal que de ellos se ocupó la literatura - novela y poesía - el cine y la música.
La vida nos da sorpresas. Más de
veinte años después acerté a pasar por la ciudad de Bragado no recuerdo si para
una fecha patria o para el aniversario de su fundación y como parte de las
celebraciones había un gran desfile frente a la Municipalidad.
Desfilaron las escuelas, diversas
fuerzas vivas y como cierre agrupaciones tradicionalistas a caballo.
Estaba yo frente al palco oficial esperando el espectáculo de los jinetes, de sus caballos y emprendados. Adelante venía el abanderado montado en un caballo oscuro muy bueno y cuando estuvo cerca lo reconocí pese a que se trataba de un hombre ya muy mayor.
¡Era Hilario!
Corrí varias cuadras para saludarlo. Me presenté y le traje a la memoria de donde lo conocía, pero no fue necesario hurgar demasiado, enseguida se acordó:
-Qué gauchada grande –me dijo acentuando en su rostro la expresión de asombro- nos hizo su padre. Con lo asustada que iba la tropa y con el agua que cayó aquella tarde ¡bonita mojadura nos ahorramos!
Y Don Segundo Sombra, la novela
de mi vida, la que se me quedó en el alma, adherida como un abrojo en la ropa,
a punto tal que muchas veces he pensado que no fue mi padre el que la puso en
mis manos, que ni siquiera fui yo quién tomó el libro sino que fue ella misma la
que me eligió, movida por las eternas leyes de la atracción y que hoy la recuerdo
especialmente, a 30 de agosto, con la tormenta de Santa Rosa.
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