miércoles, 29 de enero de 2020

30 de Agosto - Tormenta de Santa Rosa


Por Miguel Garin

Se dice que un buen libro leído en la niñez o en los primeros años de la adolescencia puede orientar el alma de las personas de un modo determinante.

Algo de eso me sucedió a mí que antes de los diez años leí, a instancias de mi papá, Don Segundo Sombra, la emblemática novela gaucha de Ricardo Guiraldes y dado el enorme efecto que me produjo, de encantamiento con la historia, de enamoramiento con sus personajes, entiendo que fue una de mis principales lecturas.

Aquel libro me hizo jugar  a que era “resero” y que viajaba por inacabables caminos.

 Además, cuando frecuentemente pasaba algún arreo de hacienda, corría hasta la tranquera para ver de cerca a esos hombres  que a la luz de lo leído,  los veía como a señores de las distancias,  que provenientes de no se donde y siempre de paso, se dirigían a destinos remotos, perforando al mismo horizonte. 

Teniendo todo esto en mente se me presentó la oportunidad dorada de ver en acción a un grupo de reseros en nuestra chacra, ubicada en el camino a la estación ferroviaria de Ortiz de Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires.

Serían alrededor de las 4 de la tarde de un 30 de agosto no recuerdo si de 1964 o 1965.

Desde nuestra casa del campo observábamos por el sur una tormenta impresionante, con toda la gama de grises en las bajas y cargadas nubes y con abundancia de truenos y refucilos.

Le pregunté a un peón, don Victoriano Ledesma si él creía que iba a llover.

-“Mirá querido –me respondió mirando al cielo con preocupación- te voy a contestar con un dicho que escuché hace muchos años y que nunca falla: norte claro, sur oscuro, aguacero seguro”.

En eso vimos que por el camino, en dirección a la ciudad de 25 de Mayo, venía una tropa grande de hacienda vacuna. No solo la vimos sino que también le oímos el balido, el alboroto, los gritos de los reseros, sus silbidos y aún los rebencazos. Eran unos ocho  hombres.

Adelante venía uno de ellos tratando de contener porque los animales, asustados por el estrépito de los truenos  amenazaban desbandarse. 

Algunos de los vacunos buscaban rebasar los alambrados como queriendo  adentrarse en el campo.  Para evitarlo los reseros apuraban la marcha, a los gritos de opa, opa, opa, revoleando los rebenques o los ponchos.

Para controlar mejor a la tropa habían dividido el arreo en secciones: primero la tropilla de caballos, con la yegua madrina haciendo sonar el cencerro, luego marchaba la hacienda liviana, vaquillonas y novillos.  Atrás las vacas con cría y las vacas preñadas, caminando mas despacio.

Por último de todo venían dos carros. En el chico llevaban los víveres: unos cuantos corderos vivos que irían sacrificando en el camino; como así también  pan, yerba, agua, tabaco, vino, leña....

En el  más grande traían los terneros chicos, incluso algunos recién nacidos que los cargaban para no hacerlos caminar.

Fue entonces que mi mamá le habló a mi papá:

-Miguel  ¿por qué no les ofrecés a esa gente los corrales nuestros? Que dejen la hacienda ahí y que se protejan de la tormenta adentro del galpón viejo.

Aceptada la idea con premura fuimos con  mi padre al encuentro a ofrecerles eso.

El capataz, que se llamaba Hilario,  como adivinando nuestra intención se adelantó a todo galope y vino a hablar:

-Claro que acepto don, no sabe cuanto se lo agradezco. ¿Entramos por esta misma tranquera?

Y ahí nomás comenzó a impartir órdenes:

- Vos Andresito, cortá la calle por ahí al frente. ¿Dónde están los corrales don? Opa, opa, opa …..Rápido, rápido, que le quiero ganar al agua.

Todos los reseros revoleaban los rebenques o los ponchos. La hacienda parecía ahora mas tranquila y entraba sin resistencia al campo, al trote y en silencio, como si por fin hubieran encontrado el ansiado cobijo.

Haciendo todo rápido encerraron los animales y fueron hasta el galpón para desensillar los caballos.

En ese momento llegaban los dos carros.

-¿Dónde podemos soltar los caballos don Miguel? preguntó Hilario.

-Allí nomás pueden hacerlo..

Alcanzaron a meterse adentro del galpón cuando se desató una de padre y señor mío.

Era Santa Rosa, la tormenta que preanuncia la llegada de la colorida primavera.

Hilario era un hombre  mayor.

Magro y ágil. Ojos y pelo negros, quizá con algo de sangre aborigen en las venas y con la piel marrón, curtida por vaya uno a saber qué cantidad de arreos hechos a la largo de su vida. Bigotes chicos y bien recortados y en la cara una permanente expresión  de asombro. Hablaba bajo, con voz apagada y nasal.

Adentro del galpón dio las pocas órdenes del caso: a uno le encomendó encender el fuego en el piso de tierra y cerca del portón que quedó abierto, para clavar el asador con el cordero que ya traían preparado y limpio. Otro le cebaba mate. No dejaba de mirar el cielo y cuando lo hacía agrandaba los ojos.

- La pucha cómo llueve, decía.

Todos tenían alguna actividad que hacer: preparar el espacio para las “camas”, que harían con los recados de cada uno o acomodar alguna cosa. Uno de ellos aprovechó y mataba el tiempo armando cigarros.

Debíamos hacer tiempo para que amainara y así poder ir desde el galpón hasta nuestra casa. Compartimos unos mates.

El arreo venía desde Naón. Iba hasta Valdés, unas 28 leguas dijeron, algo más de una semana de marcha.

La tarde  fue convirtiéndose en noche y los hombres hicieron rueda alrededor del fuego.

A su rojizo resplandor los rostros de los reseros parecían mágicas máscaras que se recortaban en medio de la oscuridad, a lo que contribuían sus ropas, también oscuras, principalmente las capas,  “encerados” como se les llamaba.

Hilario hablaba bajito y le comentaba a mi papá:

“Cada uno de nosotros lleva como mínimo dos caballos. Uno de andar y otro, mientras descansa, que  hace de “carguero” porque lleva todas las pertenencias de su dueño, como las mudas de ropa. No hace falta llevarlos de tiro. No son ariscos. Para pasar la noche elegimos algún espacio grande que encontramos a la vera del camino y hacemos guardia de imaginaria, con turnos de dos horas. Durante el día, uno  se adelanta en el camino con el cordero y va prendiendo el fuego y haciéndolo para cuando lleguemos nosotros. En  la chata grande levanto a los terneritos y a los que no son  tan chicos pero que igual están cansados y cuando paramos se los doy a las madres para que estén juntos un rato.  De noche suelen armarse algunas guitarreadas. No me puede faltar ningún animal. Si por desgracia alguno se me muere, lo hago cuerear y llevo el cuero a su dueño. Hace muchos años que estoy en esto. Todos los años hago un viaje llevando hacienda hasta La Pampa. A las rutas asfaltadas no las toco voy todo por caminos de tierra. Sí don Miguel  mucho tranco, no se los puede apurar. Entre la ida y la vuelta tardo  más de dos meses. Sé donde están las aguadas,  los molinos, los pastoreos y en el campo de quién puedo parar un día para hacer descansar la tropa”.

Además de Hilario y de Andresito, recuerdo el nombre de otros reseros: Florencio Benicosa, que era un paisano flaco y alto que usaba un chambergo de alas quebradas, o chambergo “taimado”. Federico Díaz y Alberto “Mocho” Bustos, quién aseguró que además era domador. Por último me acuerdo de  Juan Luís López, que era el mas joven y de Ojeda.

Por fin aflojó la lluvia,  luego paró y un viento fresco nos hizo ver que podrían secarse los caminos. Con mi papá nos despedimos.

-Muchas gracias don Miguel expresaron.

-No hay de qué. ¿Cómo piensan seguir?

-Sino llueve mas –dijo el capataz Hilario- mañana temprano nos vamos. No me gusta estropear los caminos con las pisaduras de los animales pero qué le voy hacer.

-Muy bien, le encargo me deje la tranquera cerrada.

-Así se hará don Miguel.

Nos encaminamos hasta nuestra casa y en el trayecto tuve éste diálogo:

-Papá, algún día quiero irme en un arreo como éste.

-Bueno hijo, cuando terminen las clases….

-Despertame papá, que quiero ver cuando se van.

-Bueno.

Pero al día siguiente y pese a que me levanté temprano, solo quedaban los rastros. Ya se habían ido.

¿Qué fue de ellos? No lo sé. Si se que quedaron en mi memoria para siempre.

Reseros, o troperos o arrieros, un oficio que en Latinoamérica tuvo varios siglos de antigüedad y que hoy  ha desaparecido. Un oficio para gente durísima capaz de sobreponerse a todo tipo de inclemencias climáticas pero que al mismo tiempo ofrecía la posibilidad de obtener la mejor paga de todas, como era la de sentirse libre, la de no echar raíces en ningún sitio, para gente que no se sentía de un lugar en especial sino de todas partes.

La admiración que despertaban era tal que de ellos se ocupó la literatura - novela y poesía -  el cine y la música.

La vida nos da sorpresas. Más de veinte años después acerté a pasar por la ciudad de Bragado no recuerdo si para una fecha patria o para el aniversario de su fundación y como parte de las celebraciones había un gran desfile frente a la Municipalidad.

Desfilaron las escuelas, diversas fuerzas vivas y como cierre agrupaciones tradicionalistas  a caballo.

Estaba yo frente al palco oficial esperando el espectáculo de los jinetes, de sus caballos y emprendados.  Adelante venía el abanderado montado en un caballo oscuro muy bueno y cuando estuvo cerca lo reconocí pese a que se trataba de un hombre ya muy mayor.

¡Era Hilario!

Corrí varias cuadras para saludarlo. Me presenté y le traje a la memoria de donde lo conocía, pero no fue necesario hurgar demasiado, enseguida se acordó:

-Qué gauchada grande  –me dijo acentuando en su rostro la expresión de asombro-  nos hizo su padre.  Con lo asustada que iba la tropa y con el agua que cayó aquella tarde ¡bonita mojadura nos ahorramos!

Y Don Segundo Sombra, la novela de mi vida, la que se me quedó en el alma, adherida como un abrojo en la ropa, a punto tal que muchas veces he pensado que no fue mi padre el que la puso en mis manos, que ni siquiera fui yo quién tomó el libro sino que fue ella misma la que me eligió, movida por las eternas leyes de la atracción y que hoy la recuerdo especialmente, a 30 de agosto, con la tormenta de Santa Rosa.


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