miércoles, 29 de enero de 2020

Las Cosechadoras de Don Félix Picone

Por Miguel Garin

“Hoy mismo, 8 de diciembre de 1950, voy hacer entrar las cosechadoras al campo “Los Prados”, donde tengo sembrado un gran lote de trigo”.

El que así habla es Don Félix Picone,  contratista rural de la estancia Santa Clara, propiedad  de la familia Alzaga y que tiene su base de operaciones en la chacra ubicada muy cerca de la estación ferroviaria de Ortiz de Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires.

Cuando Picone llega a Ortiz de Rozas, hacia 1920, la gran estancia tenía identificados sus campos con distintos nombres, “La Noria”, “El Toro”, “La María Inés”, “La Santa María”, “Las Oscuras”, “Las Agustinas” etc.
Picone, que  por entonces ya no es un agricultor bisoño, sino que por el contrario ya sabe “leer” ciertas cosas del campo, se establece en “El Montecito” porque observa que luego de una gran inundación en ese sitio no hay anegaciones. Allí vivirá hasta casi el final de su vida;  allí construirá casas, galpones, herrería, carnicería, almacén, surtidor de nafta, plantará  árboles, muchos de ellos frutales, preparará los corrales, indispensables para trabajar, porque contará con cientos de vacunos, de porcinos,  de lanares y sobre todo con enormes caballadas, con las que arar, sembrar, cultivar y cosechar a razón de miles de hectáreas por año. Porque  porta en su interior, como un fuego inextinguible, la pasión por la agricultura.

En aquel remoto pasado no hacía tanto tiempo que había concluido la guerra contra el indio, la Conquista del Desierto, solo algunas décadas.
¿Esta había sido zona de indios? ¡Por supuesto que si!, precisamente por donde se juntan los partidos de 25 de Mayo, 9 de Julio y Bragado, pasaron las “primeras lanzas” de nuestras pampas: Calfucurá, Namuncurá, Manuel Grande y el feroz Pincén, asolando los campos y sembrando  el terror.
Claro que en 1920 el campo ya no tenía el problema del indio, eso había quedado atrás, era solo recuerdo, incluso ya existían los alambrados y el tendido del ferrocarril provincial Midland, pero  aún había muy poca población. Los campos de la zona de Ortiz de Rozas presentaban entonces un paisaje monótono y suave  que fueron poco a poco cambiando de fisonomía, merced al trabajo de años realizado por  la estancia y por una gran colonia de chacareros agricultores.
Los trigales terminaron por darle un colorido distinto al campo y promediando el siglo XX era posible ver  inmensas alfombras doradas por todo el distrito.

¡Ah… el trigo! -suspira don Félix Picone-  ¡Ah… mi bienamada criatura!,  ¡hoy mismo voy con las cosechadoras! porque atento a la renovación mecánica que se observa  acaba de comprar dos cosechadoras nuevas marca Massey Harris, con las que piensa acometer la campaña de cosecha. En “Los Prados” tiene sembradas alrededor de 700 hectáreas.
A sus 64 años mantiene intacta la pasión por la agricultura a  pesar de que sabe cuales son los riesgos, que sabe que la suerte es mudable, que la lluvia, que la seca, que la piedra, que las plagas pueden venir en cualquier momento. Por otro lado también conoce de exuberantes resultados, pero son los rubios cabellos del trigo los que ejercen sobre él una seducción irresistible, ¡siembra para vivir y vive para sembrar!

En la estancia Santa Clara le dispensan confianza y él no tiene inconvenientes para acordar con sus dueños los campos que se prefieran sembrar.

-“Pero no por eso  -solía acotar el propio don Félix- dejan de controlarme y la estancia  hace lo que debe. Para ello suele viajar en tren desde Buenos Aires un miembro de la administración.  Aquí en la estación de Ortiz de Rozas lo esperan  y  salen a recorrer y a verificar mi  cumplimiento  con lo acordado”.

Ahora don Félix mira el trigo en el campo “Los Prados” y comprueba que  esta listo para la cosecha.
Mira el trigo, piensa en sus hijos, ya casi todos encaminados, piensa en la casa nueva que habita en su chacra desde hace algunos años y sonríe. El monte de frutas está rindiendo a pleno. Las flores que  adornan los jardines  y que son obra de su esposa Polonia y de sus hijas ya no le parecen una pérdida de tiempo sino que han terminado por ganarle la simpatía porque las visitas no dejan  de  ponderárselas.
Don Félix experimenta una satisfacción serena, que le llega desde el fondo del espíritu.

En el horizonte se aprecia una formación de nubes azules que se elevan al cielo como montañas y una nube blanca cruza a estas como una cuchilla.
Don Félix mira al cielo y no lo puede creer:

-¿Puede ser? ¿Justo ahora? – se pregunta, entre incrédulo y preocupado.  No  -se consuela-  quizá pase de largo.

No se anima a pronunciar la palabra tan temida, pero lo cierto es que en la atmósfera hay tensión.

-No creo que pase nada –se tranquiliza por momentos- ¡Sería el colmo de la mala suerte! ¡Después de tanto trabajo y con lo lindo que está este trigo!

No tiene cómo desprenderse del desasosiego que aquellas nubes del horizonte le producen y se vuelve para mirarlas otra vez mientras piensa: “estas tormentas atacan por mangas y tal vez le toque a otro y no a mí”.

Porque ahora ya no tiene dudas, las nubes se vienen, se vienen...

Entre tanto en el día de ayer su esposa Polonia y sus hijas han estado en “Los Prados”. Han visto el trigo, esbelto, magnífico, con su afamado color oro...
Y en la casilla ubicada en el campo  sus hijos Atilio y Roberto y su nieto Pablo Cárcano,  preparan y controlan el trabajo por venir.

Cuando los indios de Pincén maloqueaban  esta zona, atacaban por la misma dirección que hoy ocupa la tormenta.
Caían aquellos bárbaros con  alaridos rugientes y depredaban todo, prendían fuego a las poblaciones, secuestraban a las mujeres, se llevaban las haciendas, y dejaban  tras su paso  muerte y desolación.

De pronto la atmósfera se pone serenita, con una quietud siniestra y un silencio total se apodera íntegramente del campo. Los pájaros lo cruzan a la carrera buscando el amparo de sus nidos y el aroma del aire llega con el olor de la lluvia sobre la tierra.
-¡No hay nada que hacerle –dice por fin don Félix- es  tormenta de piedra!
Y fue piedra. Aquella cosecha que prometía ser antológica y a la que se esperaba con las palmas abiertas como si fuera un maná, en minutos se convirtió en nada, como si un malón de mil lanzas cayera sobre “Los Prados”.

-De paso –comentaba  Atilio Picone- la piedra golpeó también al maíz y al girasol que aún eran chicos.

-En casa –decía una de las hijas,  María Ester- nadie se animaba a hablarle a papá, sentado como estaba en su sillón  y encerrado en un silencio que a todos nos daba miedo. Recién a la tardecita se puso en movimiento.
-A la tardecita –prosiguió Atilio- papá nos vino a buscar a la casilla. Cuando pasamos por la estación de trenes  vimos la destrucción  que la piedra había hecho en los montes de los alrededores, donde había un colchón de hojas y de  ramas rotas.
Pero lo que más me llamó la atención –finalizó Atilio-   es que  papá no emitió  ni una sola maldición, ni una sola mala palabra ¡ni en aquel momento ni nunca!

Es que don Félix no conocía de lamentaciones;  no le gustaba llorar sobre la leche vertida y entonces no sacaba de su intimidad  ni un gramo de  insultos. ¿Para qué?
Nacido en Sicilia, Italia, en 1886, viajó solo a la Argentina cuando contaba con trece años de edad para reunirse con su hermano Vicente y formar parte de esa legión de inmigrantes que vino al país para dejar los más diversos ejemplos y que hoy los recordamos con pena porque no somos capaces de emularlos.
En la ciudad de Rojas conoció a Polonia Basualdo, que fue su esposa y madre de catorce hijos.
Le gustó cultivar amistades y fue frecuente que en su casa hubiera invitados a comer.
Como muchos inmigrantes  careció de títulos universitarios, careció de ilustración formal, pero derrochó sabiduría intuitiva, y los únicos títulos que pudo exhibir fueron los conseguidos al calor, al frío y a los vientos del campo, que resultaron tan válidos como aquellos otros.
Seguramente aquella tormenta del año 1950 que en el recuerdo familiar quedó “como la vez que la pedrada privó a Don Félix de una gran cosecha”  (y que siempre se describió con aires de tragedia),  le haya provocado trastornos económicos; sin embargo,  mientras las nubes derramaban sus temibles piedras él ya estaba urdiendo la próxima campaña porque ni por un momento dejó de pensar en lo que sabía hacer y que tanta  pasión le despertaba: sembrar,  sembrar, sembrar.

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