Por Miguel Garin
“Hoy mismo, 8 de diciembre de 1950, voy hacer entrar
las cosechadoras al campo “Los Prados”, donde tengo sembrado un gran lote de
trigo”.
El que así habla es Don Félix Picone,
contratista rural de la estancia Santa Clara, propiedad de la familia Alzaga y que tiene su base de
operaciones en la chacra ubicada muy cerca de la estación ferroviaria de Ortiz
de Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires.
Cuando Picone llega a Ortiz de Rozas, hacia 1920, la gran estancia tenía
identificados sus campos con distintos nombres, “La Noria ”, “El Toro”, “La
María Inés ”, “La Santa María ”, “Las Oscuras”,
“Las Agustinas” etc.
Picone, que por entonces ya no es
un agricultor bisoño, sino que por el contrario ya sabe “leer” ciertas cosas
del campo, se establece en “El Montecito” porque observa que luego de una gran
inundación en ese sitio no hay anegaciones. Allí vivirá hasta casi el final de
su vida; allí construirá casas,
galpones, herrería, carnicería, almacén, surtidor de nafta, plantará árboles, muchos de ellos frutales, preparará
los corrales, indispensables para trabajar, porque contará con cientos de
vacunos, de porcinos, de lanares y sobre
todo con enormes caballadas, con las que arar, sembrar, cultivar y cosechar a
razón de miles de hectáreas por año. Porque porta en su interior, como un fuego
inextinguible, la pasión por la agricultura.
En aquel remoto pasado no hacía tanto tiempo que había concluido la guerra
contra el indio, la Conquista
del Desierto, solo algunas décadas.
¿Esta había sido zona de indios? ¡Por supuesto que si!, precisamente por
donde se juntan los partidos de 25 de Mayo, 9 de Julio y Bragado, pasaron las
“primeras lanzas” de nuestras pampas: Calfucurá, Namuncurá, Manuel Grande y el feroz
Pincén, asolando los campos y sembrando
el terror.
Claro que en 1920 el campo ya no tenía el problema del indio, eso había
quedado atrás, era solo recuerdo, incluso ya existían los alambrados y el
tendido del ferrocarril provincial Midland, pero aún había muy poca población. Los campos de la
zona de Ortiz de Rozas presentaban entonces un paisaje monótono y suave que fueron poco a poco cambiando de fisonomía,
merced al trabajo de años realizado por la estancia y por una gran colonia de
chacareros agricultores.
Los trigales terminaron por darle un colorido distinto al campo y
promediando el siglo XX era posible ver inmensas
alfombras doradas por todo el distrito.
¡Ah… el trigo! -suspira don Félix Picone- ¡Ah… mi bienamada criatura!, ¡hoy mismo voy con las cosechadoras!
porque atento a la renovación mecánica que se observa acaba de comprar dos cosechadoras nuevas marca
Massey Harris, con las que piensa acometer la campaña de cosecha. En “Los
Prados” tiene sembradas alrededor de 700 hectáreas .
A sus 64 años mantiene intacta la pasión por la agricultura a pesar de que sabe cuales son los riesgos, que
sabe que la suerte es mudable, que la lluvia, que la seca, que la piedra, que
las plagas pueden venir en cualquier momento. Por otro lado también conoce de
exuberantes resultados, pero son los rubios cabellos del trigo los que ejercen
sobre él una seducción irresistible, ¡siembra para vivir y vive para sembrar!
En la
estancia Santa Clara le dispensan confianza y él no tiene inconvenientes para
acordar con sus dueños los campos que se prefieran sembrar.
-“Pero no por eso
-solía acotar el propio don Félix- dejan de controlarme y la
estancia hace lo que debe. Para ello
suele viajar en tren desde Buenos Aires un miembro de la administración. Aquí en la estación de Ortiz de Rozas lo
esperan y salen a recorrer y a verificar mi cumplimiento
con lo acordado”.
Ahora don Félix mira el trigo en el campo “Los
Prados” y comprueba que esta listo para
la cosecha.
Mira el
trigo, piensa en sus hijos, ya casi todos encaminados, piensa en la casa nueva
que habita en su chacra desde hace algunos años y sonríe. El monte de frutas
está rindiendo a pleno. Las flores que
adornan los jardines y que son
obra de su esposa Polonia y de sus hijas ya no le parecen una pérdida de tiempo
sino que han terminado por ganarle la simpatía porque las visitas no dejan de
ponderárselas.
Don Félix
experimenta una satisfacción serena, que le llega desde el fondo del espíritu.
En el
horizonte se aprecia una formación de nubes azules que se elevan al cielo como
montañas y una nube blanca cruza a estas como una cuchilla.
Don Félix
mira al cielo y no lo puede creer:
-¿Puede ser? ¿Justo ahora? – se pregunta, entre
incrédulo y preocupado. No -se consuela- quizá pase de largo.
No se anima
a pronunciar la palabra tan temida, pero lo cierto es que en la atmósfera hay tensión.
-No creo que pase nada –se tranquiliza por
momentos- ¡Sería el colmo de la mala suerte! ¡Después de tanto trabajo y con lo
lindo que está este trigo!
No tiene
cómo desprenderse del desasosiego que aquellas nubes del horizonte le producen
y se vuelve para mirarlas otra vez mientras piensa: “estas tormentas atacan por mangas y tal vez le toque a otro y no a mí”.
Porque ahora ya no tiene dudas, las nubes se vienen,
se vienen...
Entre tanto
en el día de ayer su esposa Polonia y sus hijas han estado en “Los Prados”. Han
visto el trigo, esbelto, magnífico, con su afamado color oro...
Y en la
casilla ubicada en el campo sus hijos Atilio
y Roberto y su nieto Pablo Cárcano, preparan
y controlan el trabajo por venir.
Cuando los
indios de Pincén maloqueaban esta zona,
atacaban por la misma dirección que hoy ocupa la tormenta.
Caían
aquellos bárbaros con alaridos rugientes
y depredaban todo, prendían fuego a las poblaciones, secuestraban a las
mujeres, se llevaban las haciendas, y dejaban
tras su paso muerte y desolación.
De pronto
la atmósfera se pone serenita, con una quietud siniestra y un silencio total se
apodera íntegramente del campo. Los pájaros lo cruzan a la carrera buscando el
amparo de sus nidos y el aroma del aire llega con el olor de la lluvia sobre la
tierra.
-¡No hay nada que hacerle –dice por fin don Félix-
es tormenta de piedra!
Y fue
piedra. Aquella cosecha que prometía ser antológica y a la que se esperaba con
las palmas abiertas como si fuera un maná, en minutos se convirtió en nada,
como si un malón de mil lanzas cayera sobre “Los Prados”.
-De paso –comentaba Atilio Picone- la piedra golpeó también al
maíz y al girasol que aún eran chicos.
-En casa –decía una de las hijas, María Ester- nadie se animaba a hablarle a
papá, sentado como estaba en su sillón y
encerrado en un silencio que a todos nos daba miedo. Recién a la tardecita se
puso en movimiento.
-A la tardecita
–prosiguió Atilio- papá nos vino a buscar a la casilla. Cuando pasamos por la
estación de trenes vimos la
destrucción que la piedra había hecho en
los montes de los alrededores, donde había un colchón de hojas y de ramas rotas.
Pero lo que más me llamó la atención –finalizó
Atilio- es que papá no emitió ni una sola maldición, ni una sola mala
palabra ¡ni en aquel momento ni nunca!
Es que don
Félix no conocía de lamentaciones; no le
gustaba llorar sobre la leche vertida y entonces no sacaba de su intimidad ni un gramo de
insultos. ¿Para qué?
Nacido en
Sicilia, Italia, en 1886, viajó solo a la Argentina cuando contaba con trece años de edad
para reunirse con su hermano Vicente y formar parte de esa legión de
inmigrantes que vino al país para dejar los más diversos ejemplos y que hoy los
recordamos con pena porque no somos capaces de emularlos.
En la
ciudad de Rojas conoció a Polonia Basualdo, que fue su esposa y madre de
catorce hijos.
Le gustó
cultivar amistades y fue frecuente que en su casa hubiera invitados a comer.
Como muchos
inmigrantes careció de títulos
universitarios, careció de ilustración formal, pero derrochó sabiduría
intuitiva, y los únicos títulos que pudo exhibir fueron los conseguidos al
calor, al frío y a los vientos del campo, que resultaron tan válidos como
aquellos otros.
Seguramente
aquella tormenta del año 1950 que en el recuerdo familiar quedó “como la vez que la pedrada privó a Don Félix de una gran cosecha” (y que siempre se describió con aires de
tragedia), le haya provocado trastornos
económicos; sin embargo, mientras las nubes derramaban sus temibles piedras
él ya estaba urdiendo la próxima campaña porque ni por un momento dejó de
pensar en lo que sabía hacer y que tanta
pasión le despertaba:
sembrar, sembrar, sembrar.
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