Por Miguel Garin
- Vos lo que deberías hacer –me dijo mamá en un tono bastante imperativo una noche- es escribirle una carta a los hermanos Emiliozzi.
- ¿Yo? ¿A Emiliozzi? ¡Pero mamá! ¿Qué disparate es
ese? ¡Con lo importantes que son! ¿Qué les podría decir yo a ellos?
- ¿Y no hay nada para decirles? –insistió con la
mirada fija- les podrías decir quién sos, donde vivís, a que escuela vas, a que
grado,, pero por sobre todo (y eso seguro que les va a gustar) les podrías
decir hasta que punto te pone feliz que a ellos les vaya bien en cada carrera
de autos en las que compiten.
En 1965,
cuando sucedía esto yo tenía once años de edad y era fanático de los hermanos
de Olavarría a quienes rendía desbordante admiración, como solemos hacerlo los
chicos, idealizando hasta el extremo a nuestros ídolos y adjudicándoles notas
de perfección.
Verdad es que
retirados Fangio y Oscar Gálvez y fallecido Juan Gálvez, los Emiliozzi eran,
con su preparación estudiada, con su enorme cantidad de carreras y campeonatos
ganados, la gran figura del automovilismo argentino y aún del deporte
nacional, por cuanto en ese momento era
tanta la atención que despertaban las carreras de autos que competía en
importancia con el fútbol. Y agregar que también eran –son- un ejemplo de
maciza humildad, de potente sencillez, de trabajo, ahínco, dedicación,
entusiasmo, perseverancia....
-¡Dale, comenzó a escribirles que yo te corrijo! volvió con obstinación y entonces hice un primer
modelo, luego un segundo y hasta un tercero para que finalmente, luego de dos o
tres días y con el visto bueno de la mentora, quedara la versión definitiva.
-¿Y cómo la voy a despachar sino tengo la dirección?
pregunté descreído.
-¡Da igual –me respondió con fastidio mamá- no creo
que exista un solo cartero que no sepa la dirección del taller! vos poné
“Señores Dante y Torcuato Emiliozzi, ciudad de Olavarría” y vas a ver que
llega.
Es así que,
obedeciendo sin mucha convicción, porque todo esto me parecía una pérdida de
tiempo, un sueño, algo imposible, doblé en cuatro el papel, lo metí en el sobre
y me olvidé por completo del asunto.
Fue la primera
carta que escribí en mi vida.
Vivíamos en
nuestra chacra ubicada en el camino a la estación ferroviaria de Ortiz de
Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires.
De aquel
remoto y lejano pasado recuerdo que luego de transcurrido el día en las labores
del campo, cuando llegaba la noche nos metíamos en la cocina de la casa, mis
hermanas, mis padres y yo, prendíamos el farol sol de noche que quedaba en el
centro de la gran mesa y nos entregábamos a conversaciones, estudios, dibujos e
intercambios. También a rezar, después de cenar, porque nadie se retiraba a
dormir sin haberlo hecho.
Era un
ambiente grande en el cual, entronizada, como si de un altar se tratara, había
una cocina a leña que además de cocinar nos proporcionaba una exquisita
calefacción. Para encenderla juntábamos marlo, ramitas pequeñas y bollos de
papel con lo que iniciábamos el fuego. Luego le agregábamos astillas de acacia.
Tanto papá
como mamá rara vez nos castigaban y nunca nos retaban. La libertad con que nos
movíamos era total aunque no exenta de obligaciones porque todos en la casa
teníamos ciertos compromisos de trabajo que debíamos cumplir.
Así, en esa libertad de la que gozábamos, para
organizar juegos en el monte, para alejarnos de la casa y no ser vistos por
nadie, para desarrollar fantasías, para salir a caballo en cualquier momento,
para traer invitados a nuestros primos, en suma en ese “dejar hacer – dejar pasar” todo el mundo parecía feliz.
Ya fuera de
día como de noche nuestros padres nos estimulaban para no caer en aburrimiento,
con actividades, sugiriéndonos lecturas, o creándonos nuevos intereses. En las
horas nocturnas papá solía leer noticias del diario en voz alta, para que todos
escucháramos, incluso veces había que sobre alguna de ellas nos pedía opinión.
Claro que la
persona en la que nos apoyábamos era en nuestra madre, que siempre intercedía
cuando acudíamos como refugio se teníamos penas o aflicciones.
En mi caso me
apuraba a terminar los deberes y a continuación me abocaba a dibujar autos de
carrera y fue así que dibujé todos los autos famosos de la época y que lo hice
tantas veces, con tantos detalles, que bien podría volver hacerlo, porque como
se entiende, el automovilismo despertó en mi una pasión que al día de hoy
conservo. Mamá comprendió mejor que nadie todo esto y por eso tuve con ella un
secreto lazo de unión.
Con frecuencia
nuestro padre viajaba a la ciudad de 25 de Mayo por gestiones o compras que
debían realizarse. Un día regresó cuando ya anochecía. Yo estaba aún afuera de
la casa a metros de distancias cuando me llamó con una novedad.
-Miguelito vení que hay una carta para vos.
-¿Una carta para mi? ¿¿¿???
Más me extrañó
que al entregármela estuvieran también expectantes mamá y Armando Paz, peón de
la casa y hombre muy querido por la familia.
Ayudado por
una linterna la alumbré, decía con escritura manuscrita “Miguel Angel Garín, casilla de correo 9, ciudad de 25 de Mayo Pcia. de
Buenos Aires” y en el remitente lo más inesperado, lo más extraordinario,
lo que jamás pensé que pudiera suceder, “Dante
y Torcuato Emiliozzi – OLAVARRIA” escrita esta con letras mayúsculas como
que la ciudad era más importante que ellos mismos.
Con manos
temblorosas rasgué el sobre y busqué el contenido, una foto con una dedicatoria
que decía “a Miguelito cariñosamente
Emiliozzi T – Dante Emiliozzi”
-¡Una carta de
los campeones del Turismo de Carretera!
-¡A mí!
La explosión
de alegría que experimenté me colocó en estado de exaltación anímica y confieso
que he estado no se qué cantidad de horas a lo largo de los días, de los meses,
de los años, contemplándola. Aún hoy lo hago y al recordar este episodio me veo
como aquel niño de once años en la cocina de la casa rodeado de padres y
hermanas y al calor de la cocina a leña, cuando en realidad me he convertido en
un “respetable” sesentón y vivo muy lejos de la que fue nuestra chacra.
Rasgos
borroneados de la dedicatoria se observan en la vieja foto donde sin embargo
aún se distinguen nítidos los trazos de los firmantes, que perduran con
especial frescura, como perdura la lección que me dejó mamá, que hay
oportunidades en las que tenemos que seguir el impulso del corazón soñando con
cosas “imposibles”, porque es soñándolas como se llega a ellas.
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