miércoles, 12 de febrero de 2020

Los Hijos Se Van


Por Miguel Garin

Cuando inicié aquel viaje a Esquel, el jueves 13 de junio 1974, hacía poco que había cumplido 20 años.

Sentía el impulso de despegar de casa, abrirme paso, caminar solo y una fuerte ilusión me afiebraba el ánimo: llegar hasta ese punto tan lejano del que solo tenía presente su propio nombre y su ubicación en el mapa, y hacerme del trabajo del que amigos míos, residentes allí desde un tiempo antes, me habían hablado.

¡Salir de casa! ¡Desasirme de ese mundo de cariños! ¡Desprenderme de amigos, de hábitos, de paisajes! ¿Cómo sería hacer todo eso?

Creía que la ausencia de mi pueblo  -25 de Mayo, provincia de Buenos Aires –  sería solo temporal y que siempre tendría oportunidades para volver a él cuando quisiera. No podía saberlo entonces (y tardé mucho en cerciorarme),  que aquel viaje era la primera puntada de un largo periplo y que en adelante, salvo un brevísimo período, ya no volvería a residir en mi ciudad natal.

Esquel se me presentaba como una cima dorada y a las dificultades, que fueron ciertas, que las hubo efectivamente, las miraba con alegres esperanzas.

El tren partió puntual a las 16:30 Hs desde la estación Constitución, en Buenos Aires.

Lentamente, casi a paso de hombre, la formación se puso en movimiento y en la medida que le fueron dando vía libre, con las luces en verde, la poderosa máquina de hierro avivó el paso.

Llevaba conmigo abundante material de lectura: el diario, la revista Corsa de la semana y un librito al que recurrí varias veces: “Demián”, de Hermann Hesse.

Eran los días más cortos del año y hacía mucho frío, pero en el interior del tren había buena calefacción. A Las Flores llegamos sobre las 18:30 y era ya de noche cerrada.

En el asiento de tres, viajaba con una elegante abuelita como única compañera, que iba a Olavarría. Del otro lado del pasillo un grupo de personas mayores, alemanes, lo hacían hasta Bariloche. Solo uno de ellos hablaba castellano.

Poco era lo que se podía ver por la ventanilla, así que esas primeras horas las pasé abstraído y pensando en el sentido que tenía para mí este viaje.

A las 23:30 llegamos a Olavarría. Allí bajó mi compañera de asiento y nadie ocupó su lugar de manera que me acomodé lo mejor que pude y dormí unas cuantas horas.

Una voz fuerte, proveniente de no sé dónde, que dijo “Bahía Blanca” me despertó. Eran las cinco de la mañana y el tren hacia una parada de media hora, tiempo suficiente para estirar un poco las piernas. Y de paso visitar la cafetería.

Pero el lugar donde mejor se estaba era en el interior del tren. Si bien no había coche comedor, la oferta de comida  era permanente.

El traqueteo y la monotonía del paisaje, actuaban como potente somnífero y a intervalos de tiempo,  dormía por espacio de una hora.

El tren llegó a Carmen de Patagones al medio día.

Permaneció detenido un largo rato hasta que se decidió a ponerse en marcha y cruzar el puente sobre el rio Negro. Era un día luminoso y el agua brillaba como cristales. Llegamos a Viedma y allí volvió a quedar detenido otro largo rato.

Hubo un importante recambio de pasajeros y en la capital rionegrina subió mucha gente. En mi vagón, del otro lado del pasillo se instaló una familia completa, matrimonio con chicos, en la cual la que llevaba la voz cantante era la abuela, doña Asunta.

Los nuevos compañeros de viaje subieron con diversas comidas que inmediatamente comenzaron a desplegar: milanesas frías, pollo frío, fiambres, bebidas, vino, frutas, galletitas, mate, café ¡una canasta llena! Yo mismo comencé a ligar algo de todos esos manjares, primero con timidez y después con descaro, porque Asunta era pródiga en el convidar….

Cuando llegamos a San Antonio Oeste ya estaba oscureciendo. Miré la hora, eran las 16:30 hs del viernes 14 de junio y yo llevaba 24 horas de viaje.

La locomotora, con afán incansable, seguía imperturbable su marcha por la extensa llanura patagónica, como si sus pulmones necesitaran siempre de vastos horizontes para respirar con expansión.

Allí también hacía mucho frío y cuando ya era de noche advertí que caía una fuerte nevada.

 Con la panza llena y con la buena calefacción, vino el sopor.

Resbalé hacia un sueño profundo y cuando desperté, en la estación de Valcheta, tenía frente a mí a un par de nuevos compañeros de viaje.

Eran un hombre mayor, con un niño de unos cuatro años. Deduje que era el abuelo. Nos presentamos, “Edmundo Salvatierra, a sus órdenes” me dijo. Vestía ropas de gaucho, humildes, limpias y prolijas. El niño era su hijo más pequeño y me enterneció como se trataban mutuamente. Le pedía mimos al padre y este no dejaba de hacérselos.

“Vivo en el campo - me informó - varias estaciones más adelante”, (que en aquellas distancias equivale a decir cientos de kilómetros). “Vine a dejar internada en el hospital a mi señora” “Le hubiera convenido quedar en Jacobacci, pero es que aquí en Valcheta tiene a sus hermanas y a su madre”. “Cuando baje aún tengo dos días de marcha a caballo para llegar hasta mi casa” “Vivimos solos en el campo, cuidando las ovejas, los hijos mayores se fueron al pueblo” “A este chiquito mío le doy todos los gustos porque sé que en cuanto crezca se irá a estudiar y ya no lo veré mas”. “En el pueblo quedará al cuidado de su hermana mayor” “Ahora está muy mimoso porque ya extraña a la mamá”.

Por el trato cariñoso que le daba, por sus palabras amorosas, parecía que toda la ternura y la bondad de la Patagonia habían encontrado en él, alojamiento.

Me habló de su cocina a leña, de cómo es necesario trabajar todos los días sin conocer un domingo o un feriado, de su casa que era de adobe y de cómo, a la larga, los padres quedan solos en el campo.

- “Los hijos se van”, remató con una triste sonrisa. Toda su historia me conmovió profundamente.

Siguió el viaje y casi sin darnos cuenta, los tres nos quedamos dormidos.

Se sucedieron las estaciones, pasamos por Ministro Ramos Mexía, Sierra Colorada, Los Menucos y cuando desperté comprobé con angustia que ya no estaban. “Bajaron en Maquinchao” me informó doña Asunta, al tiempo que me alcanzaba una tasa de caliente café, que tomé parado en el pasillo mientras miraba con desconsuelo la noche a través de la ventanilla. “Te vio tan dormido que no quiso  molestarte” agregó.  Quedé mudo y para siempre con las ganas de saludarlo, de decirle que todo en él me resultaba admirable y que le deseaba suerte a su señora. Quizá también le hubiera servido de algo un abrazo mío.

Alrededor de las 4:30 horas llegamos a Ingeniero Jacobacci, cuando en el interior del vagón  se escuchaban ronquidos de todo tipo.  Ahí debía yo bajar del tren, que seguía para Bariloche, y tomar el  Trochita, en viaje hacia Esquel.

Doña Asunta estaba despierta y quiso bajar para despedirme. 

Hubo que esperar un buen rato y aproximadamente a las 7:00 partió el nuevo tren. Mas chico, con una trocha de 0.75 m. creo recordar que llevaba cuatro vagones de pasajeros. Asientos de madera para dos personas y en el centro una enorme salamandra que la alimentaban los propios pasajeros, con leña o con carbón. En la parte superior la salamandra tenía una gruesa tapa de metal que sirvió durante todo el viaje para calentar las pavas de agua, porque en ningún momento dejó de circular el mate. En las estaciones solían proveernos de más leña.

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El paisaje era monumental, con montañas nevadas, con curvas, con pendientes que parecía que el trencito las subía a duras penas, con bajadas, con puentes, túneles y con muchas sorpresas, porque todo era permanentemente cambiante, por aquí a la derecha una pared a la que se le pasaba muy cerquita, mas allá un viejo puente de hierro, por allí a la izquierda un amplio valle que se abría a nuestros maravillados ojos….

Majestuosidad, inmensidad, belleza, mucha nieve, soledad, precariedad, incomunicación, nunca había visto y nunca volví a ver algo tan solitario como aquello.

Para más sorpresa vimos como el tren,  entre estaciones, detenía su marcha como si fuera un ómnibus,  para que una mamá joven, probablemente mapuche, subiera con su hijito

Entre los pasajeros viajábamos una mayoría que lo hacíamos por primera vez.

“La cordillera” o la “pre cordillera” y que para más precisión bien se podría decir “las pre cordilleras”, en plural, porque tan disímil es un lugar de otro, me hizo pensar que los argentinos vivimos en la ignorancia más absoluta respecto de lo que es la fisonomía,  el semblante,  de nuestra patria.

Por un largo rato, con luz de día, esas impresiones se trasladaron al interior  y adentro del vagón había silencio. Estábamos absortos con las vistas que teníamos. El momento era solemne.

Oscureció temprano. Miré la hora, eran  las 16,30 del sábado 15 de junio. Llevaba yo 48 horas de viaje….

Entre el pasaje viajaba también gente de la zona, conocedores, para quienes las maravillas que veíamos ya no eran novedad. Entre ellos estaban dos hombres, Santibáñez y Mor, de los que unos días después comencé a ser compañero de trabajo, que impidieron que nos aburriéramos, cuando ya era de noche. Pero de eso me voy a ocupar en otra nota.

Se sucedieron las estaciones, mi cansancio era enorme. De vez en cuando alguna curva cerrada nos obligaba a aferrarnos con fuerza, sacándonos del sopor.

Pasamos por Nahuel Pan, la última estación antes de la llegada, y cuando ya no lo esperaba, porque a esas alturas me daba la impresión de que mi vida entera transcurriría  en un viaje eterno, divisamos a lo lejos, hundidas en un valle, las luces de una ciudad.

-Es Esquel – dijeron los conocedores.




Pero aún faltaba el último esfuerzo, una larga, interminable, hora de viaje.

¡Llegamos por fin! Eran las 0:30 horas del domingo 16 de junio.

Desde que abordé el primer tren en Constitución fueron 56 horas de viaje, 36 de las cuales se hicieron durante las  noches.

En cuanto puse los pies en la estación me di cuenta de lo lejos que estaba de casa y se me hizo un nudo en la garganta.

¿Qué estarían haciendo a esas horas mamá, papá, mis hermanos? ¿Y mis amigos? ¿Por dónde andarían?

- “Los hijos se van”  me dijo Edmundo Salvatierra y yo era uno de esos.

El viaje fue casi extenuante, pero tuvo muchos momentos de belleza.

Los argentinos –volví a pensar- somos grandes ignorantes del semblante de nuestra patria.

Nunca había visto y nunca volví a ver lugares tan solitarios y tan propicios para pensar sobre lo alto y sobre lo bello.

Caminamos desde la estación hasta el centro de la ciudad. Estaba igual de lejos que la estación de la ciudad de 25 de Mayo.

El tamaño de Esquel, en esa primera impresión, me pareció algo mas chica que mi ciudad, en cambio su calle principal,  se me figuró muy parecida a la veinticinqueña calle 9.

Di enseguida con el humilde hotel donde dormiría esa noche. Lo distinto era el clima.  Hacía un frío siberiano.

Estaba todo blanco por la nevada y enseguida advertí que eso sí sería algo a lo que me tendría que acostumbrar, algo a lo que tendría que hacerme fuerte,  si de veras quería hacer realidad mis alegres esperanzas.

¡Qué viaje aquel!

 



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