viernes, 30 de junio de 2023

LA NOCHEBUENA (Cuento)

 Por Miguel Garin

Hace tantos años. Con Virginia éramos jóvenes y los chicos estaban en la primaria.

Yo era viajante de comercio. Recorría un extenso territorio visitando importantes ciudades y pueblos intermedios, entre ellos, los del sur de la provincia. Aquel año tenía una gran ilusión de que llegara la Nochebuena. Es que en ese momento comenzarían mis vacaciones. Las pasaríamos en el campo El Tala, que era la chacra de mis suegros, muy cerca de Los Bueyes, la de mis padres. Deseaba estar presente para ver los últimos días de la cosecha del trigo, para andar a caballo o en sulky junto con los chicos y estando tan próximos a las playas, para disfrutar con ellos del aire marino, de la arena y de un buen refresco en el mar.

Recuerdo que ya las grandes ventas de fin de año las había hecho el mes anterior, solo quedaba hacer cobranzas y entregar regalos como atención a los clientes, cosa que haría en una rápida gira.

Hacerla no me molestaba, al contrario, me agradaba. Es que llegar a Ciudad Costera y hospedarme en el hotel Roma era gratificante.

El hotel, ya entrado en años, conservaba muy bien su calidad, con su escalera y pisos de mármol. Había higiene, buena cama, ventiladores en el techo, un restaurant muy bueno y atenciones para los viajantes, aún en pleno verano, cuando la ciudad se llenaba de turistas.

El domingo 19 a la tarde emprendí el viaje. Quería comenzar el trabajo el lunes temprano. Todo pensado para estar de regreso en casa en la tarde del  jueves  23 de diciembre.

Cuando bajé a desayunar me encontré con dos entrañables colegas: Luis Garrido y Benjamín Carvajal. Quedamos en cenar juntos. Ese lunes 20 no me moví de la ciudad. Visité los clientes con arreglo a lo planificado.

En esta época del año la ciudad cobraba actividad. Abrían nuevos comercios de diversos ramos,  se veía a los vendedores ambulantes caminando hacia la playa, unos heladeros, vestidos de riguroso blanco y otros pochocleros o vendedores de garrapiñada o de gaseosas o fotógrafos. La vida nocturna se agitaba y en el hotel había bullicio de chicos y jóvenes. Se olía a crema de bronceador.

Por entonces Ciudad Costera carecía de terminal de ómnibus, así que el transporte de pasajeros paraba en el bar Tokio, enfrente del Roma. A toda hora se escuchaba la llegada de turistas.

Particular revuelo se produjo en la recepción cuando vimos a los integrantes del conjunto musical Los Soñadores.  Harían temporada en el teatro local y se hospedarían en el hotel.

El martes 21 viajé a El Verde,  y a Coronel Aizaga. A la noche volví a encontrarme con mis colegas.

El restaurant del hotel ponía mesas en la galería de la planta alta. Allí recibíamos el agradable beneficio de una corriente de aire fresca y de una vista que nos permitía apreciar toda la ciudad. El sector céntrico estaba separado de la costa por espacios deshabitados, pero aún así desde lejos se podía ver a los grandes chalets, emerger del suelo.

El miércoles 22 viajé a San Gabriel y a la noche regresé al Roma. Todo iba bien.

En realidad desde ese momento ya podría haber comenzado mi regreso. Para ello debí dejar Ciudad Costera, que era mi base de funcionamiento. Pero el hotel organizaba la despedida del año. El dueño y su señora me convencieron a quedarme una noche más.

Habían preparado un escenario y después de la cena subieron Los Soñadores.

El conjunto estaba formado por un trío de hermosas voces que ejecutaban  un requinto y dos guitarras. Era la música de la época, que venía inspirada en los grandes  del bolero mexicano.  Los conocíamos gracias a la radio. En cuanto comenzó el vibrante punteo del requinto y se reconoció la melodía, hubo un gran aplauso. Cantaron “Sin ti”,  “La última copa” y “Cuando calienta el sol”. Quedé maravillado.

Mi cabeza me llevaba a otro lugar. Quería llegar a casa. No podía imaginar lo que me esperaba.

El Jueves 23 me despedí de mis amigos y del personal del hotel y me dirigí al último punto de la gira,  la ciudad de Nueva Granada. Tenía pensado terminar y desde allí emprender el viaje de vuelta a casa. Llegaría  tarde, pero con la tarea finalizada y el viernes sería todo mío para ir al campo,  sin prisas, con la familia.

Saliendo de Nueva Granada, cuando ya había andado más de una hora por aquellos caminos entoscados del sur de la provincia, se me cruzó un zorro. Lo lleve por delante con un fuerte golpe. Me detuve y comprobé que el faro derecho estaba hecho añicos. Y del radiador no podía asegurar que estuviera intacto.

Atónito miré el cielo, ya anochecía.

“Todas las noches nubladas son oscuras – pensé- esta será nublada, luego también será oscura y yo con un solo faro”.  Esta deducción me produjo desconsuelo.

Pasando por el pueblo de Pehuenche decidí entrar. Resolví hacer noche en el humilde hotel. Al otro día continuaría viaje, sin necesidad de luz.

Pedir una comunicación telefónica con Virginia era esperar horas. En cambio le envié  un telegrama explicándole mi tardanza.

A la mañana siguiente, 24 de diciembre, bien temprano,  retomé. Siendo casi quinientos kilómetros, estimé llegar a las 15:30 horas. Cuando por fin dejé el camino entoscado y subí a la ruta me encontré con un tráfico intenso de camiones de cereales en dirección al puerto, y en sentido contrario, con turistas que iban con destino a los balnearios. Así se hizo lento mi desplazamiento.

Unos kilómetros más adelante me sorprendió una tormenta de verano, con fuertes vientos cruzados que me provocaron miedo y mayor retraso.

Me abrumaba la sucesión de infortunios sobre los que no tenía control. Pero aún faltaban. Habría más.

La posible avería en el radiador se confirmó y a la altura de Pincén me detuve en la estación de servicio, en la que había un taller. Ya era pasado el mediodía. El mecánico aceptó  repararlo, pero me advirtió que el trabajo demandaría por lo menos dos horas.

Sabiendo que estaba perdiendo un valioso tiempo, me puse más ansioso.

¡Ah…..si no me hubiera quedado esa noche en el hotel Roma –me lamentaba- nada de esto me hubiera sucedido!

Finalmente cuando el coche estuvo reparado continué la marcha. Aún me faltaban trescientos largos kilómetros, Ahora mi nueva estimación  me decía que podría llegar a las 19:30 horas.

Pero no cambió la suerte. Luego de un rato me encontré con una enorme caravana de autos detenida en la ruta. Había ocurrido un accidente y el tránsito estuvo cortado más de una hora. Estando detenido no paraba de hacer cálculos. Llegué a suponer que jamás llegaría. Por un momento no tuve ni una brizna de esperanza. Me acuerdo que cuando liberaron ya entraba el sol. Mis cuentas me decían que faltándome ciento veinte kilómetros, tendría que llegar después de las 22 horas.

-¿Qué estarían pensando Virginia y los chicos? ¿Finalmente podría estar presente, aunque más no fuera,  para brindar a las doce de la noche? ¿Era mucho pedir?

Pasé como poseído por Villa General Viale, Fray Luis Millán y Romerales. A los últimos kilómetros los hice a la velocidad que más pude, siempre con un solo faro, casi adivinando el camino. En el Puesto Caminero El Soldado había un cartel que decía “Velocidad máxima 20 km”. Pasé a 120. Pero ya no había en la ruta ni un solo efectivo, todos estaban adentro, entiendo que preparando su cena.

Cuando llegué a casa me encontré con una nota de Virginia sobre la mesa. Su hermana Zulema los había pasado a buscar y me esperaban en El Tala. Dejó preparada toda mi ropa. Me cambié y salí como loco para el campo.

Esta vez el destino estuvo de mi lado y llegué justo a tiempo para la cena de la Nochebuena ¡a las diez y media de la noche!

Mis familiares me recibieron con los brazos abiertos y me dieron una cálida bienvenida.

Después de tantos imprevistos pude disfrutar de una noche mágica, aún la tengo muy presente,  y me sentí agradecido de haber llegado a tiempo.

-¡Qué alivio!

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