Por Miguel Garin
Hace tantos años. Con Virginia éramos jóvenes y los chicos estaban en la primaria.
Yo era viajante de comercio. Recorría un extenso territorio visitando importantes ciudades y pueblos intermedios, entre ellos, los del sur de la provincia. Aquel año tenía una gran ilusión de que llegara la Nochebuena. Es que en ese momento comenzarían mis vacaciones. Las pasaríamos en el campo El Tala, que era la chacra de mis suegros, muy cerca de Los Bueyes, la de mis padres. Deseaba estar presente para ver los últimos días de la cosecha del trigo, para andar a caballo o en sulky junto con los chicos y estando tan próximos a las playas, para disfrutar con ellos del aire marino, de la arena y de un buen refresco en el mar.
Recuerdo que ya las grandes
ventas de fin de año las había hecho el mes anterior, solo quedaba hacer
cobranzas y entregar regalos como atención a los clientes, cosa que haría en
una rápida gira.
Hacerla no me molestaba, al
contrario, me agradaba. Es que llegar a Ciudad Costera y hospedarme en el hotel
Roma era gratificante.
El hotel, ya entrado en
años, conservaba muy bien su calidad, con su escalera y pisos de mármol. Había
higiene, buena cama, ventiladores en el techo, un restaurant muy bueno y
atenciones para los viajantes, aún en pleno verano, cuando la ciudad se llenaba
de turistas.
El domingo 19 a la tarde emprendí
el viaje. Quería comenzar el trabajo el lunes temprano. Todo pensado para estar
de regreso en casa en la tarde del jueves
23 de diciembre.
Cuando bajé a desayunar me encontré con dos entrañables colegas: Luis Garrido y Benjamín Carvajal. Quedamos en cenar juntos. Ese lunes 20 no me moví de la ciudad. Visité los clientes con arreglo a lo planificado.
En esta época del año la ciudad
cobraba actividad. Abrían nuevos comercios de diversos ramos, se veía a los vendedores ambulantes caminando
hacia la playa, unos heladeros, vestidos de riguroso blanco y otros pochocleros
o vendedores de garrapiñada o de gaseosas o fotógrafos. La vida nocturna se
agitaba y en el hotel había bullicio de chicos y jóvenes. Se olía a crema de
bronceador.
Por entonces Ciudad Costera
carecía de terminal de ómnibus, así que el transporte de pasajeros paraba en el
bar Tokio, enfrente del Roma. A toda hora se escuchaba la llegada de turistas.
Particular revuelo se
produjo en la recepción cuando vimos a los integrantes del conjunto musical Los
Soñadores. Harían temporada en el teatro
local y se hospedarían en el hotel.
El martes 21 viajé a El
Verde, y a Coronel Aizaga. A la noche
volví a encontrarme con mis colegas.
El restaurant del hotel
ponía mesas en la galería de la planta alta. Allí recibíamos el agradable
beneficio de una corriente de aire fresca y de una vista que nos permitía apreciar
toda la ciudad. El sector céntrico estaba separado de la costa por espacios
deshabitados, pero aún así desde lejos se podía ver a los grandes chalets,
emerger del suelo.
El miércoles 22 viajé a San
Gabriel y a la noche regresé al Roma. Todo iba bien.
En realidad desde ese
momento ya podría haber comenzado mi regreso. Para ello debí dejar Ciudad
Costera, que era mi base de funcionamiento. Pero el hotel organizaba la
despedida del año. El dueño y su señora me convencieron a quedarme una noche
más.
Habían preparado un
escenario y después de la cena subieron Los Soñadores.
El conjunto estaba formado por un trío de hermosas voces que ejecutaban un requinto y dos guitarras. Era la música de la época, que venía inspirada en los grandes del bolero mexicano. Los conocíamos gracias a la radio. En cuanto comenzó el vibrante punteo del requinto y se reconoció la melodía, hubo un gran aplauso. Cantaron “Sin ti”, “La última copa” y “Cuando calienta el sol”. Quedé maravillado.
Mi cabeza me llevaba a otro
lugar. Quería llegar a casa. No podía imaginar lo que me esperaba.
El Jueves 23 me despedí de
mis amigos y del personal del hotel y me dirigí al último punto de la gira, la ciudad de Nueva Granada. Tenía pensado terminar
y desde allí emprender el viaje de vuelta a casa. Llegaría tarde, pero con la tarea finalizada y el
viernes sería todo mío para ir al campo, sin prisas, con la familia.
Saliendo de Nueva Granada,
cuando ya había andado más de una hora por aquellos caminos entoscados del sur
de la provincia, se me cruzó un zorro. Lo lleve por delante con un fuerte
golpe. Me detuve y comprobé que el faro derecho estaba hecho añicos. Y del
radiador no podía asegurar que estuviera intacto.
Atónito miré el cielo, ya anochecía.
“Todas las noches nubladas son oscuras – pensé- esta será nublada, luego también será oscura y yo con un solo faro”. Esta deducción me produjo desconsuelo.
Pasando por el pueblo de
Pehuenche decidí entrar. Resolví hacer noche en el humilde hotel. Al otro día
continuaría viaje, sin necesidad de luz.
Pedir una comunicación telefónica
con Virginia era esperar horas. En cambio le envié un telegrama explicándole mi tardanza.
A la mañana siguiente, 24 de
diciembre, bien temprano, retomé. Siendo
casi quinientos kilómetros, estimé llegar a las 15:30 horas. Cuando por fin
dejé el camino entoscado y subí a la ruta me encontré con un tráfico intenso de
camiones de cereales en dirección al puerto, y en sentido contrario, con
turistas que iban con destino a los balnearios. Así se hizo lento mi
desplazamiento.
Unos kilómetros más adelante
me sorprendió una tormenta de verano, con fuertes vientos cruzados que me
provocaron miedo y mayor retraso.
Me abrumaba la sucesión de
infortunios sobre los que no tenía control. Pero aún faltaban. Habría más.
La posible avería en el
radiador se confirmó y a la altura de Pincén me detuve en la estación de
servicio, en la que había un taller. Ya era pasado el mediodía. El mecánico
aceptó repararlo, pero me advirtió que
el trabajo demandaría por lo menos dos horas.
Sabiendo que estaba perdiendo un valioso tiempo, me puse más ansioso.
¡Ah…..si no me hubiera quedado esa noche en el hotel Roma –me lamentaba- nada de esto me hubiera sucedido!
Finalmente cuando el coche
estuvo reparado continué la marcha. Aún me faltaban trescientos largos
kilómetros, Ahora mi nueva estimación me
decía que podría llegar a las 19:30 horas.
Pero no cambió la suerte. Luego de un rato me encontré con una enorme caravana de autos detenida en la ruta. Había ocurrido un accidente y el tránsito estuvo cortado más de una hora. Estando detenido no paraba de hacer cálculos. Llegué a suponer que jamás llegaría. Por un momento no tuve ni una brizna de esperanza. Me acuerdo que cuando liberaron ya entraba el sol. Mis cuentas me decían que faltándome ciento veinte kilómetros, tendría que llegar después de las 22 horas.
-¿Qué estarían pensando Virginia y los chicos? ¿Finalmente podría estar presente, aunque más no fuera, para brindar a las doce de la noche? ¿Era mucho pedir?
Pasé como poseído por Villa
General Viale, Fray Luis Millán y Romerales. A los últimos kilómetros los hice
a la velocidad que más pude, siempre con un solo faro, casi adivinando el
camino. En el Puesto Caminero El Soldado había un cartel que decía “Velocidad
máxima 20 km”. Pasé a 120. Pero ya no había en la ruta ni un solo efectivo,
todos estaban adentro, entiendo que preparando su cena.
Cuando llegué a casa me
encontré con una nota de Virginia sobre la mesa. Su hermana Zulema los había
pasado a buscar y me esperaban en El Tala. Dejó preparada toda mi ropa. Me
cambié y salí como loco para el campo.
Esta vez el destino estuvo
de mi lado y llegué justo a tiempo para la cena de la Nochebuena ¡a las diez y
media de la noche!
Mis familiares me recibieron
con los brazos abiertos y me dieron una cálida bienvenida.
Después de tantos imprevistos pude disfrutar de una noche mágica, aún la tengo muy presente, y me sentí agradecido de haber llegado a tiempo.
-¡Qué alivio!
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