Por Miguel Garin
Hacía muchísimos años que no
lo veía.
Lo encontré más viejo,
claro, pero bien conservado. Estuvimos hablando un buen rato y ahora, como
entonces, volvimos a estar de acuerdo en todo, pese a que tocamos una variedad
de temas.
El intercambio me resultó
agradable y si bien no quedamos en volver a vernos, nos estrechamos con
sinceridad las manos cuando nos despedimos.
Fue el oficial de policía que investigó cuando nos asaltaron.
A Silvio Cantalupi le
encantaba dormir la siesta.
También, con el trajín
diario que tenía, cómo para no sentir ganas de descansar. Se levantaba a las 4:00
de la mañana. Tenía turno para cargar en la planta láctea a las 5. Llevaba el
termo en el camión y en el camino desayunaba. Luego salía para el reparto. A
casa regresaba a las 14:30, almorzaba y después de una sobremesa no muy larga entreabría
la ventana del dormitorio para que ingresara una corriente de aire
fresco proveniente del patio emparrado. El patio a su vez comunicaba con un
montecito de paraísos. Aún en pleno verano el aire que desde allí llegaba era
reparador. Fuera de ese sector sombreado, la tierra hervía y el asfalto de la
calle reverberaba con fuerza. Era el momento del día y el sitio de la casa que
más le gustaba.
-¡Ah…..la siesta! ¡Ah… el airecito de la ventana!
Silvio dormía con ganas una hora y media. Luego se levantaba y volvía al reparto. Tenía que cobrar facturas por entregas que había hecho a la mañana. O recoger envases vacíos. O tomar algunos pedidos para el día siguiente. Hasta que daba por concluida la jornada, pasadas las ocho y media de la noche.
-Silvio -le decían sus amigos- este trabajo ya no es para vos. Es mucho esfuerzo. Ya no tenés edad y hasta la memoria te empieza a fallar. Además con tantas cuentas que te quedan sin cobrar, todavía vas a terminar fundiéndote.
No hubo caso. Silvio siguió
haciendo lo de todos los días, lo de todos los meses y los años. Hacía varias
décadas que se dedicaba al reparto. No
podía entender cómo, si con esta actividad había sido el sostén de la familia,
si había consolidado una buena posición, ahora se veía envuelto en estos
problemas. Decidió no cambiar nada, simplemente estaría más atento. El
resultado que obtuvo no fue mucho mejor. En los últimos tiempos perdía facturas
que luego no podía cobrar. No anotaba lo que los clientes le debían porque
confiaba en ellos y se fiaba de su propia memoria, lo que era un error. Comenzó
a endeudarse. Primero como un goteo, una cosa menor, casi imperceptible.
Después mucho más.
La deuda con la empresa
láctea no hacía otra cosa que crecer y eso motivó la preocupación del gerente
que lo llamó a la oficina. También su
mujer expresó desconfianza. No de
él, sino de su capacidad para manejar el
negocio.
-Silvio, te has puesto viejo –le rezongaba- ¡escuchá
lo que te dicen tus amigos!
Ella lo amilanaba.
Los ladrones provinieron de
la ciudad de Rosario.
Habían llegado a Mar del
Plata no a vacacionar sino a delinquir. Promediaba la década del 80´ y Mar del
Plata era en toda regla la ciudad turística más importante del país. La banda,
compuesta por tres matrimonios jóvenes con chicos y un integrante soltero,
entendió que era una buena plaza para el trabajo que planeaba hacer.
Alquilaron una casita en el
puerto. El día que nos asaltaron, venían de cometer un hecho similar.
Después de varios golpes que hicieron, el negocio se les terminó abruptamente.
Al final la mujer de Silvio
se cansó de que en casa no se hablara de otra cosa que no fuera la deuda y
decidió tomar el toro por las astas.
-Mirá Silvio –le dijo con autoridad- sabés bien cómo es que tenemos esta casa. Fue una herencia que recibí. Aquí nací y me crié. Pero estoy dispuesta a venderla y pagar esa deuda, con el fin de terminar con ella y comenzar de nuevo con algo más chico, más fácil de controlar, un mercadito de frutas por ejemplo. Eso sí, al próximo negocio, sea el que sea, lo manejo yo.
¡Desprenderse de esa casa! ¡Cuánto
extrañaría le ventana con el airecito de la siesta! Herido en el amor propio
pero consciente que con sus desaciertos ya no era capaz, no le quedó otro
camino que aceptar.
La casa, que estaba afuera de la ciudad, en un sitio muy lindo, se vendió rápidamente y con el anticipo del pago Silvio fue a saldar la deuda.
Cuando nos robaron era un
día viernes, a eso de las once de la mañana. En total en la oficina éramos
nueve personas incluyendo al gerente y al contador. En el sector de caja había
mucho dinero y cheques.
El líder de la banda entró pateando la puerta y a los gritos.
-¡Todo el mundo al suelo, esto es un asalto! –ladró
como perro rabioso- y para confirmar lo dicho disparó dos veces el revólver.
Era un tipo de aspecto temible.
-¿Quien tiene la llave de la caja fuerte? -inquirió
con vehemencia- ¡rápido, rápido la quiero ya, sino quieren que alguno de
ustedes muera!
-Yo sé donde está la llave -dijo una de las chicas-
-¡Vení para acá la puta que te parió –le dijo mientras la agarraba con furia del pelo - y abrí la caja de una vez!
Desde el suelo, donde estábamos
boca abajo, oímos como revolvían todo, cómo vaciaban cajones y estantes de
armarios. Se oyeron los insultos. Y los sollozos de miedo de los cajeros a
quienes golpearon. El botín fue bueno y los chorros estuvieron apurados por
marcharse.
Se fueron en el mismo auto que vinieron.
En el preciso momento en que
los ladrones irrumpieron, Silvio estaba del otro lado de la ventanilla pagando
la deuda. En la gran confusión le extendieron el recibo sin recibir primero el
dinero.
Instantes después todo fue prepotencia.
También él se vio forzado a tirarse al suelo y permanecer boca abajo. Fue
entonces que se dio cuenta que tenía el recibo en un bolsillo y el dinero en el
otro. No había alcanzado a entregarlo. ¿Sería esta la gran oportunidad para
salvar la casa?
Unos minutos después llegó la policía.
Así fue como lo conocí al
oficial que hizo la investigación.
Por él nos enteramos que un
rato antes había sucedido otro asalto en una planta de gas envasado, no muy
lejana.
El oficial recorrió toda la
oficina haciendo preguntas. En el sector de la caja había quedado un descomunal
desorden.
En el marco de la puerta de
la gerencia encontró un impacto de bala. El otro disparo seguramente habría
salido por una de las ventanas que estaba abierta.
Llamó a la comisaría y se informó que el auto en el que se desplazaban, había aparecido a cuatro cuadras de distancia. Era el auto del gerente de la planta de gas.
Silvio permaneció unos
minutos para semblantear. Ninguno de los dos cajeros le reclamó el dinero. Ambos
estaban shokeados y ese importe fue contabilizado como parte del robo. Si los
cajeros alguna vez entendieron lo que sucedió, jamás lo dieron a conocer. Finalmente
el seguro pagó todo.
Una semana más tarde los mismos malhechores asaltaron la terminal de una de las líneas de colectivos locales. Dos de ellos murieron en el enfrentamiento con la policía y los otros cayeron presos.
En lugar de reintegrarse al
reparto, que quedó en manos de los empleados, Silvio Cantalupi se fue a casa rebosante
de alegría. El azar lo puso, justo ese
día, en el lugar y el tiempo adecuado.
Habiendo recuperado la confianza en sí mismo le contó a su mujer lo sucedido, mientras llamaba al comprador de la vivienda
para decirle que deshacía el negocio. Y que podía pasar cuando quisiera a
recuperar lo abonado como anticipo de pago.
Lo que sí vendió fue el camión y el reparto.
Y siguió entreabriendo la ventana para que en la infaltable siesta, le llegara el airecito reparador.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario