jueves, 7 de noviembre de 2019

AQUEL DOMINGO DE TANTO CALOR


Por Miguel Garin

La claridad del día nos sorprendió en la ruta 205, entre Saladillo y Roque Pérez el domingo 23 de enero de  1972 cuando íbamos de viaje desde la ciudad de 25 de Mayo al autódromo de Buenos Aires, para ver la carrera de Formula 1 y desde la misma salida del sol supimos que haría mucho calor.

Parecía mentira ¡la Formula 1 en Argentina!

Originariamente éramos Jorge “el flaco  Fracchia, los hermanos José y Raúl  Bovino y yo.- Después se agregó Eduardo Guillen.

De aquel viaje no puedo reproducir todo lo que conversamos, pero sí recordar que estábamos despreocupados,  que en el interior del Fiat 1500 del “flaco”  circulaba el mate, que al alba escuchamos  en la radio la canción del momento “mañana campestre”  y que todo nos daba risa, mucha risa, claro que para eso contábamos con la inestimable ayuda de Josesito Bovino, que no paraba de hacernos reir, recuerdo por ejemplo que contaba que al record de distracción en la conducción de autos lo tenía un amigo suyo,  “ que a la mañana  atropelló un tipo que iba  en bicicleta en la calle 18, que menos mal que  se repuso y pese al  susto y los magullones volvió a agarrar la bicicleta que tan maltrecha no había quedado después de todo  y a la tarde se lo volvió a encontrar, esta vez en la calle 5 y lo volvió a atropellar”.  Dos veces en un mismo día.

Llegamos  al autódromo a las 9 y nos dispusimos a comer la vianda que cada uno llevo y que compartimos, “porqué después, adentro, va a ser muy difícil” nos dijimos. Ya la multitud era impresionante y tan solo acercarse a la puerta de entrada una odisea, a todo lo cual contribuyó la policía montada, que para “ordenar” el ingreso ese día repartió bastonazos como si estuviera apartando hacienda vacuna en un corral. En la tribuna nos establecimos  alrededor de las 11, ultima tribuna, frente al curvón, en el circuito número 9.- Aún quedaba lugar, pero la espera sería muy larga, pues la largada  estaba prevista para las 16,30 hs.

Josesito quedó al lado de la conservadora de hielo que llevamos, dentro de la cual teníamos los refrescos.

La Formula 1,  que por ese tiempo tuvo uno de los períodos más trágicos de toda su historia,  estaba poblada por  pilotos veteranos y una constelación de nuevas estrellas que venían a reemplazar a aquellos que habían entregado  la vida en busca de la gloria. Cómo diría el periodista Aldo Riera,  la señora de blanco se había llevado en veinte  meses las figuras de Bruce Mc Laren, Piers Courage, Pedro Rodriguez, y Jo Siffert,.-  Ni siquiera con  Jochen Rindt  tuvo consideración…

Así y todo en la línea de largada habrían tres campeones del mundo, Jackie Stewart, Denny Hulme y Graham Hill y otras tres figuras prominentes, Emerson Fittipaldi, Niki Lauda y Mario Andretti que lograrían igual halago en los próximos años.

Reutemann sorprendió a todos. En el día de su debut en el Campeonato Mundial hizo el sábado el mejor tiempo de clasificación. ¿Tenía antecedentes semejante hazaña?  Sí, había un antecedente, uno solo,  el de Mario Andretti en EEUU 1968 y hubo que esperar  muchísimos años para  encontrar al único que luego los  emuló: Jacques Villeneuve, en Australia 1996,  veinticuatro años después, son tres casos en toda la historia de la Fórmula 1.



La gente seguía llegando por montones, ya no había espacio para nadie en las tribunas, tal fue el entusiasmo que despertó Reutemann.  A nosotros, las sucesivas oleadas humanas que pugnaban por subir a la tribuna nos comenzaron a separar, primero un escalón más arriba, luego otro y otro, en tanto que el pobre José quedaba abajo, cuidando de la gran conservadora de tergopol, que habida cuenta de lo que cotizaba el centímetro cuadrado, fue una hazaña sacarla viva de ahí. Todo el mundo con una pregunta en la boca ¿ganará Reutemann?

En el país de entonces  comenzaba a quedar lejos el recuerdo de Fangio. Por otra parte la expectativa teníamos que los triunfos del fútbol y del boxeo se repitieran en otros deportes,  claro que  ni siquiera sospechábamos todo lo que en materia de alegrías deportivas nos esperaba: para el Mundial 78 faltaban seis largos años, aún no conocíamos a Vilas y Diego todavía era un niño.

Y en aquella Argentina ávida de protagonismo, se había presentado el Lole  diciéndonos que no llegaba para pasearse en la fórmula 1, sino que lo hacía para ser protagonista desde el minuto uno.

Como dije la espera fue larga, eterna, bajo el sol que no dio ni un instante de tregua y no hubo tampoco ningún espectáculo previo, ni una carrera de coches nacionales, ni un desfile de autos antiguos ¡nada!

Mitigar la sed era una fantasía y los vendedores ambulantes no podían subir hasta donde estábamos nosotros, tan apretada, tan apiñada de gente estaba la tribuna.- En tales circunstancias, ir al baño era otra quimera ¿cómo bajar? y luego ¿cómo recuperar el pequeño espacio de uno?

Claro que todo ese esfuerzo desapareció cuando llegó el momento de la carrera.  El público estalló de delirio cuando un grupo de mecánicos  puso al blanco Brabham de Carlos Reutemann en la pista y una nube de papelitos lo recibió en la vuelta previa. Otra vez un piloto nuestro bien adelante,  entre los mejores del mundo.

Al argentino que en inmejorable escenificación salió primero que todos a la pista  lo siguieron las rojas Ferraris, los negros Lotus, los azules Tyrrell, los Mc Laren, los BRM, los March, los Surtees y el  Matra, con Chris Amon en el volante, que no llegó a largar.

Reutemann movió antes y se puso un auto adelante, pero cuando llegaron al curvón Stewart entró primero y ya la carrera fue dominada por él que la manejó con superioridad, sobre todo a partir del momento en que  abandonó Fittipaldi.

El Lole no ganó, pero en aquel domingo de tanto calor igual nos dejó contentos a todos, porque lo vimos circular con solvencia a lo largo de toda la carrera. Creo recordar que alrededor de la vuelta 40 paró en boxes a cambiar cubiertas y que cuando salió justo pasaba Stewart que le sacó la vuelta de ventaja y que a partir de ese momento lo siguió a corta distancia. Claro está que los cambios de cubiertas no eran lo que son hoy  porque no estaban incorporados al espectáculo de la carrera y comparado con lo que se tarda ahora, aquellos cambios demoraban una eternidad.

Con el tiempo nos fuimos dando cuenta que  ese día iniciamos un extenso período de diez años en el cual el Lole nos tendría en vilo.

Ya de regreso a 25 de Mayo, después de haber perdido no se qué cantidad de agua en transpiración, no dejábamos ninguna impresión de la carrera sin analizar:  Qué dominio del auto –comentábamos- mostró Jackie Stewart, qué bien Hulme, que terminó segundo, qué sonido espectacular tienen las Ferrari, qué gracia en el manejo exhibe  Jacky Ickx…..

Habíamos conocido a esos pilotos y a esos coches que por años los encontrábamos solo en las revistas  o en las crónicas de los diarios y en las radios; en la TV no, porque aún faltaba para que se televisaran las carreras, así que nuestro amor hacia ellos era un amor de papel que nos habían inculcado las mágicas “plumas” de periodistas de nuestro país como Alberto Salotto, Miguel Angel Merlo o Alfredo Parga, entre otros, como así también de los que llegaban traducidos, Franco Lini de Italia o Denis Jenkinson, el barbudo inglés, a quienes solíamos leer en las maravillosas páginas de la revista Automundo.

En el viaje de vuelta Josesito nos contaba que un amigo suyo, desamorado hasta con su propia familia, le había comentado que había fallecido su padre, pero lo consideraba una desgracia con suerte  “porque- revolviendo cosas encontré un cuchillo cabo amarillo que había perdido el año pasado”  y cada cosa de estas nos hacía reventar de risa.

Y que a otro conocido, famoso por la falta de pericia para todo “le habían dado para que manejara un campo y  el muy tonto lo chocó”.

Quiero aclarar  que José y Raúl Bovino son los hijos de Fela, la gran enfermera de la ciudad de 25 de Mayo, Fela la buena, Fela la abnegada, la desinteresada, la que nunca tuvo problemas para levantarse a cualquier hora de la madrugada para  aplicarle una inyección a un enfermo.

Cuando por fin ya en la ruta de regreso, nos pudimos sentar en un bar a reponer energías, José contaba que unos días antes mientras hacía la cola en el banco, se dió a conversar con un tipo que le preguntó ¿vos tenés campo? “sí” le contestó,  mintiéndole para reírse a continuación, ¿y cómo se llama tu campo? volvió el curioso a preguntar:

“La jeringa”   –le respondió-   estancia  “la jeringa”.

Era tan fácil reír…..




EL TEMBLOR DE OCTAVIO SUAREZ

Por Miguel Garin

En un tiempo en que aún circulaban sulkys, en el que aún era común ver los  Ford “A” de fines de los años 20 y principios de los 30, marchando a no más de  40 kilómetros a la hora, la aparición del primer coche de carrera nos pareció estratosférica.

No habíamos terminado de digerir su irrupción insólita cuando llegó el segundo auto, en éste caso el número 1 de Ernesto Baronio, también un Ford. Nueva exclamación de admiración.

Unos segundos después se nos presentó el número 3, un Chevrolet  conducido por Néstor Marincovich, que ese día estrenaba seudónimo. “Sandokán”.

Acto seguido pasaron juntos el número 5 de Petrini, el 7 de Rodolfo de Alzaga y uno muy esperado, el 8 de Juan Gálvez. Todos haciendo lo mismo: frenado, dos aceleradas intermedias para los rebajes, curva a la izquierda y aceleración a todo gas con la nariz de los autos apuntando a la escuela 35.

Luego pasaron el 6 de Machado, el 9 de Ferrer, el 12 de Marcos Ciani, el 11 de Rafael Baldrés y así  hasta el último que fue el 38 de Santiago Luján Saigós, derrapando y sin aflojar el acelerador, ante el griterío del público que aplaudió el arrojo del piloto.

Junto a nosotros una familia proveniente de un campo de Emita compuesta por mamá, papá, abuela, niña, niño –llamado Floreal-   y dos peones no dejaban de comentar la carrera.

Verdad es que a Floreal que era una verdadera piel de judas, poco le interesaba el espectáculo  no paraba de correr, de jugar, de treparse a los alambrados, de jugar con su perro “chucho” al que habían traído para que también asistiera a la competencia.

-“Pasamos temprano por Baudrix y Araujo y llegamos cuando ya había mucha gente aquí” –comentaban-

Mucho frío. Entre vuelta y vuelta la gente vivía el día como un picnic en el que no faltaba el fuego para el mate y para el asado, cuyo olorcito estimulaba el apetito.

La carrera fue muy disputada en todo momento y se vivió como se hacía en aquella época, con la vista, con el oído, escuchando la radio y con el cronómetro,  pues sabiendo el orden de largada fácil era deducir quién iba ganando.

Al completarse el primer circuito el primero era Juan Carlos Navone. En la segunda vuelta pasó al frente Juan Gálvez que amplió la ventaja a más de un minuto y medio en la tercera vuelta y pareció que todo estaba decidido, porque esa diferencia en el bolsillo del súper campeón era mucha plata, pero después se verificó el avance de Marincovich. 

 -Vení Florealcito a ver los coches -le decía el padre al hijo-  que no paraba de corretear con el perro, porque para él, todo el Turismo de Carretera junto no valía lo que jugar con “chucho”.

Al comenzar la última vuelta Marincovich se mostró desafiante y apuró el paso. ¿Quien dijo que estaba todo listo? Las radios trasmitían cómo se acortaba la diferencia. El público se arrimó a los alambrados con la vista clavada en el fondo del camino esperando el paso de los dos volantes.

¿Quién ganaría, Juan Gálvez, agregándole una estrellita más a su rico historial o “Sandokan” Marincovich? ¿Quién ganaría el Ford o el Chevrolet? ¿El piloto de Capital Federal o el natural de Arrecifes?

Al paso por Comodoro Py  la ventaja de Gálvez se redujo a la mitad. Por Ortiz de Rozas se volvió a achicar.

Fue en aquel momento que jugando con “chucho”,  Floreal resbaló y cayó con todo el cuerpo en un charco. Su madre no lo podía creer  Justo ahora –le decía- que van a pasar los punteros por última vez. Agarró al niño de una oreja y prácticamente en el aire lo llevó a la camioneta para limpiarlo y abrigarlo como pudo. ”Floreal siempre igual”  le regañó.

En la “curva del molino” estuvieron prácticamente empatados, solo los separaban 36 segundos que para la época era una diferencia tan fina como un hilito y solo quedaban los últimos 75 kilómetros de camino para conocer el desenlace.

El sábado previo  “Sandokan” se retiró contrariado de la prueba de clasificación y no supo que estaba en la víspera, pero desde hacía tiempo venía madurando el triunfo. Manejó  poseído de un formidable impulso. Aquel día debía ganar si o si por aquello de que cuando el santo pasa por la puerta de la casa hay que agarrarlo y meterlo adentro. ¿Volvería a tener otra oportunidad como ésta?

Y manejó como un magnífico profesor Juan Gálvez, que además de tener una trayectoria esmaltada por ocho campeonatos,  venía con una racha de fortuna,  con los éxitos obtenidos en la Mar y Sierras,  en La Pampa, en Arrecifes y en Rojas ¿Sería éste su quinto triunfo del año? ¿Sería éste su noveno campeonato?

La incertidumbre se extendió hasta el último momento para conocer el resultado de la prueba que fue espléndida, que dio todo de sí para entretener al público. Llegó Marincovich y hubo que esperar al arribo de Juan para saber con quién se quedaba la gloria. Entre ambos había una diferencia de 5 minutos de largada.  Los relojes dictaron su inapelable sentencia: el ganador era Marincovich por 32 segundos.

Curiosamente unos años antes Juan ya había perdido una carrera por la misma cantidad de tiempo. Fue cuando el Gran Premio de 1952, que ganó Rosendo Hernández. ¡Vaya!

El  día fue único e irrepetible para el paraje rural de Ortiz de Rozas. Todo lo que se vio fue materia de conversación por mucho tiempo. Hoy sigue siendo materia para el recuerdo.

Sutil y callado él había estado con nosotros viendo todo el desarrollo de la disputa. Entrecierro los ojos y vuelvo a  verlo. ¿Qué era esa mirada taciturna del señor Destino? ¿Era presagio?

Por un momento me retrotraigo en el tiempo y le pregunto:

-¿Qué ve Sr. Destino?

-Veo la vida y la muerte, me responde con gravedad. Y como con un lamento exclama:

- ¡Ah… este muchacho Marincovich!  ¡Ah…  si Juan Gálvez corriera con el cinturón de seguridad bien abrochado!





 Allí vi algo que me extrañó sobremanera.

Octavio padecía una crisis nerviosa. El temblor le recorría todo el cuerpo desde la frente hasta los pies. También tenía episodios de llanto. Nunca vi nada igual.  

Solo la voz calma,  la voz serena de su hermano hacía el efecto de atemperarle el ánimo.

Ver a ese hombre tan grande físicamente,  que era capaz de manejar con solvencia un auto de carrera, que podía hacer promedios de 220 kilómetros por hora, temblar como un niño,  me provocó ternura.

Es que no tenía pudor en mostrar  el drama que estaba sufriendo,  siendo que a la mayoría de  los seres humanos solemos tener inhibiciones que nos impiden exhibir nuestras emociones públicamente.

Y en segundo término por la actitud de su hermano, por cómo lo contenía, “Octavio –le decía mientras lo abrazaba- tranqulizate que estás conmigo”.

Recuerdo que en ese momento pensé  qué buen hermano es.

Las preguntas que me hice durante muchos años fueron ¿por qué esa crisis? ¿Era posible que un hombre ya acostumbrado a los rigores de la velocidad, sufriera tal conmoción?

Preguntas que no me pude responder y así  al temblor de Octavio Suárez,  con el tiempo le descubrí  otra dimensión.

Luego de este episodio la vida, como siempre lo hace, siguió imperturbable su marcha por el infinito devenir del tiempo. Y el Turismo Carretera también.

A los hermanos Suárez en lo automovilístico, aún les quedaban muchas cosas lindas que decir.

No puedo afirmar que a partir de aquel día me hice hincha porque no es verdad, pero sí que a partir de entonces tuve un interés especial en ellos, algo que me inducía a estar pendiente de sus desempeños o de conocer noticias suyas.

Unos días después se disputó el Gran Premio de la Montaña, una carrera en varias etapas, por caminos de la provincia de Córdoba, en total 1.291 kilómetros.

Es lógico que no asistieran a esa prueba. Seguramente se quedaron en el taller reparando el Dodge Polara.

Pero sí fueron a Zapala, el 17 de diciembre, a la última carrera del año, en la que tuvieron una buena actuación, fueron quintos en la serie y quintos en la final. Fue el día que se definió el campeonato a favor de Gradassi en su lucha con Estéfano.

1973 fue el mejor año.

Comenzó su actuación con la primera carrera del año el 25 de febrero con la Vuelta de Chivilcoy  en la que resultaron terceros.

Un mes después se corrió en  25 de Mayo, donde fueron novenos en la serie y sextos en la final.

El 29 de abril se disputó la Vuelta de Tandil, en el circuito Fortabat de Olavarria, con una sola carrera final a treinta vueltas. Fueron quintos.

Hasta que el 13 de mayo con gran alegría, se les presentó la gloria en Salto, lugar en el que ganaron de forma irrefutable.

La jornada fue rica en variables, en circunstancias, y a partir de mitad de carrera las cosas se presentaron del siguiente modo: por el lado de Ford los hermanos Ricardo y Juan Carlos Iglesias marcharon uno detrás del otro para ir mas rápido. Haciéndolo así podían doblegar al Dodge de Suárez que corría solo pero si alguno de ellos paraba o se retrasaba, el otro solo no podría mantenerse adelante y eso fue exactamente lo que sucedió.

Dos semanas después repitieron el triunfo en Arrecifes, con repercusión en la prensa, que comenzó a barajar su nombre como posibles campeones.

El primero de Julio se volvió a correr en Chivilcoy, esta vez fueron segundos.

En Laboulaye fueron décimos, pero con recargo de un minuto y luego de hacer el record de vuelta.

En Pergamino volvieron al triunfo, en un día aciago por las muertes de César Malnatti y su acompañante Miguel Gorosito.

El 13 de agosto se corrió la Vuelta de Olavarría, donde ganaron su serie y abandonaron en la final.

El 9 de septiembre en Mendoza y el 7 de octubre en Viedma abandonaron.

El 11 de noviembre en 25 de Mayo fueron segundos en su serie (que ganó Héctor Moro) y terceros en la final y en el Gran Premio de la Montaña, última carrera del año, abandonaron.

Terminaron terceros en el computo general del año, detrás de los Ford Falcon oficiales de Nasif Estéfano y Héctor Luis Gradassi, y adelante de Ricardo y Juan Carlos Iglesias.

En 1974 volvieron a ganar otra vez en Salto, y luego se mantuvieron como protagonistas en todos los años sucesivos.

Poco a poco nos fuimos acostumbrando al rol de dirigente que asumió Octavio como presidente de la Asociación de Corredores de Turismo Carretera.

En el carácter de tal tuvo una fuerte ilusión que pudo llevar a cabo: la de conseguir  que la entidad se constituyera en fiscalizadora de las carreras de TC, algo que hasta entonces estaba reservado solamente al Automóvil Club Argentino.

Tanto en lo deportivo como en lo dirigencial demostró carácter, temperamento, firmeza.

El 2 de septiembre de 1984, luego de un largo período de sequía de triunfos, Octavio volvió a ganar en la ciudad de La Banda, provincia de Santiago del Estero. Ya no lo acompañaba Pedro, porque entre ambos se habían puesto de acuerdo en que lo mejor era que uno de ellos permaneciera en tierra.

De esa forma llegó Suárez al 23 de septiembre de 1984, el último día de su vida, mientras disputaba la Vuelta de Benito Juárez, en el circuito de Tandil.

Tuvo una muerte horrorosa, porque el auto se salió del camino, dio varios tumbos y luego se prendió fuego; hubo entre los espectadores presentes quién dijo que tenía un brazo aprisionado, de ser así seguramente  eso le impidió escapar.

Yo estaba escuchando la transmisión de la carrera por la radio y en ese momento viví una profunda consternación.

No sé lo que hice. No se si seguí escuchando la radio, si hablé con alguien, no sé, no lo recuerdo.

Lo que sí se es que me llevé la palma de la mano a la frente y que sentí que la intriga que me había acompañado durante tanto tiempo de golpe se había resuelto, porque entendí qué cosa era lo que le había sucedido a Octavio Justo Suárez en 25 de Mayo, once años atrás.

Entendí que aquella crisis nerviosa, que era angustia y no terror, que era zozobra, desconsuelo y no susto, fue un atisbo de su destino, una conexión a su propio futuro, como si hubiera tenido por los caminos inciertos que suelen llevar las premoniciones, una sospecha de lo que le esperaba.

EL TURISMO DE CARRETERA EN LA ESTACION ORTIZ DE ROZAS

Por Miguel Garin

Un día entre los días el Turismo de Carretera pasó por la estación
 ferroviaria de Ortiz de Rozas.

Sí, es cierto, una vez el TC recorrió nuestros caminos, los caminos de la zona de Ortiz de Rozas en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires. Aunque en esta nota haya algo de ficción, aquello fue real y yo vi a los corredores, oí sus rebajes, vi las bruscas frenadas, las violentas aceleradas, presentí las luchas de los pilotos para dominar a sus tronantes máquinas, en fin, yo los vi.

Entre tanto público  hubo una presencia extraordinaria que para muchos pasó desapercibida, alguien que es capaz de leer cosas en la vida de cada uno: el señor Destino.

Fue el domingo 10 de julio de 1960, cuando se disputó la Segunda Vuelta de la Ciudad de 9 de Julio que tuvo este circuito: largada sobre la ruta nacional 5, frente al acceso a la ciudad. Partió con dirección a Bragado con bajada a la tierra en Comodoro Py. Luego  Ortiz de Rozas, mas adelante a la “curva del molino”, frente al campo de Beiner, donde los competidores doblarían a la derecha en busca de las localidades de Morea y Dudignag para  llegar al punto de partida. La extensión del circuito sería de 151,9 kms. y deberían completarse cuatro vueltas. El orden de largada fue determinado por una prueba de clasificación que se disputó el día sábado.

La Carrera se largó en la ciudad de Nueve de Julio a las 9 de la mañana con un intervalo de 1 minuto entre auto y auto.

¿Qué si me acuerdo? Claro que si,  con la emoción que tenía….ya en los días anteriores habíamos visto como arreglaron el camino, ese mismo camino que cuando llovía se volvía intransitable había cambiado,  se le había aportado tierra, se le había pasado la máquina “Champion” hasta dejarlo “como un billar” y se le había pintado los postes de los alambrados, en cada curva, con códigos para los pilotos. Sin embargo a raíz de las lluvias recientes hubo mucha agua en las banquinas y charcos  que le agregaron  emoción a la carrera.

Una muchedumbre vino en todo tipo de medios, en automóviles, en camionetas,  en cuyas cajas podía verse a gente apretada; en motos, en sulkys llevando  a familias arrebujadas con toda clase de ropas;  por allí un tractor tirando un acoplado lleno de gente, por aquí camiones, algunos de los cuales llevaban la caja cubierta con lonas, debajo de las cuales se asomaban cabezas, hasta en tren vino gente desde Buenos Aires y de las estaciones intermedias. A los Lázzaro, a los Zillotti, Sangrica, Salido, a los Acosta, Picone, Caldarelli, González, a los Ramírez, Ferraresi, Abriola, Pecorelli, a los  Paz, Andrés, Linzoain, Carrizo, Chiattone, Garín, Beiner,  en fin, a los vecinos de la zona, aquel día se les sumó una multitud, con epicentro en la estación de trenes y en los dos lomos de burro existentes frente al campo de don Andrés Estensoro, pero también a lo largo de todo el perímetro.

-Aún no habían terminado de largar los últimos participantes en Nueve de Julio cuando ya los primeros llegaban a Ortiz de Rozas. Nos parecía mentira que en algo así como 20 minutos  estuvieran ante nosotros;  no podíamos ver desde lejos los autos de carrera porque los montes que circundan la estación nos lo impedían pero los oíamos, cada vez más cerca, hasta que todas las cabezas de aquel numeroso público giraron y una exclamación corrió como un fluido eléctrico …..¡ahí viene uno! Y efectivamente, vimos aparecer al número 2 de Navone, un Ford blanco y negro, acelerando a pleno, al que se le escuchó un brusco cambio en el sonido del motor –por los rebajes - para abordar la curva a la izquierda y nueva aceleración a fondo.




En un tiempo en que aún circulaban sulkys, en el que aún era común ver los  Ford “A” de fines de los años 20 y principios de los 30, marchando a no más de  40 kilómetros a la hora, la aparición del primer coche de carrera nos pareció estratosférica.

No habíamos terminado de digerir su irrupción insólita cuando llegó el segundo auto, en éste caso el número 1 de Ernesto Baronio, también un Ford. Nueva exclamación de admiración.

Unos segundos después se nos presentó el número 3, un Chevrolet  conducido por Néstor Marincovich, que ese día estrenaba seudónimo. “Sandokán”.

Acto seguido pasaron juntos el número 5 de Petrini, el 7 de Rodolfo de Alzaga y uno muy esperado, el 8 de Juan Gálvez. Todos haciendo lo mismo: frenado, dos aceleradas intermedias para los rebajes, curva a la izquierda y aceleración a todo gas con la nariz de los autos apuntando a la escuela 35.

Luego pasaron el 6 de Machado, el 9 de Ferrer, el 12 de Marcos Ciani, el 11 de Rafael Baldrés y así  hasta el último que fue el 38 de Santiago Luján Saigós, derrapando y sin aflojar el acelerador, ante el griterío del público que aplaudió el arrojo del piloto.

Junto a nosotros una familia proveniente de un campo de Emita compuesta por mamá, papá, abuela, niña, niño –llamado Floreal-   y dos peones no dejaban de comentar la carrera.

Verdad es que a Floreal que era una verdadera piel de judas, poco le interesaba el espectáculo  no paraba de correr, de jugar, de treparse a los alambrados, de jugar con su perro “chucho” al que habían traído para que también asistiera a la competencia.

-“Pasamos temprano por Baudrix y Araujo y llegamos cuando ya había mucha gente aquí” –comentaban-

Mucho frío. Entre vuelta y vuelta la gente vivía el día como un picnic en el que no faltaba el fuego para el mate y para el asado, cuyo olorcito estimulaba el apetito.

La carrera fue muy disputada en todo momento y se vivió como se hacía en aquella época, con la vista, con el oído, escuchando la radio y con el cronómetro,  pues sabiendo el orden de largada fácil era deducir quién iba ganando.

Al completarse el primer circuito el primero era Juan Carlos Navone. En la segunda vuelta pasó al frente Juan Gálvez que amplió la ventaja a más de un minuto y medio en la tercera vuelta y pareció que todo estaba decidido, porque esa diferencia en el bolsillo del súper campeón era mucha plata, pero después se verificó el avance de Marincovich. 

 -Vení Florealcito a ver los coches -le decía el padre al hijo-  que no paraba de corretear con el perro, porque para él, todo el Turismo de Carretera junto no valía lo que jugar con “chucho”.

Al comenzar la última vuelta Marincovich se mostró desafiante y apuró el paso. ¿Quien dijo que estaba todo listo? Las radios trasmitían cómo se acortaba la diferencia. El público se arrimó a los alambrados con la vista clavada en el fondo del camino esperando el paso de los dos volantes.

¿Quién ganaría, Juan Gálvez, agregándole una estrellita más a su rico historial o “Sandokan” Marincovich? ¿Quién ganaría el Ford o el Chevrolet? ¿El piloto de Capital Federal o el natural de Arrecifes?

Al paso por Comodoro Py  la ventaja de Gálvez se redujo a la mitad. Por Ortiz de Rozas se volvió a achicar.

Fue en aquel momento que jugando con “chucho”,  Floreal resbaló y cayó con todo el cuerpo en un charco. Su madre no lo podía creer  Justo ahora –le decía- que van a pasar los punteros por última vez. Agarró al niño de una oreja y prácticamente en el aire lo llevó a la camioneta para limpiarlo y abrigarlo como pudo. ”Floreal siempre igual”  le regañó.

En la “curva del molino” estuvieron prácticamente empatados, solo los separaban 36 segundos que para la época era una diferencia tan fina como un hilito y solo quedaban los últimos 75 kilómetros de camino para conocer el desenlace.

El sábado previo  “Sandokan” se retiró contrariado de la prueba de clasificación y no supo que estaba en la víspera, pero desde hacía tiempo venía madurando el triunfo. Manejó  poseído de un formidable impulso. Aquel día debía ganar si o si por aquello de que cuando el santo pasa por la puerta de la casa hay que agarrarlo y meterlo adentro. ¿Volvería a tener otra oportunidad como ésta?

Y manejó como un magnífico profesor Juan Gálvez, que además de tener una trayectoria esmaltada por ocho campeonatos,  venía con una racha de fortuna,  con los éxitos obtenidos en la Mar y Sierras,  en La Pampa, en Arrecifes y en Rojas ¿Sería éste su quinto triunfo del año? ¿Sería éste su noveno campeonato?

La incertidumbre se extendió hasta el último momento para conocer el resultado de la prueba que fue espléndida, que dio todo de sí para entretener al público. Llegó Marincovich y hubo que esperar al arribo de Juan para saber con quién se quedaba la gloria. Entre ambos había una diferencia de 5 minutos de largada.  Los relojes dictaron su inapelable sentencia: el ganador era Marincovich por 32 segundos.

Curiosamente unos años antes Juan ya había perdido una carrera por la misma cantidad de tiempo. Fue cuando el Gran Premio de 1952, que ganó Rosendo Hernández. ¡Vaya!

El  día fue único e irrepetible para el paraje rural de Ortiz de Rozas. Todo lo que se vio fue materia de conversación por mucho tiempo. Hoy sigue siendo materia para el recuerdo.

Sutil y callado él había estado con nosotros viendo todo el desarrollo de la disputa. Entrecierro los ojos y vuelvo a  verlo. ¿Qué era esa mirada taciturna del señor Destino? ¿Era presagio?

Por un momento me retrotraigo en el tiempo y le pregunto:

-¿Qué ve Sr. Destino?

-Veo la vida y la muerte, me responde con gravedad. Y como con un lamento exclama:

- ¡Ah… este muchacho Marincovich!  ¡Ah…  si Juan Gálvez corriera con el cinturón de seguridad bien abrochado!

TRIANGULO DEL OESTE DE 1966