jueves, 7 de noviembre de 2019

EL TEMBLOR DE OCTAVIO SUAREZ

Por Miguel Garin

En un tiempo en que aún circulaban sulkys, en el que aún era común ver los  Ford “A” de fines de los años 20 y principios de los 30, marchando a no más de  40 kilómetros a la hora, la aparición del primer coche de carrera nos pareció estratosférica.

No habíamos terminado de digerir su irrupción insólita cuando llegó el segundo auto, en éste caso el número 1 de Ernesto Baronio, también un Ford. Nueva exclamación de admiración.

Unos segundos después se nos presentó el número 3, un Chevrolet  conducido por Néstor Marincovich, que ese día estrenaba seudónimo. “Sandokán”.

Acto seguido pasaron juntos el número 5 de Petrini, el 7 de Rodolfo de Alzaga y uno muy esperado, el 8 de Juan Gálvez. Todos haciendo lo mismo: frenado, dos aceleradas intermedias para los rebajes, curva a la izquierda y aceleración a todo gas con la nariz de los autos apuntando a la escuela 35.

Luego pasaron el 6 de Machado, el 9 de Ferrer, el 12 de Marcos Ciani, el 11 de Rafael Baldrés y así  hasta el último que fue el 38 de Santiago Luján Saigós, derrapando y sin aflojar el acelerador, ante el griterío del público que aplaudió el arrojo del piloto.

Junto a nosotros una familia proveniente de un campo de Emita compuesta por mamá, papá, abuela, niña, niño –llamado Floreal-   y dos peones no dejaban de comentar la carrera.

Verdad es que a Floreal que era una verdadera piel de judas, poco le interesaba el espectáculo  no paraba de correr, de jugar, de treparse a los alambrados, de jugar con su perro “chucho” al que habían traído para que también asistiera a la competencia.

-“Pasamos temprano por Baudrix y Araujo y llegamos cuando ya había mucha gente aquí” –comentaban-

Mucho frío. Entre vuelta y vuelta la gente vivía el día como un picnic en el que no faltaba el fuego para el mate y para el asado, cuyo olorcito estimulaba el apetito.

La carrera fue muy disputada en todo momento y se vivió como se hacía en aquella época, con la vista, con el oído, escuchando la radio y con el cronómetro,  pues sabiendo el orden de largada fácil era deducir quién iba ganando.

Al completarse el primer circuito el primero era Juan Carlos Navone. En la segunda vuelta pasó al frente Juan Gálvez que amplió la ventaja a más de un minuto y medio en la tercera vuelta y pareció que todo estaba decidido, porque esa diferencia en el bolsillo del súper campeón era mucha plata, pero después se verificó el avance de Marincovich. 

 -Vení Florealcito a ver los coches -le decía el padre al hijo-  que no paraba de corretear con el perro, porque para él, todo el Turismo de Carretera junto no valía lo que jugar con “chucho”.

Al comenzar la última vuelta Marincovich se mostró desafiante y apuró el paso. ¿Quien dijo que estaba todo listo? Las radios trasmitían cómo se acortaba la diferencia. El público se arrimó a los alambrados con la vista clavada en el fondo del camino esperando el paso de los dos volantes.

¿Quién ganaría, Juan Gálvez, agregándole una estrellita más a su rico historial o “Sandokan” Marincovich? ¿Quién ganaría el Ford o el Chevrolet? ¿El piloto de Capital Federal o el natural de Arrecifes?

Al paso por Comodoro Py  la ventaja de Gálvez se redujo a la mitad. Por Ortiz de Rozas se volvió a achicar.

Fue en aquel momento que jugando con “chucho”,  Floreal resbaló y cayó con todo el cuerpo en un charco. Su madre no lo podía creer  Justo ahora –le decía- que van a pasar los punteros por última vez. Agarró al niño de una oreja y prácticamente en el aire lo llevó a la camioneta para limpiarlo y abrigarlo como pudo. ”Floreal siempre igual”  le regañó.

En la “curva del molino” estuvieron prácticamente empatados, solo los separaban 36 segundos que para la época era una diferencia tan fina como un hilito y solo quedaban los últimos 75 kilómetros de camino para conocer el desenlace.

El sábado previo  “Sandokan” se retiró contrariado de la prueba de clasificación y no supo que estaba en la víspera, pero desde hacía tiempo venía madurando el triunfo. Manejó  poseído de un formidable impulso. Aquel día debía ganar si o si por aquello de que cuando el santo pasa por la puerta de la casa hay que agarrarlo y meterlo adentro. ¿Volvería a tener otra oportunidad como ésta?

Y manejó como un magnífico profesor Juan Gálvez, que además de tener una trayectoria esmaltada por ocho campeonatos,  venía con una racha de fortuna,  con los éxitos obtenidos en la Mar y Sierras,  en La Pampa, en Arrecifes y en Rojas ¿Sería éste su quinto triunfo del año? ¿Sería éste su noveno campeonato?

La incertidumbre se extendió hasta el último momento para conocer el resultado de la prueba que fue espléndida, que dio todo de sí para entretener al público. Llegó Marincovich y hubo que esperar al arribo de Juan para saber con quién se quedaba la gloria. Entre ambos había una diferencia de 5 minutos de largada.  Los relojes dictaron su inapelable sentencia: el ganador era Marincovich por 32 segundos.

Curiosamente unos años antes Juan ya había perdido una carrera por la misma cantidad de tiempo. Fue cuando el Gran Premio de 1952, que ganó Rosendo Hernández. ¡Vaya!

El  día fue único e irrepetible para el paraje rural de Ortiz de Rozas. Todo lo que se vio fue materia de conversación por mucho tiempo. Hoy sigue siendo materia para el recuerdo.

Sutil y callado él había estado con nosotros viendo todo el desarrollo de la disputa. Entrecierro los ojos y vuelvo a  verlo. ¿Qué era esa mirada taciturna del señor Destino? ¿Era presagio?

Por un momento me retrotraigo en el tiempo y le pregunto:

-¿Qué ve Sr. Destino?

-Veo la vida y la muerte, me responde con gravedad. Y como con un lamento exclama:

- ¡Ah… este muchacho Marincovich!  ¡Ah…  si Juan Gálvez corriera con el cinturón de seguridad bien abrochado!





 Allí vi algo que me extrañó sobremanera.

Octavio padecía una crisis nerviosa. El temblor le recorría todo el cuerpo desde la frente hasta los pies. También tenía episodios de llanto. Nunca vi nada igual.  

Solo la voz calma,  la voz serena de su hermano hacía el efecto de atemperarle el ánimo.

Ver a ese hombre tan grande físicamente,  que era capaz de manejar con solvencia un auto de carrera, que podía hacer promedios de 220 kilómetros por hora, temblar como un niño,  me provocó ternura.

Es que no tenía pudor en mostrar  el drama que estaba sufriendo,  siendo que a la mayoría de  los seres humanos solemos tener inhibiciones que nos impiden exhibir nuestras emociones públicamente.

Y en segundo término por la actitud de su hermano, por cómo lo contenía, “Octavio –le decía mientras lo abrazaba- tranqulizate que estás conmigo”.

Recuerdo que en ese momento pensé  qué buen hermano es.

Las preguntas que me hice durante muchos años fueron ¿por qué esa crisis? ¿Era posible que un hombre ya acostumbrado a los rigores de la velocidad, sufriera tal conmoción?

Preguntas que no me pude responder y así  al temblor de Octavio Suárez,  con el tiempo le descubrí  otra dimensión.

Luego de este episodio la vida, como siempre lo hace, siguió imperturbable su marcha por el infinito devenir del tiempo. Y el Turismo Carretera también.

A los hermanos Suárez en lo automovilístico, aún les quedaban muchas cosas lindas que decir.

No puedo afirmar que a partir de aquel día me hice hincha porque no es verdad, pero sí que a partir de entonces tuve un interés especial en ellos, algo que me inducía a estar pendiente de sus desempeños o de conocer noticias suyas.

Unos días después se disputó el Gran Premio de la Montaña, una carrera en varias etapas, por caminos de la provincia de Córdoba, en total 1.291 kilómetros.

Es lógico que no asistieran a esa prueba. Seguramente se quedaron en el taller reparando el Dodge Polara.

Pero sí fueron a Zapala, el 17 de diciembre, a la última carrera del año, en la que tuvieron una buena actuación, fueron quintos en la serie y quintos en la final. Fue el día que se definió el campeonato a favor de Gradassi en su lucha con Estéfano.

1973 fue el mejor año.

Comenzó su actuación con la primera carrera del año el 25 de febrero con la Vuelta de Chivilcoy  en la que resultaron terceros.

Un mes después se corrió en  25 de Mayo, donde fueron novenos en la serie y sextos en la final.

El 29 de abril se disputó la Vuelta de Tandil, en el circuito Fortabat de Olavarria, con una sola carrera final a treinta vueltas. Fueron quintos.

Hasta que el 13 de mayo con gran alegría, se les presentó la gloria en Salto, lugar en el que ganaron de forma irrefutable.

La jornada fue rica en variables, en circunstancias, y a partir de mitad de carrera las cosas se presentaron del siguiente modo: por el lado de Ford los hermanos Ricardo y Juan Carlos Iglesias marcharon uno detrás del otro para ir mas rápido. Haciéndolo así podían doblegar al Dodge de Suárez que corría solo pero si alguno de ellos paraba o se retrasaba, el otro solo no podría mantenerse adelante y eso fue exactamente lo que sucedió.

Dos semanas después repitieron el triunfo en Arrecifes, con repercusión en la prensa, que comenzó a barajar su nombre como posibles campeones.

El primero de Julio se volvió a correr en Chivilcoy, esta vez fueron segundos.

En Laboulaye fueron décimos, pero con recargo de un minuto y luego de hacer el record de vuelta.

En Pergamino volvieron al triunfo, en un día aciago por las muertes de César Malnatti y su acompañante Miguel Gorosito.

El 13 de agosto se corrió la Vuelta de Olavarría, donde ganaron su serie y abandonaron en la final.

El 9 de septiembre en Mendoza y el 7 de octubre en Viedma abandonaron.

El 11 de noviembre en 25 de Mayo fueron segundos en su serie (que ganó Héctor Moro) y terceros en la final y en el Gran Premio de la Montaña, última carrera del año, abandonaron.

Terminaron terceros en el computo general del año, detrás de los Ford Falcon oficiales de Nasif Estéfano y Héctor Luis Gradassi, y adelante de Ricardo y Juan Carlos Iglesias.

En 1974 volvieron a ganar otra vez en Salto, y luego se mantuvieron como protagonistas en todos los años sucesivos.

Poco a poco nos fuimos acostumbrando al rol de dirigente que asumió Octavio como presidente de la Asociación de Corredores de Turismo Carretera.

En el carácter de tal tuvo una fuerte ilusión que pudo llevar a cabo: la de conseguir  que la entidad se constituyera en fiscalizadora de las carreras de TC, algo que hasta entonces estaba reservado solamente al Automóvil Club Argentino.

Tanto en lo deportivo como en lo dirigencial demostró carácter, temperamento, firmeza.

El 2 de septiembre de 1984, luego de un largo período de sequía de triunfos, Octavio volvió a ganar en la ciudad de La Banda, provincia de Santiago del Estero. Ya no lo acompañaba Pedro, porque entre ambos se habían puesto de acuerdo en que lo mejor era que uno de ellos permaneciera en tierra.

De esa forma llegó Suárez al 23 de septiembre de 1984, el último día de su vida, mientras disputaba la Vuelta de Benito Juárez, en el circuito de Tandil.

Tuvo una muerte horrorosa, porque el auto se salió del camino, dio varios tumbos y luego se prendió fuego; hubo entre los espectadores presentes quién dijo que tenía un brazo aprisionado, de ser así seguramente  eso le impidió escapar.

Yo estaba escuchando la transmisión de la carrera por la radio y en ese momento viví una profunda consternación.

No sé lo que hice. No se si seguí escuchando la radio, si hablé con alguien, no sé, no lo recuerdo.

Lo que sí se es que me llevé la palma de la mano a la frente y que sentí que la intriga que me había acompañado durante tanto tiempo de golpe se había resuelto, porque entendí qué cosa era lo que le había sucedido a Octavio Justo Suárez en 25 de Mayo, once años atrás.

Entendí que aquella crisis nerviosa, que era angustia y no terror, que era zozobra, desconsuelo y no susto, fue un atisbo de su destino, una conexión a su propio futuro, como si hubiera tenido por los caminos inciertos que suelen llevar las premoniciones, una sospecha de lo que le esperaba.

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