Por Miguel Garin
En
un tiempo en que aún circulaban sulkys, en el que aún era común ver los Ford “A” de fines de los años 20 y principios
de los 30, marchando a no más de
No
habíamos terminado de digerir su irrupción insólita cuando llegó el segundo
auto, en éste caso el número 1 de Ernesto Baronio, también un Ford. Nueva
exclamación de admiración.
Unos
segundos después se nos presentó el número 3, un Chevrolet conducido por Néstor Marincovich, que ese día
estrenaba seudónimo. “Sandokán”.
Acto
seguido pasaron juntos el número 5 de Petrini, el 7 de Rodolfo de Alzaga y uno
muy esperado, el 8 de Juan Gálvez. Todos haciendo lo mismo: frenado, dos
aceleradas intermedias para los rebajes, curva a la izquierda y aceleración a
todo gas con la nariz de los autos apuntando a la escuela 35.
Luego
pasaron el 6 de Machado, el 9 de Ferrer, el 12 de Marcos Ciani, el 11 de Rafael
Baldrés y así hasta el último que fue el
38 de Santiago Luján Saigós, derrapando y sin aflojar el acelerador, ante el
griterío del público que aplaudió el arrojo del piloto.
Junto
a nosotros una familia proveniente de un campo de Emita compuesta por mamá,
papá, abuela, niña, niño –llamado Floreal-
y dos peones no dejaban de comentar la carrera.
Verdad
es que a Floreal que era una verdadera piel de judas, poco le interesaba el
espectáculo no paraba de correr, de
jugar, de treparse a los alambrados, de jugar con su perro “chucho” al que
habían traído para que también asistiera a la competencia.
-“Pasamos temprano por
Baudrix y Araujo y llegamos cuando ya había mucha gente aquí” –comentaban-
Mucho
frío. Entre vuelta y vuelta la gente vivía el día como un picnic en el que no
faltaba el fuego para el mate y para el asado, cuyo olorcito estimulaba el
apetito.
La
carrera fue muy disputada en todo momento y se vivió como se hacía en aquella
época, con la vista, con el oído, escuchando la radio y con el cronómetro, pues sabiendo el orden de largada fácil era
deducir quién iba ganando.
Al
completarse el primer circuito el primero era Juan Carlos Navone. En la segunda
vuelta pasó al frente Juan Gálvez que amplió la ventaja a más de un minuto y
medio en la tercera vuelta y pareció que todo estaba decidido, porque esa
diferencia en el bolsillo del súper campeón era mucha plata, pero después se
verificó el avance de Marincovich.
-Vení
Florealcito a ver los coches -le decía el padre al hijo- que no paraba de corretear con el perro,
porque para él, todo el Turismo de Carretera junto no valía lo que jugar con
“chucho”.
Al
comenzar la última vuelta Marincovich se mostró desafiante y apuró el paso.
¿Quien dijo que estaba todo listo? Las radios trasmitían cómo se acortaba la
diferencia. El público se arrimó a los alambrados con la vista clavada en el
fondo del camino esperando el paso de los dos volantes.
¿Quién
ganaría, Juan Gálvez, agregándole una estrellita más a su rico historial o
“Sandokan” Marincovich? ¿Quién ganaría el Ford o el Chevrolet? ¿El piloto de
Capital Federal o el natural de Arrecifes?
Al
paso por Comodoro Py la ventaja de Gálvez
se redujo a la mitad. Por Ortiz de Rozas se volvió a achicar.
Fue
en aquel momento que jugando con “chucho”,
Floreal resbaló y cayó con todo el cuerpo en un charco. Su madre no lo
podía creer Justo ahora –le decía- que van a pasar los punteros por última vez. Agarró
al niño de una oreja y prácticamente en el aire lo llevó a la camioneta para
limpiarlo y abrigarlo como pudo. ”Floreal
siempre igual” le regañó.
En
la “curva del molino” estuvieron prácticamente empatados, solo los separaban 36
segundos que para la época era una diferencia tan fina como un hilito y solo
quedaban los últimos
El
sábado previo “Sandokan” se retiró
contrariado de la prueba de clasificación y no supo que estaba en la víspera,
pero desde hacía tiempo venía madurando el triunfo. Manejó poseído de un formidable impulso. Aquel día
debía ganar si o si por aquello de que cuando el santo pasa por la puerta de la
casa hay que agarrarlo y meterlo adentro. ¿Volvería a tener otra oportunidad
como ésta?
Y
manejó como un magnífico profesor Juan Gálvez, que además de tener una
trayectoria esmaltada por ocho campeonatos,
venía con una racha de fortuna,
con los éxitos obtenidos en la Mar y Sierras, en La Pampa, en Arrecifes y en Rojas ¿Sería
éste su quinto triunfo del año? ¿Sería éste su noveno campeonato?
La
incertidumbre se extendió hasta el último momento para conocer el resultado de
la prueba que fue espléndida, que dio todo de sí para entretener al público.
Llegó Marincovich y hubo que esperar al arribo de Juan para saber con quién se
quedaba la gloria. Entre ambos había una diferencia de 5 minutos de largada. Los relojes dictaron su inapelable sentencia: el ganador era Marincovich por 32
segundos.
Curiosamente
unos años antes Juan ya había perdido una carrera por la misma cantidad de
tiempo. Fue cuando el Gran Premio de 1952, que ganó Rosendo Hernández. ¡Vaya!
El día fue único e irrepetible para el paraje rural de Ortiz de Rozas. Todo lo que se vio fue materia de conversación por mucho tiempo. Hoy sigue siendo materia para el recuerdo.
Sutil
y callado él había estado con nosotros viendo todo el desarrollo de la disputa.
Entrecierro los ojos y vuelvo a verlo. ¿Qué
era esa mirada taciturna del señor Destino? ¿Era presagio?
Por un momento me
retrotraigo en el tiempo y le pregunto:
-¿Qué
ve Sr. Destino?
-Veo
la vida y la muerte, me responde con gravedad. Y como con un lamento exclama:
-
¡Ah… este muchacho Marincovich! ¡Ah… si Juan Gálvez corriera con el cinturón de
seguridad bien abrochado!
Allí vi algo que me
extrañó sobremanera.
Octavio padecía una crisis
nerviosa. El temblor le recorría todo el cuerpo desde la frente hasta los pies.
También tenía episodios de llanto. Nunca vi nada igual.
Solo la voz calma, la voz serena de su hermano hacía el efecto
de atemperarle el ánimo.
Ver a ese hombre tan grande
físicamente, que era capaz de manejar
con solvencia un auto de carrera, que podía hacer promedios de
Es que no tenía pudor en mostrar
el drama que estaba sufriendo, siendo que a la mayoría de los seres humanos solemos tener inhibiciones
que nos impiden exhibir nuestras emociones públicamente.
Y en segundo término por la
actitud de su hermano, por cómo lo contenía, “Octavio –le decía mientras lo abrazaba- tranqulizate que estás conmigo”.
Recuerdo que en ese momento
pensé qué buen hermano es.
Las preguntas que me hice
durante muchos años fueron ¿por qué esa crisis? ¿Era posible que un hombre ya
acostumbrado a los rigores de la velocidad, sufriera tal conmoción?
Preguntas que no me pude responder y así al temblor de Octavio Suárez, con el tiempo le descubrí otra dimensión.
Luego de este episodio la
vida, como siempre lo hace, siguió imperturbable su marcha por el infinito
devenir del tiempo. Y el Turismo Carretera también.
A los hermanos Suárez en lo
automovilístico, aún les quedaban muchas cosas lindas que decir.
No puedo afirmar que a partir
de aquel día me hice hincha porque no es verdad, pero sí que a partir de
entonces tuve un interés especial en ellos, algo que me inducía a estar
pendiente de sus desempeños o de conocer noticias suyas.
Unos días después se disputó
el Gran Premio de
Es lógico que no asistieran a
esa prueba. Seguramente se quedaron en el taller reparando el Dodge Polara.
Pero sí fueron a Zapala, el 17 de diciembre, a la última carrera del año, en la que tuvieron una buena actuación, fueron quintos en la serie y quintos en la final. Fue el día que se definió el campeonato a favor de Gradassi en su lucha con Estéfano.
1973 fue el mejor año.
Comenzó su actuación con la
primera carrera del año el 25 de febrero con
Un mes después se corrió
en 25 de Mayo, donde fueron novenos en
la serie y sextos en la final.
El 29 de abril se disputó
Hasta que el 13 de mayo con
gran alegría, se les presentó la gloria en Salto, lugar en el que ganaron de
forma irrefutable.
La jornada fue rica en
variables, en circunstancias, y a partir de mitad de carrera las cosas se
presentaron del siguiente modo: por
el lado de Ford los hermanos Ricardo y Juan Carlos Iglesias marcharon uno detrás
del otro para ir mas rápido. Haciéndolo así podían doblegar al Dodge de Suárez
que corría solo pero si alguno de ellos paraba o se retrasaba, el otro solo no
podría mantenerse adelante y eso fue exactamente lo que sucedió.
Dos semanas después repitieron
el triunfo en Arrecifes, con repercusión en la prensa, que comenzó a barajar su
nombre como posibles campeones.
El primero de Julio se volvió
a correr en Chivilcoy, esta vez fueron segundos.
En Laboulaye fueron décimos,
pero con recargo de un minuto y luego de hacer el record de vuelta.
En Pergamino volvieron al
triunfo, en un día aciago por las muertes de César Malnatti y su acompañante
Miguel Gorosito.
El 13 de agosto se corrió
El 9 de septiembre en Mendoza
y el 7 de octubre en Viedma abandonaron.
El 11 de noviembre en 25 de
Mayo fueron segundos en su serie (que ganó Héctor Moro) y terceros en la final
y en el Gran Premio de
Terminaron terceros en el computo general del año, detrás de los Ford Falcon oficiales de Nasif Estéfano y Héctor Luis Gradassi, y adelante de Ricardo y Juan Carlos Iglesias.
En 1974 volvieron a ganar otra
vez en Salto, y luego se mantuvieron como protagonistas en todos los años
sucesivos.
Poco a poco nos fuimos
acostumbrando al rol de dirigente que asumió Octavio como presidente de
En el carácter de tal tuvo una
fuerte ilusión que pudo llevar a cabo:
la de conseguir que la entidad se
constituyera en fiscalizadora de las carreras de TC, algo que hasta entonces
estaba reservado solamente al Automóvil Club Argentino.
Tanto en lo deportivo como en
lo dirigencial demostró carácter, temperamento, firmeza.
El 2 de septiembre de 1984,
luego de un largo período de sequía de triunfos, Octavio volvió a ganar en la
ciudad de
De esa forma llegó Suárez al
23 de septiembre de 1984, el último día de su vida, mientras disputaba
Tuvo una muerte horrorosa,
porque el auto se salió del camino, dio varios tumbos y luego se prendió fuego;
hubo entre los espectadores presentes quién dijo que tenía un brazo aprisionado,
de ser así seguramente eso le impidió
escapar.
Yo estaba escuchando la
transmisión de la carrera por la radio y en ese momento viví una profunda
consternación.
No sé lo que hice. No se si
seguí escuchando la radio, si hablé con alguien, no sé, no lo recuerdo.
Lo que sí se es que me llevé
la palma de la mano a la frente y que sentí que la intriga que me había acompañado
durante tanto tiempo de golpe se había resuelto, porque entendí qué cosa era lo
que le había sucedido a Octavio Justo Suárez en 25 de Mayo, once años atrás.
Entendí que aquella crisis
nerviosa, que era angustia y no terror, que era zozobra, desconsuelo y no
susto, fue un atisbo de su destino, una conexión a su propio futuro, como si
hubiera tenido por los caminos inciertos que suelen llevar las premoniciones,
una sospecha de lo que le esperaba.
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