sábado, 29 de febrero de 2020

EL AMOR ENTRE LOS TAMBOS (Cuento)

Por Miguel Garin

Miró el almanaque  y por un momento quedó tieso. Conmovido. Era el 29 de febrero.

Se extrañó que hubieran pasado tantos años sin recordar esa fecha, como si hubiera perdido relevancia para él, como si lo sucedido en tan lejana noche,  estuviera adormilado en su interior.

Ahora en cambio,  se le presentaban las circunstancias completas, el desarrollo de los hechos, de una manera distinta, más grande, más completa, todo el día permaneció con esa sensación en la cabeza.

Sentado en el living de su casa, en silencio, giró la vista a la derecha y le pareció verla a ella, a Lucía, con su hermosa cabellera de entonces y creyó sentir  el calor de su mano como cuando la apoyó sobre la suya,  aquella vez.

La reaparición de este recuerdo  –reflexionó-  lo condujo a reencontrarse con aquel gran desencuentro.

Juan Gabriel era un muchacho alto, de buenos músculos, siempre había trabajado en el campo. Recién dado de baja del Servicio Militar, que para su orgullo había hecho en el Regimiento de Granaderos a Caballo, consiguió trabajo para manejar un camión con el que recoger leche y llevarla a la Cooperativa de Tamberos.  Sociable, buen bailarín y criollito de corazón. En el pueblo, sea por la procedencia familiar o sea por los recelos que suele despertar el que con nadie se mete, no era bien mirado.

Se levantaba muy temprano para hacer el recorrido diario, sin faltar ni un solo día, sin tener descanso alguno.

A las tres y media de la mañana  estaba en el camino. Saliendo pasaba por el horno de ladrillos y un poco más adelante se internaba en la zona de los tambos. A esa hora el que más o el que menos, ya todos estaban haciendo lo suyo, juntando las vacas del campo algunos, maneando las patas o lavando las ubres otros,  para iniciar el ordeñe

Pero él comenzaba por la otra punta, la más lejana. En el primer tambo que ingresaba, que  se llamaba  “Wisconsin”,  de míster Thomas Harris, ordeñaban desde las doce de la noche. Bajo un gran tinglado, únicamente en éste se hacía el trabajo con máquinas ordeñadoras. El dueño acababa de ponerlo en venta y últimamente buscaba la ocasión de hablar con Juan Gabriel, de un modo tan bajito que ningún rastro quedaba de lo conversado.

-Hay que ver  -se sonreía para sí el muchacho cuando ya se marchaba-  lo que me propone este hombre. A mí. ¿Porqué a mi?

Todos los demás tambos se trabajaban manualmente y a cielo abierto, en precarios corrales, que cada tanto había que cambiarlos de lugar, porque los anegamientos producidos por las pisaduras de los animales eran tan grandes, que no alcanzaban a secarse en invierno. Ni caminar se podía. Por regla general se trataba de explotaciones familiares;  el padre con los hijos, con las hijas, con la señora, rara vez se ocupaba algún peón.

En el interior del camión –un Chevrolet de 1946,  de cabina muy pequeña -  apenas si entraba. La cabeza acariciaba el techo y las piernas encogidas tocaban el volante.

Lo que más le gustaba del recorrido era llegar al tambo La Julia. Allí ordeñaban don Alfredo y sus dos hijos. También había un boyerito, Manuel, que se encargaba de abrir y cerrar la tranquera, de aprestar las vacas, de manearles las patas y de preparar la “crema” para untarles las tetas.

La familia de La Julia se completaba con la mamá, doña Ricarda, enfermera en la Sala  y con la hija, Lucía, recién recibida de maestra y esperando nombramiento. La única aparición que hacía en el corral se producía cuando llegaba Juan Gabriel y ella le cebaba mate.

Ojos y pelo negro, de buena figura, no tardó el joven en sentirse atraído.

Pero al mismo tiempo cayó en la cuenta que doña Ricarda se mostraba reacia a esos encuentros. Comenzó un día llamándola desde la casa. Y otra vez lo mismo.  Parecía que siempre la apremiaba algo para hacerle hacer.

Doña Ricarda tenía un carácter enérgico. Aún conservaba bien su buen cuerpo. Acostumbrada a que se le obedezca en el trabajo, hablaba como si estuviera dando órdenes.

Cierta mañana, mientras saboreaba los  mates de Lucía, irrumpió con violencia:

-¿Se le ha perdido algo a usté camionero? -le preguntó con la mirada fija-

-No doña Ricarda, le estaba contando a Lucía que…que…que…

-¡Qué!

-Que el camino está muy feo y que por eso me atraso.

-Pues entonces por nosotros no se demore ni un minuto más. Y cuando se vaya cierre la tranquera.


Juan Gabriel se subió al camión y salió de allí a la carrera.

Una vez solas la madre siguió descargando enojo en su hija:

-¿Qué taba diciendo este sinvergüenza?

-Nada mamá lo que oíste.

-¿Y vo’ lo escuchá’? ¿Y vo’ leda alas?

-Mamá yo estoy harta de estar acá, en medio de tanta bosta.

-Vo’ no so’ pa’ ningún mugriento, pa’ ningún saparrastroso, pa’ ningún paisano taimado… Ya te voy a decir yo pa’ quién so’ cuando lo encuentre.

El quedó desconcertado, ¿qué le pasa a esta mujer que me trata tan mal? se preguntaba. Qué vieja condenada.

Pasó un tiempo en el que el único contacto era un saludo con la mano que se hacían a la distancia.

¡Cuánto le gustaba la chica!

En realidad al muchacho le estaban sucediendo cosas que en su inocencia, tardaba en reconocerlas. La familia de la que venía…..En esos mismos días había vuelto a ser centro de comentarios en el pueblo. En la carnicería de su padre se vendía la carne demasiado barata y una denuncia terminó en allanamiento. Encontraron en el fondo cueros contraseñalados y una colección de marcas de fuego. Si no había ido preso era porque había “arreglado” el asunto. Eso a Juan Gabriel le disgustaba, pero  le resultaba imposible cambiarlo.

-Así, por pura maña  –pensaba- vive el que ha nacido para cuatrero.

Poco a poco conoció otros trabajos de los tambos, como lavar los tarros, almacenar granos de maíz o de sorgo en los silos, arar, rastrear y sembrar los campos, conseguir de donde sea suplementos de alimentación para las vacas, sacarlas a comer afuera si se hubieran agotado las reservas, darles de comer a los terneros. Incluso no le faltó ocasión de sentarse en el banquito “T” que llevaba en el camión y ordeñar reemplazando alguna ausencia, con tal de que no se demorara la entrega, porque en todas partes lo esperaban. Conoció  la necesidad de los ordeñadores de usar muñequeras, conoció las lastimaduras en los dedos y no le faltó en el camión la capa “encerado” para protegerse de las lluvias.

Estando solo en su casa miró por la ventana. Todo estaba lleno de nieve. El Crest Park casi no se distinguía bajo la gruesa alfombra blanca.

Era un sábado y le gustaba preparar todo, junto a su esposa Susana, para cuando llegaran sus hijos Jack, Rose y Dave, con sus nietos, a pasar el domingo. Esa era una costumbre que él había impuesto.

-Yo tuve –solía discurrir- dos personas fundamentales en mi vida: Mr. Harris, mi patrón, mi amigo, mi mentor y Susana, mi esposa. Mr. Harris fue quién me inició en el negocio. Trabajamos mucho y a todo lo que hoy se puede ver en nuestro campo, lo construimos juntos. Antes de fallecer me lo dejo íntegro a mí;  es que él no tenía herederos.

Desde entonces las ganancias se dispararon. 

Le gustó ver la inmensidad de la noche en los campos, los faroles encendidos en los corrales, uno por aquí, otro por allá. En medio  del silencio oyó la resonancia de algún cencerro lejano y al clarear el vibrante grito de los teros. Con el sereno matinal también escuchó el  tempranero canto de los zorzales. Reconoció el olor dulzón de las vacas y apreció el esfuerzo de aquellos trabajadores rudos para tener listos los tarros de leche cuando pasaba el camión a la hora establecida. Hasta la propia lluvia le gustaba.

Todo lo que se veía como “sacrificio” o como “malo”, era lindo para él.

Una mañana al llegar a La Julia, Lucía le pidió –aprovechando que  su madre había cambiado de turno y  no estaba presente- que la llevara al pueblo. Aceptó encantado.

En la pequeña cabina quedaron muy cerca el uno del otro. Fue cuando él accionó la palanca de cambios que ella posó su mano sobre la de él. Aquel se convirtió en un instante sublime que ambos vivieron en silencio.

Pero Lucía quiso dejar pasar unos días para anunciar el noviazgo. Quizá así podría amainar las volcánicas iras de su madre. De todos modos la fecha de inicio quedó establecida. Sería en la noche de  carnaval.

Juan Gabriel le encargó al sastre la confección de una bombacha oscura, para que hiciera juego con la corralera. También tenía un pañuelo de cuello blanco y con esa combinación de colores, imaginó, se vería elegante. Le gustaba vestir de gaucho.

Si el baile comenzaba a las 9 de la noche, tendría tiempo de salir de él, cambiarse, que para eso llevaba una muda de ropa de trabajo en el camión y luego hacer el recorrido.

Alrededor de las diez de la noche se presentó en el club. Saludó a jóvenes amigos, a vecinos, a familiares. Intercambió algunas palabras con cada uno de ellos

Después fue testigo del ingreso de Lucía, le pareció encantadora con su vestido floreado, sus zapatos de taco y su collar. Tomándola del brazo, como si tuviera miedo de que se le volara entró doña Ricarda y atrás el resto de la familia, saludando también ellos a sus conocidos;  por la sonrisa parecía que la mamá venía de buen humor.

Comenzó la orquesta con alegres cumbias y Juan Gabriel se acercó a la mesa con intención de saludar y sacarla a bailar a Lucía que esperándolo,  ya se había puesto de pie.

Lo recibió doña Ricarda con gesto severo y voz en alto.

-No, no baila. Sentate vo’ le ordenó a su hija. Ya tedicho que no so’ pa’ ningún paisano.

-Doña Ricarda - intentó frenarla-  respeto, yo no le hice nada a usté.

-Callate, vosoloqueso’, hijo y nieto de cuatreros.

A los gritos. Lo que vino después Juan Gabriel ya no lo recordó, solo la imagen de la señora armada de todo aquello que la bestia humana puede acumular,  increpándolo y diciéndole:

-¡Rajá de acá!

Lucía en silencio y con los ojos bajos,  probablemente por el goteo de veneno a que habría sido sometida, se había vuelto a sentar. No hacía ni un gesto en su apoyo, no acudía en su ayuda. Nada.

Sintió el peso de muchas miradas sobre sus hombros.

No quiso estar más en el salón y salió a la vereda; una mezcla de emociones horribles se concentraban dentro suyo.

Levantó la vista y vio el camión estacionado a una cuadra. Recordó que adentro tenía la ropa de trabajo. Fue como si supiera qué tenía que hacer, como si de golpe alguien lo tomara suavemente del brazo y lo condujera,  bajo el impulso de una palabra -¡basta!- que le resonaba en lo íntimo.

-Esta misma noche, se dijo a sí mismo, hablaré con míster Harris. Si la oferta sigue en pie, agarro. Allí también hay tambos.

El camino oscureaba como nunca. A marcha lenta para no llegar demasiado temprano, le pareció que la cabina era lugar propicio para embutirse.

Imágenes sueltas se le presentaban de continuo, había sido Granadero, no había faltado ni un solo día al trabajo, había aprendido un oficio duro y que le gustaba, quiso desprenderse de la mala fama de su padre que tan mal le caía y también había conocido lo que era querer a una mujer. Nada de eso sobraba en la vida de un hombre.

Dos meses después de lo sucedido, sin que mediaran despedidas ni con amigos, ni con su familia, ni con Lucía, a quién nunca más volvería a ver, ya estaba trabajando en un proyecto de tambo junto a su nuevo patrón, en el estado de Wisconsin, en Estados Unidos.

Parado en la puerta de su casa, en la elegante ciudad de Madison,  mientras esperaba a que el personal training lo pasara a buscar para hacer la rutina de gimnasia en un club, pensó que en el año actual, 2020, se cumplían 60 desde que  había tomado la decisión de comenzar una nueva vida.

-Yo quería ser -se dijo en soliloquio- un hombre de virtud, un hombre cabal, un hombre de verdad y allí no lo hubiera podido ser.

Me casé con Susana, una mujer extraordinaria, inmigrante como yo,  que vino con su familia desde el Uruguay. Con ella tuve tres hijos maravillosos, los varones se ocupan hoy del gran tambo del que somos dueños.

Pero la mujer que amé fue Lucía. Con ella solo tuve un corto momento de intimidad en el camión. Las caricias en mi mano es todo lo que me queda de aquel amor y es por eso que se lo agradezco. Si no fuera por ella ni eso tendría. Esperé a que saliera en mi defensa cuando su madre me atacó, pero no lo hizo.

Fue en el baile, un lunes de carnaval, en 1960, un día como hoy,  29 de febrero.

 






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