Por Miguel Garin
Como anticipé en mi nota anterior en el trayecto desde Ingeniero Jacobacci hasta Esquel, en viaje que hice en el Trochita, en junio de 1974, viajaban también dos personajes muy graciosos, Santibáñez y Mor. Eran de la zona y amigos de otras personas que iban en el tren. Además saludaban o eran saludados por conocidos suyos en las estaciones intermedias.
Se los identificaba como “los viejos”, pero eran gente a los que todavía les faltaban años para la jubilación.
Santibáñez provocaba en el tren una y otra vez a Mor y este se hacía el que juntaba bronca. Al final comenzaba a pegarle por todo el cuerpo con el poncho enrollado. Entonces Santibáñez se achuchaba y gritaba ¡alto el fuego! O también ¡cuartel! Cuando la tunda de Mor seguía, Santibáñez suplicaba “clemencia” o “misericordia”, cualquier cosa que moderara el castigo.
Veces había que una mirada de desprecio o de desafío de Santibáñez, provocaba la reacción de Mor. Y veces en que los roles se daban vuelta, entonces Mor pasaba a ser el que fustigaba y Santibáñez el que arremetía. En Esquel era conocidos porque a donde fueran llevaban con ellos estas escenas y pantomimas muy cómicas fingiendo peleas o divergencias desopilantes.
Cuando anocheció y ya no se podía mirar más el paisaje, comenzaron a pedirle a Santibáñez que contara un cuento, al parecer era buen cuentista. El pedido se reiteró varias veces pero él se hacía rogar.
Recién cuando estuvo seguro que había interés, que había expectativa en escucharlo, hizo un paneo con la vista mirando a todos y comenzó el relato.
He aquí lo más saliente de aquel cuento que escuché en noche tan lejana en el Trochita y que era mucho más largo que esto. Para poder contarlo he tenido que recurrir a palabras mías, pero el argumento es el original. La interpretación de Santibáñez fue muy buena. Verdad es que tenía bien ganada la fama.
EL GAUCHO “COMADREJA”
Voy a contar la historia del gaucho “Comadreja”, que era un gaucho atrevido, un gaucho mandinga, que vivía en una pobre chacra, allá, al pie de la montaña La Maroma, la más alta de todas. Tan alta es que nunca se le puede ver la cumbre, porque siempre está envuelta en brumas, nubes y neblinas y es así que se desconoce qué forma tiene arriba.
Este Comadreja había agarrado una maña muy fea: a la noche, de madrugada, sacaba sus animales, algunas vaquitas con sus terneros, algunas ovejas y los llevaba a comer pasto a las chacras vecinas, de esa forma, ahorraba el suyo. El muy ladino, para disimular, un día los llevaba a un vecino, al otro día a otro.
Entre los animales que llevaba estaba su yegua Campanita, que era el ser que más quería en el mundo entero. Era una yegua mala, el único que la podía montar era él mismo, cualquier otro que lo intentara terminaba en el suelo con un terrible porrazo porque la yegua empezaba a corcovear y hasta no conseguirlo no paraba. En otra oportunidad, pasando frente a la casa de un vecino le salieron los perros. La Campanita midió bien a uno de ellos, un perro ya viejo, y le tiró una patada que lo mató en el acto. Pero nada de eso le importaba mucho al dueño, él la seguía queriendo.
La cosa es que una noche al entrar en campo ajeno, escuchó una potente voz que le llegó desde la oscuridad y que no hizo sino confirmar lo que se veía venir desde tiempo atrás:
-¡Date preso Comadreja!
Desde ahí fue directo al calabozo.
Luego de unos días de encierro llegó de recorrida el sacerdote y le propuso confesión. Pensó un momento y le pareció bueno que mientras se resolvía su asunto con la autoridad, se fueran saldando las cuentas con el Creador. Además, la confesión se hacía debajo de un árbol, en el patio del puesto policial y era una oportunidad para airearse. “Total que mas da – calculó - con una leve penitencia dejo arregladas estas cosas”.
Lo atendió severo el sacerdote y cuando hubo terminado le dijo:
“Mirá Comadreja: tus pecados son muy graves porque vos, con tu maña, has dejado sin comida a los animalitos de los campos vecinos. No los puedo perdonar sino es con una penitencia fuerte, algo que te duela, para que no vuelvas a hacerlo nunca más. Te doy como penitencia que subas hasta la misma cumbre de la montaña La Maroma”
.
Escuchó perplejo el gaucho mandinga, la vaca se le había vuelto toro y esto era mucho más de lo esperado, se maldijo por haber aceptado la confesión. “Ah… si me hubiera quedado quieto en el calabozo –barruntaba - ahora no tendría este problema ¡subir a La Maroma nada menos!” Pero quedó calladito.
Ya en libertad una mañana bien temprano les dio de comer a sus animales y acometió la montaña. ¡Quién me manda a confesarme! pensaba a cada paso que daba. Caminó, trepó, escalo, llegó muy alto, muy alto y ese día se produjo un milagro, de golpe se disiparon las brumas, las nubes y neblinas y disfrutó de una vista inigualable. Desde allí miraba las praderas, las chacras, las casas ¡lo veía todo! Por ahí se le dio por mirar el cielo y lo que vio lo atrajo de modo irresistible: a través de una enorme rendija, podía ver el Cielo, ese sitio al que todo cristiano quiere llegar si ha vivido con virtud.
Desde la altura a la que había llegado, la rendija le quedaba al alcance de la mano, podía acceder. Se arrimó, se asomó y como nadie lo frenó, entró.
Lo que veía era todo hermosura, jardines, colores, flores enormes. Escondido detrás de un árbol veía a los ángeles, a los arcángeles, a los santos, a las vírgenes y a otras divinidades….
Pero de tanto estar espiando lo vieron y un grupo de vírgenes se le vino al humo:
-¿Qué hacés acá le preguntaron. ¿Con permiso de quién entraste?
Comadreja contó su historia, había subido a La Maroma por una penitencia, vio la rendija en el Cielo y como nadie lo frenó, entró.
En eso se sumó un ángel muy alto, se ve que era el que mandaba, escuchó lo que decía y al cabo hizo una conferencia con las vírgenes, platicaron reunidos en círculo.
Como resultado una de ellas le dijo que siendo que desde lo alto se veía mejor la conducta de los hombres, que el esfuerzo que había hecho para subir la montaña era muy grande y teniendo en cuenta que era por una penitencia, le ofrecían quedarse en el Cielo.
Se le iluminó la cara porque la oferta era muy buena, pero al momento se acordó de su yegua Campanita y le preguntó si la podía traer.
-No, vos sí pero ella no, fue la seca respuesta.
“Tu yegua – continuo la virgen - ha corcoveado y golpeado a varios jinetes y además de una patada mato un perro, aún tiene mucho que aprender allá abajo, es mala y acá solo entran los buenos”.
Quedó pensando Comadreja y con fastidio decidió rechazar la propuesta. ¿Cómo dejar sola a la yegua? ¿Y cuando se le acabara la comida quién se ocuparía de ella? Así que comenzó a descender.
En el regreso cavilaba una y otra vez en lo que había visto. Hacía mucho frío y en un claro que encontró en la montaña, juntando unas ramas secas, hizo fuego para calentarse un poco.
El fuego suele ser seductor sobre las personas y contemplando las llamas es común que al hombre se le dilate el corazón y que a su alma le lleguen dulces reflexiones….
Pero como nuestro protagonista era un gaucho ladino, lejos de eso, el fuego lo llevó a una nueva treta: “ya está” pensó de golpe. “Lo que voy hacer - dijo sonriéndose - es ir a buscar la yegua y traerla y entrar al Cielo escondido, ¿quién me va a ver? ¡Es tan grande la rendija de entrada!
Pensando y haciendo al mismo tiempo, apagó el fuego y a tranco largo descendió de la montaña.
Llegó a su pobre chacra y al día siguiente después de descansar bien y de darles de comer a sus animalitos, se despidió de ellos. A la yegua le puso un bozal y un cabestro y salió para la montaña llevándola de tiro.
Subieron muy alto, muy alto, pero no hallaron más que desconcierto; allí arriba era ahora todo distinto, es que esta vez no se disiparon las brumas, las nubes y las neblinas y no pudo Comadreja encontrar la enorme rendija de entrada, por lo que quedaron vagando eternamente por la cumbre de La Maroma sin poder entrar al Cielo.
El, por gaucho atrevido, por gaucho mandinga y ella por bellaca y mala.
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