Por Miguel Garin
En 1960 don Saturnino Udaeta
era el hombre más importante del pueblo de San Gabriel.
Ocupaba el cargo de Delegado Municipal y teniendo que determinar un nuevo lugar para emplazar los corrales para los remates de hacienda, decidió hacer una asamblea de vecinos. Había dos posibilidades y ambas recogían por igual aprobaciones y desaprobaciones.
-Lo mejor –pensó con acierto- es que lo decidan los propios vecinos y de paso me quito el peligro de equivocarme. ¡Qué lo decidan ellos!
Don Saturnino preparó con
tiempo la asamblea. Pensó en todos los detalles. En la mesa estaría acompañado
por Ramiro Ramírez, toda una garantía. A su vez doña Clara, directora de la
escuela, sería Secretaría de Actas.
En San Gabriel aún no había
escuela secundaria. A lo máximo que se podía acceder era a sexto grado.
El vecindario era gente sencilla, vinculada directa o
indirectamente al campo. Como se esperaba mucha gente, don Saturnino consiguió
que el Jefe de Estación le hiciera espacio en uno de los galpones, para que
sirviera de recinto de deliberaciones. El Club Olímpico prestó las sillas.
Todo pensado. Todo
programado, la Asamblea sería un éxito que terminaría con las discusiones y la
cuestión quedaría arreglada de una vez por todas.
Una sola cosa lo preocupaba:
el profesor Joaquín Acuña Aroncena.
Era este un hombre que por
décadas había sido profesor de filosofía en la Universidad Nacional de Córdoba.
Ahora hacía vida de jubilado en su estancia, cercana al pueblo.
Cuando tomaba la palabra no
había quién le hiciera cerrar la boca. Pero ni siquiera ese era el principal
problema, como veremos más adelante.
Abierto el Registro de
Oradores, fue de los primeros en anotarse. Cuando le llegó el momento caminó
solemne al frente. Su aire distinguido, su exquisita elegancia, seguramente le
habrían hecho creer que estaba en el Salón de Actos de la Universidad y que el
auditorio estaba compuesto por catedráticos.
Tal como lo preocupaba a don Saturnino, el largo
preámbulo tornó difuso el discurso y a poco de comenzar brotaron palabras que
estaban muy lejos de la comprensión de aquella audiencia:
-Ecléctico –dijo – y también panegírico, ontológico,
ininteligible.
Frente al galpón del ferrocarril estaba el almacén de
ramos generales. En el largo palenque se podía ver al tobiano del Negro
Almirón, al alazán de Palmiro Gauna, al tordillo del Chato Escapela, al sulky
de Bonifacio Torres, al charré de Amorín y a la jardinera de Amalio Ventura. Todos sus dueños estaban en la Asamblea.
-Existir –afirmaba con elocuencia el profesor- es un
perpetuo cambiar. Y luego axiología, estoicismo, onírico, semiótica, dogmático.
En el colmo de la desesperación don Saturnino le hizo
entender que había otros oradores esperando el turno. Si denso había sido el
preámbulo, el epílogo no fue mejor.
En las frases finales, hablaba “del fluir de la realidad”. Y después
empirismo, silogismo, gnóstico.
La Asamblea luego de este suceso continuó y llegó a un
resultado claro, tal como lo quería don Saturnino. Los concurrentes
aprovecharon para saludarse, conocer a nuevas personas y a reencontrarse.
Hablaron de lo que tanto les gustaba, de los hijos, de los nietos, de las
cosechas, de las esperanzas, de la vida. Saliendo del “recinto” Anselmo
Esparza, encargado del campo Las Hortensias, se encontró de frente con el profesor y no
dudó en preguntarle:
-¿Qué le pareció la Asamblea profesor?
-La Asamblea no me pareció mala. Pero en cuanto a los
resultados soy escéptico, muy escéptico.
Momentos después la señora de Anselmo quiso saber la
respuesta.
-Dijo que es diabético, muy diabético.
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