Por Miguel Garin
Miró el almanaque y por un
momento quedó tieso. Conmovido. Era el 29 de febrero.
Se extrañó que hubieran pasado tantos años sin recordar esa fecha, como
si hubiera perdido relevancia para él, como si lo sucedido en tan lejana
noche, estuviera adormilado en su
interior.
Ahora en cambio, se le
presentaban las circunstancias completas, el desarrollo de los hechos, de una
manera distinta, más grande, más completa, todo el día permaneció con esa
sensación en la cabeza.
Sentado en el living de su casa, en silencio, giró la vista a la derecha
y le pareció verla a ella, a Lucía, con su hermosa cabellera de entonces y
creyó sentir el calor de su mano como
cuando la apoyó sobre la suya, aquella
vez.
La reaparición de este recuerdo –reflexionó- lo condujo a reencontrarse con aquel gran desencuentro.
Juan Gabriel era un muchacho
alto, de buenos músculos, siempre había trabajado en el campo. Recién dado de
baja del Servicio Militar, que para su orgullo había hecho en el Regimiento de
Granaderos a Caballo, consiguió trabajo para manejar un camión con el que
recoger leche y llevarla a la Cooperativa de Tamberos. Sociable, buen bailarín y criollito de
corazón. En el pueblo, sea por la procedencia familiar o sea por los recelos
que suele despertar el que con nadie se mete, no era bien mirado.
Se levantaba muy temprano
para hacer el recorrido diario, sin faltar ni un solo día, sin tener descanso
alguno.
A las tres y media de la
mañana estaba en el camino. Saliendo
pasaba por el horno de ladrillos y un poco más adelante se internaba en la zona
de los tambos. A esa hora el que más o el que menos, ya todos estaban haciendo
lo suyo, juntando las vacas del campo algunos, maneando las patas o lavando las
ubres otros, para iniciar el ordeñe
Pero él comenzaba por la
otra punta, la más lejana. En el primer tambo que ingresaba, que se llamaba
“Wisconsin”, de míster Thomas
Harris, ordeñaban desde las doce de la noche. Bajo un gran tinglado, únicamente
en éste se hacía el trabajo con máquinas ordeñadoras. El dueño acababa de
ponerlo en venta y últimamente buscaba la ocasión de hablar con Juan Gabriel,
de un modo tan bajito que ningún rastro quedaba de lo conversado.
-Hay que ver
-se sonreía para sí el muchacho cuando ya se marchaba- lo que me propone este hombre. A mí. ¿Porqué
a mi?
Todos los demás tambos se
trabajaban manualmente y a cielo abierto, en precarios corrales, que cada tanto
había que cambiarlos de lugar, porque los anegamientos producidos por las
pisaduras de los animales eran tan grandes, que no alcanzaban a secarse en
invierno. Ni caminar se podía. Por regla general se trataba de explotaciones
familiares; el padre con los hijos, con
las hijas, con la señora, rara vez se ocupaba algún peón.
En el interior del camión –un Chevrolet de 1946, de cabina muy pequeña - apenas si entraba. La cabeza acariciaba el techo y las piernas encogidas tocaban el volante.
Lo que más le gustaba del
recorrido era llegar al tambo La Julia. Allí ordeñaban don Alfredo y sus dos
hijos. También había un boyerito, Manuel, que se encargaba de abrir y cerrar la
tranquera, de aprestar las vacas, de manearles las patas y de preparar la
“crema” para untarles las tetas.
La familia de La Julia se
completaba con la mamá, doña Ricarda, enfermera en la Sala y con la hija, Lucía, recién recibida de
maestra y esperando nombramiento. La única aparición que hacía en el corral se
producía cuando llegaba Juan Gabriel y ella le cebaba mate.
Ojos y pelo negro, de buena
figura, no tardó el joven en sentirse atraído.
Pero al mismo tiempo cayó en
la cuenta que doña Ricarda se mostraba reacia a esos encuentros. Comenzó un día
llamándola desde la casa. Y otra vez lo mismo.
Parecía que siempre la apremiaba algo para hacerle hacer.
Doña Ricarda tenía un
carácter enérgico. Aún conservaba bien su buen cuerpo. Acostumbrada a que se le
obedezca en el trabajo, hablaba como si estuviera dando órdenes.
Cierta mañana, mientras
saboreaba los mates de Lucía, irrumpió
con violencia:
-¿Se le ha perdido algo a usté camionero? -le preguntó
con la mirada fija-
-No doña Ricarda, le estaba contando a Lucía
que…que…que…
-¡Qué!
-Que el camino está muy feo y que por eso me atraso.
-Pues entonces por nosotros no se demore ni un minuto
más. Y cuando se vaya cierre la tranquera.
Juan Gabriel se subió al
camión y salió de allí a la carrera.
Una vez solas la madre
siguió descargando enojo en su hija:
-¿Qué taba diciendo este sinvergüenza?
-Nada mamá lo que oíste.
-¿Y vo’ lo escuchá’? ¿Y vo’ leda alas?
-Mamá yo estoy harta de estar acá, en medio de tanta bosta.
-Vo’ no so’ pa’ ningún mugriento, pa’ ningún saparrastroso, pa’ ningún paisano taimado… Ya te voy a decir yo pa’ quién so’ cuando lo encuentre.
El quedó desconcertado, ¿qué le pasa a esta mujer que me trata tan
mal? se preguntaba. Qué vieja condenada.
Pasó un tiempo en el que el
único contacto era un saludo con la mano que se hacían a la distancia.
¡Cuánto le gustaba la chica!
En realidad al muchacho le
estaban sucediendo cosas que en su inocencia, tardaba en reconocerlas. La
familia de la que venía…..En esos mismos días había vuelto a ser centro de
comentarios en el pueblo. En la carnicería de su padre se vendía la carne
demasiado barata y una denuncia terminó en allanamiento. Encontraron en el
fondo cueros contraseñalados y una colección de marcas de fuego. Si no había
ido preso era porque había “arreglado” el asunto. Eso a Juan Gabriel le
disgustaba, pero le resultaba imposible
cambiarlo.
-Así, por pura maña –pensaba- vive el que ha nacido para cuatrero.
Poco a poco conoció otros trabajos de los tambos, como lavar los tarros, almacenar granos de maíz o de sorgo en los silos, arar, rastrear y sembrar los campos, conseguir de donde sea suplementos de alimentación para las vacas, sacarlas a comer afuera si se hubieran agotado las reservas, darles de comer a los terneros. Incluso no le faltó ocasión de sentarse en el banquito “T” que llevaba en el camión y ordeñar reemplazando alguna ausencia, con tal de que no se demorara la entrega, porque en todas partes lo esperaban. Conoció la necesidad de los ordeñadores de usar muñequeras, conoció las lastimaduras en los dedos y no le faltó en el camión la capa “encerado” para protegerse de las lluvias.
Estando solo en su casa miró por la ventana. Todo estaba lleno de nieve.
El Crest Park casi no se distinguía bajo la gruesa alfombra blanca.
Era un sábado y le gustaba preparar todo, junto a su esposa Susana, para
cuando llegaran sus hijos Jack, Rose y Dave, con sus nietos, a pasar el
domingo. Esa era una costumbre que él había impuesto.
-Yo tuve –solía discurrir- dos personas fundamentales en mi vida: Mr.
Harris, mi patrón, mi amigo, mi mentor y Susana, mi esposa. Mr. Harris fue
quién me inició en el negocio. Trabajamos mucho y a todo lo que hoy se puede
ver en nuestro campo, lo construimos juntos. Antes de fallecer me lo dejo
íntegro a mí; es que él no tenía
herederos.
Desde entonces las ganancias se dispararon.
Le gustó ver la inmensidad
de la noche en los campos, los faroles encendidos en los corrales, uno por
aquí, otro por allá. En medio del
silencio oyó la resonancia de algún cencerro lejano y al clarear el vibrante grito
de los teros. Con el sereno matinal también escuchó el tempranero canto de los zorzales. Reconoció
el olor dulzón de las vacas y apreció el esfuerzo de aquellos trabajadores
rudos para tener listos los tarros de leche cuando pasaba el camión a la hora
establecida. Hasta la propia lluvia le gustaba.
Todo lo que se veía como “sacrificio” o como “malo”, era lindo para él.
Una mañana al llegar a La
Julia, Lucía le pidió –aprovechando que
su madre había cambiado de turno y
no estaba presente- que la llevara al pueblo. Aceptó encantado.
En la pequeña cabina
quedaron muy cerca el uno del otro. Fue cuando él accionó la palanca de cambios
que ella posó su mano sobre la de él. Aquel se convirtió en un instante sublime
que ambos vivieron en silencio.
Pero Lucía quiso dejar pasar
unos días para anunciar el noviazgo. Quizá así podría amainar las volcánicas
iras de su madre. De todos modos la fecha de inicio quedó establecida. Sería en
la noche de carnaval.
Juan Gabriel le encargó al
sastre la confección de una bombacha oscura, para que hiciera juego con la
corralera. También tenía un pañuelo de cuello blanco y con esa combinación de
colores, imaginó, se vería elegante. Le gustaba vestir de gaucho.
Si el baile comenzaba a las
9 de la noche, tendría tiempo de salir de él, cambiarse, que para eso llevaba una
muda de ropa de trabajo en el camión y luego hacer el recorrido.
Alrededor de las diez de la
noche se presentó en el club. Saludó a jóvenes amigos, a vecinos, a familiares.
Intercambió algunas palabras con cada uno de ellos
Después fue testigo del ingreso
de Lucía, le pareció encantadora con su vestido floreado, sus zapatos de taco y
su collar. Tomándola del brazo, como si tuviera miedo de que se le volara entró
doña Ricarda y atrás el resto de la familia, saludando también ellos a sus
conocidos; por la sonrisa parecía que la mamá venía de
buen humor.
Comenzó la orquesta con
alegres cumbias y Juan Gabriel se acercó a la mesa con intención de saludar y
sacarla a bailar a Lucía que esperándolo, ya se había puesto de pie.
Lo recibió doña Ricarda con
gesto severo y voz en alto.
-No, no baila. Sentate vo’ le ordenó a su hija. Ya
tedicho que no so’ pa’ ningún paisano.
-Doña Ricarda - intentó frenarla- respeto, yo no le hice nada a usté.
-Callate, vosoloqueso’, hijo y nieto de cuatreros.
A los gritos. Lo que vino
después Juan Gabriel ya no lo recordó, solo la imagen de la señora armada de todo
aquello que la bestia humana puede acumular,
increpándolo y diciéndole:
-¡Rajá de acá!
Lucía en silencio y con los
ojos bajos, probablemente por el goteo
de veneno a que habría sido sometida, se había vuelto a sentar. No hacía ni un
gesto en su apoyo, no acudía en su ayuda. Nada.
Sintió el peso de muchas
miradas sobre sus hombros.
No quiso estar más en el
salón y salió a la vereda; una mezcla de emociones horribles se concentraban
dentro suyo.
Levantó la vista y vio el
camión estacionado a una cuadra. Recordó que adentro tenía la ropa de trabajo.
Fue como si supiera qué tenía que hacer, como si de golpe alguien lo tomara
suavemente del brazo y lo condujera, bajo
el impulso de una palabra -¡basta!- que le resonaba en lo íntimo.
-Esta misma noche, se dijo a sí mismo, hablaré con
míster Harris. Si la oferta sigue en pie, agarro. Allí también hay tambos.
El camino oscureaba como
nunca. A marcha lenta para no llegar demasiado temprano, le pareció que la
cabina era lugar propicio para embutirse.
Imágenes sueltas se le presentaban de continuo, había sido Granadero, no había faltado ni un solo día al trabajo, había aprendido un oficio duro y que le gustaba, quiso desprenderse de la mala fama de su padre que tan mal le caía y también había conocido lo que era querer a una mujer. Nada de eso sobraba en la vida de un hombre.
Dos meses después de lo
sucedido, sin que mediaran despedidas ni con amigos, ni con su familia, ni con
Lucía, a quién nunca más volvería a ver, ya estaba trabajando en un proyecto de
tambo junto a su nuevo patrón, en el estado de Wisconsin, en Estados Unidos.
Parado en la puerta de su casa, en la elegante ciudad de Madison, mientras esperaba a que el personal training lo pasara a buscar para hacer la rutina de gimnasia en un club, pensó que en el año actual, 2020, se cumplían 60 desde que había tomado la decisión de comenzar una nueva vida.
-Yo quería ser -se dijo en soliloquio- un hombre de virtud, un hombre
cabal, un hombre de verdad y allí no lo hubiera podido ser.
Me casé con Susana, una mujer extraordinaria, inmigrante como yo, que vino con su familia desde el Uruguay. Con
ella tuve tres hijos maravillosos, los varones se ocupan hoy del gran tambo del
que somos dueños.
Pero la mujer que amé fue Lucía. Con ella solo tuve un corto momento de
intimidad en el camión. Las caricias en mi mano es todo lo que me queda de
aquel amor y es por eso que se lo agradezco. Si no fuera por ella ni eso
tendría. Esperé a que saliera en mi defensa cuando su madre me atacó, pero no
lo hizo.
Fue en el baile, un lunes de carnaval, en 1960, un día como hoy, 29 de febrero.