sábado, 29 de febrero de 2020

EL AMOR ENTRE LOS TAMBOS (Cuento)

Por Miguel Garin

Miró el almanaque  y por un momento quedó tieso. Conmovido. Era el 29 de febrero.

Se extrañó que hubieran pasado tantos años sin recordar esa fecha, como si hubiera perdido relevancia para él, como si lo sucedido en tan lejana noche,  estuviera adormilado en su interior.

Ahora en cambio,  se le presentaban las circunstancias completas, el desarrollo de los hechos, de una manera distinta, más grande, más completa, todo el día permaneció con esa sensación en la cabeza.

Sentado en el living de su casa, en silencio, giró la vista a la derecha y le pareció verla a ella, a Lucía, con su hermosa cabellera de entonces y creyó sentir  el calor de su mano como cuando la apoyó sobre la suya,  aquella vez.

La reaparición de este recuerdo  –reflexionó-  lo condujo a reencontrarse con aquel gran desencuentro.

Juan Gabriel era un muchacho alto, de buenos músculos, siempre había trabajado en el campo. Recién dado de baja del Servicio Militar, que para su orgullo había hecho en el Regimiento de Granaderos a Caballo, consiguió trabajo para manejar un camión con el que recoger leche y llevarla a la Cooperativa de Tamberos.  Sociable, buen bailarín y criollito de corazón. En el pueblo, sea por la procedencia familiar o sea por los recelos que suele despertar el que con nadie se mete, no era bien mirado.

Se levantaba muy temprano para hacer el recorrido diario, sin faltar ni un solo día, sin tener descanso alguno.

A las tres y media de la mañana  estaba en el camino. Saliendo pasaba por el horno de ladrillos y un poco más adelante se internaba en la zona de los tambos. A esa hora el que más o el que menos, ya todos estaban haciendo lo suyo, juntando las vacas del campo algunos, maneando las patas o lavando las ubres otros,  para iniciar el ordeñe

Pero él comenzaba por la otra punta, la más lejana. En el primer tambo que ingresaba, que  se llamaba  “Wisconsin”,  de míster Thomas Harris, ordeñaban desde las doce de la noche. Bajo un gran tinglado, únicamente en éste se hacía el trabajo con máquinas ordeñadoras. El dueño acababa de ponerlo en venta y últimamente buscaba la ocasión de hablar con Juan Gabriel, de un modo tan bajito que ningún rastro quedaba de lo conversado.

-Hay que ver  -se sonreía para sí el muchacho cuando ya se marchaba-  lo que me propone este hombre. A mí. ¿Porqué a mi?

Todos los demás tambos se trabajaban manualmente y a cielo abierto, en precarios corrales, que cada tanto había que cambiarlos de lugar, porque los anegamientos producidos por las pisaduras de los animales eran tan grandes, que no alcanzaban a secarse en invierno. Ni caminar se podía. Por regla general se trataba de explotaciones familiares;  el padre con los hijos, con las hijas, con la señora, rara vez se ocupaba algún peón.

En el interior del camión –un Chevrolet de 1946,  de cabina muy pequeña -  apenas si entraba. La cabeza acariciaba el techo y las piernas encogidas tocaban el volante.

Lo que más le gustaba del recorrido era llegar al tambo La Julia. Allí ordeñaban don Alfredo y sus dos hijos. También había un boyerito, Manuel, que se encargaba de abrir y cerrar la tranquera, de aprestar las vacas, de manearles las patas y de preparar la “crema” para untarles las tetas.

La familia de La Julia se completaba con la mamá, doña Ricarda, enfermera en la Sala  y con la hija, Lucía, recién recibida de maestra y esperando nombramiento. La única aparición que hacía en el corral se producía cuando llegaba Juan Gabriel y ella le cebaba mate.

Ojos y pelo negro, de buena figura, no tardó el joven en sentirse atraído.

Pero al mismo tiempo cayó en la cuenta que doña Ricarda se mostraba reacia a esos encuentros. Comenzó un día llamándola desde la casa. Y otra vez lo mismo.  Parecía que siempre la apremiaba algo para hacerle hacer.

Doña Ricarda tenía un carácter enérgico. Aún conservaba bien su buen cuerpo. Acostumbrada a que se le obedezca en el trabajo, hablaba como si estuviera dando órdenes.

Cierta mañana, mientras saboreaba los  mates de Lucía, irrumpió con violencia:

-¿Se le ha perdido algo a usté camionero? -le preguntó con la mirada fija-

-No doña Ricarda, le estaba contando a Lucía que…que…que…

-¡Qué!

-Que el camino está muy feo y que por eso me atraso.

-Pues entonces por nosotros no se demore ni un minuto más. Y cuando se vaya cierre la tranquera.


Juan Gabriel se subió al camión y salió de allí a la carrera.

Una vez solas la madre siguió descargando enojo en su hija:

-¿Qué taba diciendo este sinvergüenza?

-Nada mamá lo que oíste.

-¿Y vo’ lo escuchá’? ¿Y vo’ leda alas?

-Mamá yo estoy harta de estar acá, en medio de tanta bosta.

-Vo’ no so’ pa’ ningún mugriento, pa’ ningún saparrastroso, pa’ ningún paisano taimado… Ya te voy a decir yo pa’ quién so’ cuando lo encuentre.

El quedó desconcertado, ¿qué le pasa a esta mujer que me trata tan mal? se preguntaba. Qué vieja condenada.

Pasó un tiempo en el que el único contacto era un saludo con la mano que se hacían a la distancia.

¡Cuánto le gustaba la chica!

En realidad al muchacho le estaban sucediendo cosas que en su inocencia, tardaba en reconocerlas. La familia de la que venía…..En esos mismos días había vuelto a ser centro de comentarios en el pueblo. En la carnicería de su padre se vendía la carne demasiado barata y una denuncia terminó en allanamiento. Encontraron en el fondo cueros contraseñalados y una colección de marcas de fuego. Si no había ido preso era porque había “arreglado” el asunto. Eso a Juan Gabriel le disgustaba, pero  le resultaba imposible cambiarlo.

-Así, por pura maña  –pensaba- vive el que ha nacido para cuatrero.

Poco a poco conoció otros trabajos de los tambos, como lavar los tarros, almacenar granos de maíz o de sorgo en los silos, arar, rastrear y sembrar los campos, conseguir de donde sea suplementos de alimentación para las vacas, sacarlas a comer afuera si se hubieran agotado las reservas, darles de comer a los terneros. Incluso no le faltó ocasión de sentarse en el banquito “T” que llevaba en el camión y ordeñar reemplazando alguna ausencia, con tal de que no se demorara la entrega, porque en todas partes lo esperaban. Conoció  la necesidad de los ordeñadores de usar muñequeras, conoció las lastimaduras en los dedos y no le faltó en el camión la capa “encerado” para protegerse de las lluvias.

Estando solo en su casa miró por la ventana. Todo estaba lleno de nieve. El Crest Park casi no se distinguía bajo la gruesa alfombra blanca.

Era un sábado y le gustaba preparar todo, junto a su esposa Susana, para cuando llegaran sus hijos Jack, Rose y Dave, con sus nietos, a pasar el domingo. Esa era una costumbre que él había impuesto.

-Yo tuve –solía discurrir- dos personas fundamentales en mi vida: Mr. Harris, mi patrón, mi amigo, mi mentor y Susana, mi esposa. Mr. Harris fue quién me inició en el negocio. Trabajamos mucho y a todo lo que hoy se puede ver en nuestro campo, lo construimos juntos. Antes de fallecer me lo dejo íntegro a mí;  es que él no tenía herederos.

Desde entonces las ganancias se dispararon. 

Le gustó ver la inmensidad de la noche en los campos, los faroles encendidos en los corrales, uno por aquí, otro por allá. En medio  del silencio oyó la resonancia de algún cencerro lejano y al clarear el vibrante grito de los teros. Con el sereno matinal también escuchó el  tempranero canto de los zorzales. Reconoció el olor dulzón de las vacas y apreció el esfuerzo de aquellos trabajadores rudos para tener listos los tarros de leche cuando pasaba el camión a la hora establecida. Hasta la propia lluvia le gustaba.

Todo lo que se veía como “sacrificio” o como “malo”, era lindo para él.

Una mañana al llegar a La Julia, Lucía le pidió –aprovechando que  su madre había cambiado de turno y  no estaba presente- que la llevara al pueblo. Aceptó encantado.

En la pequeña cabina quedaron muy cerca el uno del otro. Fue cuando él accionó la palanca de cambios que ella posó su mano sobre la de él. Aquel se convirtió en un instante sublime que ambos vivieron en silencio.

Pero Lucía quiso dejar pasar unos días para anunciar el noviazgo. Quizá así podría amainar las volcánicas iras de su madre. De todos modos la fecha de inicio quedó establecida. Sería en la noche de  carnaval.

Juan Gabriel le encargó al sastre la confección de una bombacha oscura, para que hiciera juego con la corralera. También tenía un pañuelo de cuello blanco y con esa combinación de colores, imaginó, se vería elegante. Le gustaba vestir de gaucho.

Si el baile comenzaba a las 9 de la noche, tendría tiempo de salir de él, cambiarse, que para eso llevaba una muda de ropa de trabajo en el camión y luego hacer el recorrido.

Alrededor de las diez de la noche se presentó en el club. Saludó a jóvenes amigos, a vecinos, a familiares. Intercambió algunas palabras con cada uno de ellos

Después fue testigo del ingreso de Lucía, le pareció encantadora con su vestido floreado, sus zapatos de taco y su collar. Tomándola del brazo, como si tuviera miedo de que se le volara entró doña Ricarda y atrás el resto de la familia, saludando también ellos a sus conocidos;  por la sonrisa parecía que la mamá venía de buen humor.

Comenzó la orquesta con alegres cumbias y Juan Gabriel se acercó a la mesa con intención de saludar y sacarla a bailar a Lucía que esperándolo,  ya se había puesto de pie.

Lo recibió doña Ricarda con gesto severo y voz en alto.

-No, no baila. Sentate vo’ le ordenó a su hija. Ya tedicho que no so’ pa’ ningún paisano.

-Doña Ricarda - intentó frenarla-  respeto, yo no le hice nada a usté.

-Callate, vosoloqueso’, hijo y nieto de cuatreros.

A los gritos. Lo que vino después Juan Gabriel ya no lo recordó, solo la imagen de la señora armada de todo aquello que la bestia humana puede acumular,  increpándolo y diciéndole:

-¡Rajá de acá!

Lucía en silencio y con los ojos bajos,  probablemente por el goteo de veneno a que habría sido sometida, se había vuelto a sentar. No hacía ni un gesto en su apoyo, no acudía en su ayuda. Nada.

Sintió el peso de muchas miradas sobre sus hombros.

No quiso estar más en el salón y salió a la vereda; una mezcla de emociones horribles se concentraban dentro suyo.

Levantó la vista y vio el camión estacionado a una cuadra. Recordó que adentro tenía la ropa de trabajo. Fue como si supiera qué tenía que hacer, como si de golpe alguien lo tomara suavemente del brazo y lo condujera,  bajo el impulso de una palabra -¡basta!- que le resonaba en lo íntimo.

-Esta misma noche, se dijo a sí mismo, hablaré con míster Harris. Si la oferta sigue en pie, agarro. Allí también hay tambos.

El camino oscureaba como nunca. A marcha lenta para no llegar demasiado temprano, le pareció que la cabina era lugar propicio para embutirse.

Imágenes sueltas se le presentaban de continuo, había sido Granadero, no había faltado ni un solo día al trabajo, había aprendido un oficio duro y que le gustaba, quiso desprenderse de la mala fama de su padre que tan mal le caía y también había conocido lo que era querer a una mujer. Nada de eso sobraba en la vida de un hombre.

Dos meses después de lo sucedido, sin que mediaran despedidas ni con amigos, ni con su familia, ni con Lucía, a quién nunca más volvería a ver, ya estaba trabajando en un proyecto de tambo junto a su nuevo patrón, en el estado de Wisconsin, en Estados Unidos.

Parado en la puerta de su casa, en la elegante ciudad de Madison,  mientras esperaba a que el personal training lo pasara a buscar para hacer la rutina de gimnasia en un club, pensó que en el año actual, 2020, se cumplían 60 desde que  había tomado la decisión de comenzar una nueva vida.

-Yo quería ser -se dijo en soliloquio- un hombre de virtud, un hombre cabal, un hombre de verdad y allí no lo hubiera podido ser.

Me casé con Susana, una mujer extraordinaria, inmigrante como yo,  que vino con su familia desde el Uruguay. Con ella tuve tres hijos maravillosos, los varones se ocupan hoy del gran tambo del que somos dueños.

Pero la mujer que amé fue Lucía. Con ella solo tuve un corto momento de intimidad en el camión. Las caricias en mi mano es todo lo que me queda de aquel amor y es por eso que se lo agradezco. Si no fuera por ella ni eso tendría. Esperé a que saliera en mi defensa cuando su madre me atacó, pero no lo hizo.

Fue en el baile, un lunes de carnaval, en 1960, un día como hoy,  29 de febrero.

 






miércoles, 12 de febrero de 2020

El cuento de Santibáñez


Por Miguel Garin

Como anticipé en mi nota anterior en el trayecto desde Ingeniero Jacobacci hasta Esquel, en viaje que hice en el Trochita, en junio de 1974, viajaban también dos personajes muy graciosos, Santibáñez y Mor. Eran de la zona y amigos de otras personas que iban en el tren. Además saludaban o eran saludados por conocidos suyos en las estaciones intermedias. 
Se los identificaba como “los viejos”, pero eran gente a los que todavía les faltaban años para la jubilación.
Santibáñez provocaba en el tren una y otra vez a Mor y este se hacía el que juntaba bronca. Al final comenzaba a pegarle por todo el cuerpo con el poncho enrollado. Entonces Santibáñez se achuchaba y gritaba ¡alto el fuego! O también ¡cuartel! Cuando la tunda de Mor seguía, Santibáñez suplicaba “clemencia” o “misericordia”, cualquier cosa que moderara el castigo. 
Veces había que una mirada de desprecio o de desafío de Santibáñez, provocaba la reacción de Mor. Y veces en que los roles se daban vuelta, entonces Mor pasaba a ser el que fustigaba y Santibáñez el que arremetía. En Esquel era conocidos porque a donde fueran llevaban con ellos estas escenas y pantomimas muy cómicas fingiendo peleas o divergencias desopilantes.
Cuando anocheció y ya no se podía mirar más el paisaje, comenzaron a pedirle a Santibáñez que contara un cuento, al parecer era buen cuentista. El pedido se reiteró varias veces pero él se hacía rogar.
Recién cuando estuvo seguro que había interés, que había expectativa en escucharlo, hizo un paneo con la vista mirando a todos y comenzó el relato.
He aquí lo más saliente de aquel cuento que escuché en noche tan lejana en el Trochita y que era mucho más largo que esto. Para poder contarlo he tenido que recurrir a palabras mías, pero el argumento es el original. La interpretación de Santibáñez fue muy buena. Verdad es que tenía bien ganada la fama.


EL GAUCHO “COMADREJA”


Voy a contar la historia del gaucho “Comadreja”, que era un gaucho atrevido, un gaucho mandinga, que vivía en una pobre chacra, allá, al pie de la montaña La Maroma, la más alta de todas. Tan alta es que nunca se le puede ver la cumbre, porque siempre está envuelta en brumas, nubes y neblinas y es así que se desconoce qué forma tiene arriba.
Este Comadreja había agarrado una maña muy fea: a la noche, de madrugada, sacaba sus animales, algunas vaquitas con sus terneros, algunas ovejas y los llevaba a comer pasto a las chacras vecinas, de esa forma, ahorraba el suyo. El muy ladino, para disimular, un día los llevaba a un vecino, al otro día a otro.
Entre los animales que llevaba estaba su yegua Campanita, que era el ser que más quería en el mundo entero. Era una yegua mala, el único que la podía montar era él mismo, cualquier otro que lo intentara terminaba en el suelo con un terrible porrazo porque la yegua empezaba a corcovear y hasta no conseguirlo no paraba. En otra oportunidad, pasando frente a la casa de un vecino le salieron los perros. La Campanita midió bien a uno de ellos, un perro ya viejo, y le tiró una patada que lo mató en el acto. Pero nada de eso le importaba mucho al dueño,  él la seguía queriendo.
La cosa es que una noche al entrar en campo ajeno, escuchó una potente voz que le llegó desde la oscuridad y que no hizo sino confirmar lo que se veía venir desde tiempo atrás:

-¡Date preso Comadreja!

Desde ahí fue directo al calabozo.
Luego de unos días de encierro llegó de recorrida el sacerdote y le propuso confesión. Pensó un momento y le pareció bueno que mientras se resolvía su asunto con la autoridad, se fueran saldando las cuentas con el Creador. Además, la confesión se hacía debajo de un árbol, en el patio del puesto policial y era una oportunidad para airearse. “Total que mas da – calculó - con una leve penitencia dejo arregladas estas cosas”. 
Lo atendió severo el sacerdote y cuando hubo terminado le dijo:

“Mirá Comadreja: tus pecados son muy graves porque vos, con tu maña, has dejado sin comida a los animalitos de los campos vecinos. No los puedo perdonar sino es con una penitencia fuerte, algo que te duela, para que no vuelvas a hacerlo nunca más. Te doy como penitencia que subas hasta la misma cumbre de la montaña La Maroma”
.
Escuchó perplejo el gaucho mandinga, la vaca se le había vuelto toro y esto era mucho más de lo esperado, se maldijo por haber aceptado la confesión. “Ah… si me hubiera quedado quieto en el calabozo –barruntaba - ahora no tendría este problema ¡subir a La Maroma nada menos!” Pero quedó calladito.
Ya en libertad una mañana bien temprano les dio de comer a sus animales y acometió la montaña. ¡Quién me manda a confesarme! pensaba a cada paso que daba. Caminó, trepó, escalo, llegó muy alto, muy alto y ese día se produjo un milagro, de golpe se disiparon las brumas, las nubes y neblinas y disfrutó de una vista inigualable. Desde allí miraba las praderas, las chacras, las casas ¡lo veía todo! Por ahí se le dio por mirar el cielo y lo que vio lo atrajo de modo irresistible: a través de una enorme rendija, podía ver el Cielo, ese sitio al que todo cristiano quiere llegar si ha vivido con virtud.
Desde la altura a la que había llegado, la rendija le quedaba al alcance de la mano, podía acceder. Se arrimó, se asomó y como nadie lo frenó, entró. 
Lo que veía era todo hermosura, jardines, colores, flores enormes. Escondido detrás de un árbol veía a los ángeles, a los arcángeles, a los santos, a las vírgenes y a otras divinidades….
Pero de tanto estar espiando lo vieron y un grupo de vírgenes se le vino al humo:

-¿Qué hacés acá le preguntaron. ¿Con permiso de quién entraste?

Comadreja contó su historia, había subido a La Maroma por una penitencia, vio la rendija en el Cielo y como nadie lo frenó, entró.
En eso se sumó un ángel muy alto, se ve que era el que mandaba, escuchó lo que decía y al cabo hizo una conferencia con las vírgenes, platicaron reunidos en círculo.
Como resultado una de ellas le dijo que siendo que desde lo alto se veía mejor la conducta de los hombres, que el esfuerzo que había hecho para subir la montaña era muy grande y teniendo en cuenta que era por una penitencia, le ofrecían quedarse en el Cielo.
Se le iluminó la cara porque la oferta era muy buena, pero al momento se acordó de su yegua Campanita y le preguntó si la podía traer.

-No,  vos sí pero ella no, fue la seca respuesta. 

“Tu yegua – continuo la virgen - ha corcoveado y golpeado a varios jinetes y además de una patada mato un perro, aún tiene mucho que aprender allá abajo, es mala y acá solo entran los buenos”.

Quedó pensando Comadreja y con fastidio decidió rechazar la propuesta. ¿Cómo dejar sola a la yegua? ¿Y cuando se le acabara la comida quién se ocuparía de ella? Así que comenzó a descender.
En el regreso cavilaba una y otra vez en lo que había visto. Hacía mucho frío y en un claro que encontró en la montaña, juntando unas ramas secas, hizo fuego para calentarse un poco.
El fuego suele ser seductor sobre las personas y contemplando las llamas es común que al hombre se le dilate el corazón y que a su alma le lleguen dulces reflexiones….
Pero como nuestro protagonista era un gaucho ladino, lejos de eso, el fuego lo llevó a una nueva treta: “ya está” pensó de golpe. “Lo que voy hacer - dijo sonriéndose - es ir a buscar la yegua y traerla y entrar al Cielo escondido, ¿quién me va a ver? ¡Es tan grande la rendija de entrada! 
Pensando y haciendo al mismo tiempo, apagó el fuego y a tranco largo descendió de la montaña.
Llegó a su pobre chacra y al día siguiente después de descansar bien y de darles de comer a sus animalitos, se despidió de ellos. A la yegua le puso un bozal y un cabestro y salió para la montaña llevándola de tiro.
Subieron muy alto, muy alto, pero no hallaron más que desconcierto; allí arriba era ahora todo distinto, es que esta vez no se disiparon las brumas, las nubes y las neblinas y no pudo Comadreja encontrar la enorme rendija de entrada, por lo que quedaron vagando eternamente por la cumbre de La Maroma sin poder entrar al Cielo.

El, por gaucho atrevido, por gaucho mandinga y ella por bellaca y mala.

Los Hijos Se Van


Por Miguel Garin

Cuando inicié aquel viaje a Esquel, el jueves 13 de junio 1974, hacía poco que había cumplido 20 años.

Sentía el impulso de despegar de casa, abrirme paso, caminar solo y una fuerte ilusión me afiebraba el ánimo: llegar hasta ese punto tan lejano del que solo tenía presente su propio nombre y su ubicación en el mapa, y hacerme del trabajo del que amigos míos, residentes allí desde un tiempo antes, me habían hablado.

¡Salir de casa! ¡Desasirme de ese mundo de cariños! ¡Desprenderme de amigos, de hábitos, de paisajes! ¿Cómo sería hacer todo eso?

Creía que la ausencia de mi pueblo  -25 de Mayo, provincia de Buenos Aires –  sería solo temporal y que siempre tendría oportunidades para volver a él cuando quisiera. No podía saberlo entonces (y tardé mucho en cerciorarme),  que aquel viaje era la primera puntada de un largo periplo y que en adelante, salvo un brevísimo período, ya no volvería a residir en mi ciudad natal.

Esquel se me presentaba como una cima dorada y a las dificultades, que fueron ciertas, que las hubo efectivamente, las miraba con alegres esperanzas.

El tren partió puntual a las 16:30 Hs desde la estación Constitución, en Buenos Aires.

Lentamente, casi a paso de hombre, la formación se puso en movimiento y en la medida que le fueron dando vía libre, con las luces en verde, la poderosa máquina de hierro avivó el paso.

Llevaba conmigo abundante material de lectura: el diario, la revista Corsa de la semana y un librito al que recurrí varias veces: “Demián”, de Hermann Hesse.

Eran los días más cortos del año y hacía mucho frío, pero en el interior del tren había buena calefacción. A Las Flores llegamos sobre las 18:30 y era ya de noche cerrada.

En el asiento de tres, viajaba con una elegante abuelita como única compañera, que iba a Olavarría. Del otro lado del pasillo un grupo de personas mayores, alemanes, lo hacían hasta Bariloche. Solo uno de ellos hablaba castellano.

Poco era lo que se podía ver por la ventanilla, así que esas primeras horas las pasé abstraído y pensando en el sentido que tenía para mí este viaje.

A las 23:30 llegamos a Olavarría. Allí bajó mi compañera de asiento y nadie ocupó su lugar de manera que me acomodé lo mejor que pude y dormí unas cuantas horas.

Una voz fuerte, proveniente de no sé dónde, que dijo “Bahía Blanca” me despertó. Eran las cinco de la mañana y el tren hacia una parada de media hora, tiempo suficiente para estirar un poco las piernas. Y de paso visitar la cafetería.

Pero el lugar donde mejor se estaba era en el interior del tren. Si bien no había coche comedor, la oferta de comida  era permanente.

El traqueteo y la monotonía del paisaje, actuaban como potente somnífero y a intervalos de tiempo,  dormía por espacio de una hora.

El tren llegó a Carmen de Patagones al medio día.

Permaneció detenido un largo rato hasta que se decidió a ponerse en marcha y cruzar el puente sobre el rio Negro. Era un día luminoso y el agua brillaba como cristales. Llegamos a Viedma y allí volvió a quedar detenido otro largo rato.

Hubo un importante recambio de pasajeros y en la capital rionegrina subió mucha gente. En mi vagón, del otro lado del pasillo se instaló una familia completa, matrimonio con chicos, en la cual la que llevaba la voz cantante era la abuela, doña Asunta.

Los nuevos compañeros de viaje subieron con diversas comidas que inmediatamente comenzaron a desplegar: milanesas frías, pollo frío, fiambres, bebidas, vino, frutas, galletitas, mate, café ¡una canasta llena! Yo mismo comencé a ligar algo de todos esos manjares, primero con timidez y después con descaro, porque Asunta era pródiga en el convidar….

Cuando llegamos a San Antonio Oeste ya estaba oscureciendo. Miré la hora, eran las 16:30 hs del viernes 14 de junio y yo llevaba 24 horas de viaje.

La locomotora, con afán incansable, seguía imperturbable su marcha por la extensa llanura patagónica, como si sus pulmones necesitaran siempre de vastos horizontes para respirar con expansión.

Allí también hacía mucho frío y cuando ya era de noche advertí que caía una fuerte nevada.

 Con la panza llena y con la buena calefacción, vino el sopor.

Resbalé hacia un sueño profundo y cuando desperté, en la estación de Valcheta, tenía frente a mí a un par de nuevos compañeros de viaje.

Eran un hombre mayor, con un niño de unos cuatro años. Deduje que era el abuelo. Nos presentamos, “Edmundo Salvatierra, a sus órdenes” me dijo. Vestía ropas de gaucho, humildes, limpias y prolijas. El niño era su hijo más pequeño y me enterneció como se trataban mutuamente. Le pedía mimos al padre y este no dejaba de hacérselos.

“Vivo en el campo - me informó - varias estaciones más adelante”, (que en aquellas distancias equivale a decir cientos de kilómetros). “Vine a dejar internada en el hospital a mi señora” “Le hubiera convenido quedar en Jacobacci, pero es que aquí en Valcheta tiene a sus hermanas y a su madre”. “Cuando baje aún tengo dos días de marcha a caballo para llegar hasta mi casa” “Vivimos solos en el campo, cuidando las ovejas, los hijos mayores se fueron al pueblo” “A este chiquito mío le doy todos los gustos porque sé que en cuanto crezca se irá a estudiar y ya no lo veré mas”. “En el pueblo quedará al cuidado de su hermana mayor” “Ahora está muy mimoso porque ya extraña a la mamá”.

Por el trato cariñoso que le daba, por sus palabras amorosas, parecía que toda la ternura y la bondad de la Patagonia habían encontrado en él, alojamiento.

Me habló de su cocina a leña, de cómo es necesario trabajar todos los días sin conocer un domingo o un feriado, de su casa que era de adobe y de cómo, a la larga, los padres quedan solos en el campo.

- “Los hijos se van”, remató con una triste sonrisa. Toda su historia me conmovió profundamente.

Siguió el viaje y casi sin darnos cuenta, los tres nos quedamos dormidos.

Se sucedieron las estaciones, pasamos por Ministro Ramos Mexía, Sierra Colorada, Los Menucos y cuando desperté comprobé con angustia que ya no estaban. “Bajaron en Maquinchao” me informó doña Asunta, al tiempo que me alcanzaba una tasa de caliente café, que tomé parado en el pasillo mientras miraba con desconsuelo la noche a través de la ventanilla. “Te vio tan dormido que no quiso  molestarte” agregó.  Quedé mudo y para siempre con las ganas de saludarlo, de decirle que todo en él me resultaba admirable y que le deseaba suerte a su señora. Quizá también le hubiera servido de algo un abrazo mío.

Alrededor de las 4:30 horas llegamos a Ingeniero Jacobacci, cuando en el interior del vagón  se escuchaban ronquidos de todo tipo.  Ahí debía yo bajar del tren, que seguía para Bariloche, y tomar el  Trochita, en viaje hacia Esquel.

Doña Asunta estaba despierta y quiso bajar para despedirme. 

Hubo que esperar un buen rato y aproximadamente a las 7:00 partió el nuevo tren. Mas chico, con una trocha de 0.75 m. creo recordar que llevaba cuatro vagones de pasajeros. Asientos de madera para dos personas y en el centro una enorme salamandra que la alimentaban los propios pasajeros, con leña o con carbón. En la parte superior la salamandra tenía una gruesa tapa de metal que sirvió durante todo el viaje para calentar las pavas de agua, porque en ningún momento dejó de circular el mate. En las estaciones solían proveernos de más leña.

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El paisaje era monumental, con montañas nevadas, con curvas, con pendientes que parecía que el trencito las subía a duras penas, con bajadas, con puentes, túneles y con muchas sorpresas, porque todo era permanentemente cambiante, por aquí a la derecha una pared a la que se le pasaba muy cerquita, mas allá un viejo puente de hierro, por allí a la izquierda un amplio valle que se abría a nuestros maravillados ojos….

Majestuosidad, inmensidad, belleza, mucha nieve, soledad, precariedad, incomunicación, nunca había visto y nunca volví a ver algo tan solitario como aquello.

Para más sorpresa vimos como el tren,  entre estaciones, detenía su marcha como si fuera un ómnibus,  para que una mamá joven, probablemente mapuche, subiera con su hijito

Entre los pasajeros viajábamos una mayoría que lo hacíamos por primera vez.

“La cordillera” o la “pre cordillera” y que para más precisión bien se podría decir “las pre cordilleras”, en plural, porque tan disímil es un lugar de otro, me hizo pensar que los argentinos vivimos en la ignorancia más absoluta respecto de lo que es la fisonomía,  el semblante,  de nuestra patria.

Por un largo rato, con luz de día, esas impresiones se trasladaron al interior  y adentro del vagón había silencio. Estábamos absortos con las vistas que teníamos. El momento era solemne.

Oscureció temprano. Miré la hora, eran  las 16,30 del sábado 15 de junio. Llevaba yo 48 horas de viaje….

Entre el pasaje viajaba también gente de la zona, conocedores, para quienes las maravillas que veíamos ya no eran novedad. Entre ellos estaban dos hombres, Santibáñez y Mor, de los que unos días después comencé a ser compañero de trabajo, que impidieron que nos aburriéramos, cuando ya era de noche. Pero de eso me voy a ocupar en otra nota.

Se sucedieron las estaciones, mi cansancio era enorme. De vez en cuando alguna curva cerrada nos obligaba a aferrarnos con fuerza, sacándonos del sopor.

Pasamos por Nahuel Pan, la última estación antes de la llegada, y cuando ya no lo esperaba, porque a esas alturas me daba la impresión de que mi vida entera transcurriría  en un viaje eterno, divisamos a lo lejos, hundidas en un valle, las luces de una ciudad.

-Es Esquel – dijeron los conocedores.




Pero aún faltaba el último esfuerzo, una larga, interminable, hora de viaje.

¡Llegamos por fin! Eran las 0:30 horas del domingo 16 de junio.

Desde que abordé el primer tren en Constitución fueron 56 horas de viaje, 36 de las cuales se hicieron durante las  noches.

En cuanto puse los pies en la estación me di cuenta de lo lejos que estaba de casa y se me hizo un nudo en la garganta.

¿Qué estarían haciendo a esas horas mamá, papá, mis hermanos? ¿Y mis amigos? ¿Por dónde andarían?

- “Los hijos se van”  me dijo Edmundo Salvatierra y yo era uno de esos.

El viaje fue casi extenuante, pero tuvo muchos momentos de belleza.

Los argentinos –volví a pensar- somos grandes ignorantes del semblante de nuestra patria.

Nunca había visto y nunca volví a ver lugares tan solitarios y tan propicios para pensar sobre lo alto y sobre lo bello.

Caminamos desde la estación hasta el centro de la ciudad. Estaba igual de lejos que la estación de la ciudad de 25 de Mayo.

El tamaño de Esquel, en esa primera impresión, me pareció algo mas chica que mi ciudad, en cambio su calle principal,  se me figuró muy parecida a la veinticinqueña calle 9.

Di enseguida con el humilde hotel donde dormiría esa noche. Lo distinto era el clima.  Hacía un frío siberiano.

Estaba todo blanco por la nevada y enseguida advertí que eso sí sería algo a lo que me tendría que acostumbrar, algo a lo que tendría que hacerme fuerte,  si de veras quería hacer realidad mis alegres esperanzas.

¡Qué viaje aquel!

 



A MIGUELITO CARIÑOSAMENTE


Por Miguel Garin



- Vos lo que deberías hacer  –me dijo mamá en un tono bastante imperativo una noche- es escribirle una carta a los hermanos Emiliozzi.
- ¿Yo? ¿A Emiliozzi? ¡Pero mamá! ¿Qué disparate es ese? ¡Con lo importantes que son! ¿Qué les podría decir yo a ellos?
- ¿Y no hay nada para decirles? –insistió con la mirada fija- les podrías decir quién sos, donde vivís, a que escuela vas, a que grado,, pero por sobre todo (y eso seguro que les va a gustar) les podrías decir hasta que punto te pone feliz que a ellos les vaya bien en cada carrera de autos en las que compiten.

En 1965, cuando sucedía esto yo tenía once años de edad y era fanático de los hermanos de Olavarría a quienes rendía desbordante admiración, como solemos hacerlo los chicos, idealizando hasta el extremo a nuestros ídolos y adjudicándoles notas de perfección.
Verdad es que retirados Fangio y Oscar Gálvez y fallecido Juan Gálvez, los Emiliozzi eran, con su preparación estudiada, con su enorme cantidad de carreras y campeonatos ganados, la gran figura del automovilismo argentino y aún del deporte nacional,  por cuanto en ese momento era tanta la atención que despertaban las carreras de autos que competía en importancia con el fútbol. Y agregar que también eran –son- un ejemplo de maciza humildad, de potente sencillez, de trabajo, ahínco, dedicación, entusiasmo, perseverancia....
-¡Dale, comenzó a escribirles que yo te corrijo! volvió con obstinación y entonces hice un primer modelo, luego un segundo y hasta un tercero para que finalmente, luego de dos o tres días y con el visto bueno de la mentora, quedara la versión definitiva.

-¿Y cómo la voy a despachar sino tengo la dirección? pregunté descreído.
-¡Da igual –me respondió con fastidio mamá- no creo que exista un solo cartero que no sepa la dirección del taller! vos poné “Señores Dante y Torcuato Emiliozzi, ciudad de Olavarría” y vas a ver que llega.

Es así que, obedeciendo sin mucha convicción, porque todo esto me parecía una pérdida de tiempo, un sueño, algo imposible, doblé en cuatro el papel, lo metí en el sobre y me olvidé por completo del asunto.
Fue la primera carta que escribí en mi vida.

Vivíamos en nuestra chacra ubicada en el camino a la estación ferroviaria de Ortiz de Rozas, en el partido de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires.
De aquel remoto y lejano pasado recuerdo que luego de transcurrido el día en las labores del campo, cuando llegaba la noche nos metíamos en la cocina de la casa, mis hermanas, mis padres y yo, prendíamos el farol sol de noche que quedaba en el centro de la gran mesa y nos entregábamos a conversaciones, estudios, dibujos e intercambios. También a rezar, después de cenar, porque nadie se retiraba a dormir sin haberlo hecho.
Era un ambiente grande en el cual, entronizada, como si de un altar se tratara, había una cocina a leña que además de cocinar nos proporcionaba una exquisita calefacción. Para encenderla juntábamos marlo, ramitas pequeñas y bollos de papel con lo que iniciábamos el fuego. Luego le agregábamos astillas de acacia.
Tanto papá como mamá rara vez nos castigaban y nunca nos retaban. La libertad con que nos movíamos era total aunque no exenta de obligaciones porque todos en la casa teníamos ciertos compromisos de trabajo que debíamos cumplir.
Así,  en esa libertad de la que gozábamos, para organizar juegos en el monte, para alejarnos de la casa y no ser vistos por nadie,  para desarrollar fantasías,  para salir a caballo en cualquier momento, para traer invitados a nuestros primos, en suma en ese “dejar hacer – dejar pasar” todo el mundo parecía feliz.
Ya fuera de día como de noche nuestros padres nos estimulaban para no caer en aburrimiento, con actividades, sugiriéndonos lecturas, o creándonos nuevos intereses. En las horas nocturnas papá solía leer noticias del diario en voz alta, para que todos escucháramos, incluso veces había que sobre alguna de ellas nos pedía opinión.
Claro que la persona en la que nos apoyábamos era en nuestra madre, que siempre intercedía cuando acudíamos como refugio se teníamos penas o aflicciones.
En mi caso me apuraba a terminar los deberes y a continuación me abocaba a dibujar autos de carrera y fue así que dibujé todos los autos famosos de la época y que lo hice tantas veces, con tantos detalles, que bien podría volver hacerlo, porque como se entiende, el automovilismo despertó en mi una pasión que al día de hoy conservo. Mamá comprendió mejor que nadie todo esto y por eso tuve con ella un secreto lazo de unión.
Con frecuencia nuestro padre viajaba a la ciudad de 25 de Mayo por gestiones o compras que debían realizarse. Un día regresó cuando ya anochecía. Yo estaba aún afuera de la casa a metros de distancias cuando me llamó con una novedad.

-Miguelito vení que hay una carta para vos.
-¿Una carta para mi? ¿¿¿???

Más me extrañó que al entregármela estuvieran también expectantes mamá y Armando Paz, peón de la casa y hombre muy querido por la familia.
Ayudado por una linterna la alumbré, decía con escritura manuscrita “Miguel Angel Garín, casilla de correo 9, ciudad de 25 de Mayo Pcia. de Buenos Aires” y en el remitente lo más inesperado, lo más extraordinario, lo que jamás pensé que pudiera suceder, “Dante y Torcuato Emiliozzi – OLAVARRIA” escrita esta con letras mayúsculas como que la ciudad era más importante que ellos mismos.

Con manos temblorosas rasgué el sobre y busqué el contenido, una foto con una dedicatoria que decía “a Miguelito cariñosamente Emiliozzi T – Dante Emiliozzi”

-¡Una carta de los campeones del Turismo de Carretera!
-¡A mí!

La explosión de alegría que experimenté me colocó en estado de exaltación anímica y confieso que he estado no se qué cantidad de horas a lo largo de los días, de los meses, de los años, contemplándola. Aún hoy lo hago y al recordar este episodio me veo como aquel niño de once años en la cocina de la casa rodeado de padres y hermanas y al calor de la cocina a leña, cuando en realidad me he convertido en un “respetable” sesentón y vivo muy lejos de la que fue nuestra chacra.
Rasgos borroneados de la dedicatoria se observan en la vieja foto donde sin embargo aún se distinguen nítidos los trazos de los firmantes, que perduran con especial frescura, como perdura la lección que me dejó mamá, que hay oportunidades en las que tenemos que seguir el impulso del corazón soñando con cosas “imposibles”, porque es soñándolas como se llega a ellas.





TRIANGULO DEL OESTE DE 1966