Por Miguel Garin
El llamado Triangulo del
Oeste fueron tres carreras automovilísticas de Turismo de Carretera que se
corrieron en los años 1965, 1966 y 1967.
Los vértices del triángulo
estuvieron compuestos por las ciudades de 9 de Julio, Los Toldos y Bragado, que
se pusieron de acuerdo para la organización conjunta. La carrera pasaba por las
tres ciudades. En la primera edición el
punto de largada y llegada estuvo en 9 de Julio. Al año siguiente fue en Los
Toldos y la subsiguiente en Bragado. El
circuito no varió. Media alrededor de 174 kilómetros, debía ser
recorrido en tres oportunidades, totalizando
522 kilómetros.
Para la edición de 1966, que
se largó en Los Toldos, en los primeros días de septiembre, asistí con mi tío
Manuel Anzola. Viajamos desde nuestra ciudad de 25 de Mayo a la de Bragado, distante 50 kilómetros, en el Ford 1940 del
tío, que por el estado de conservación y poco uso parecía nuevo.
Aún no existía la ruta 46.
El camino era de tierra y el trayecto nos parecía más largo y penoso que en la
actualidad.
Dada la cantidad de vehículos que hacían lo mismo que
nosotros, marchando más o menos ordenadamente,
en la misma dirección, aquello bien parecía una alegre procesión.
Estaban los que desde una camioneta mostraban carteles de adhesión a tal o cual
marca, como las hinchadas de fútbol. Los que sacando el torso por la ventanilla
del colectivo cantaban desaforados o los que desde la caja de algún camión, exhibían con orgullo sus damajuanas
de vino. Con clima completamente festivo. Tan colmado el tránsito que estuvimos
envueltos en una gruesa polvareda hasta nuestro arribo.
Llegamos a la ruta nacional 5, en las afueras de Bragado.
Allí los competidores que venían desde 9 de julio debían dejar la ruta y
emprender el camino de tierra hacia Los Toldos. Era un trayecto de unos 60 kilómetros. Mirándolo
luego de transcurridas tantas décadas, recuerdo a la enorme cantidad de gente, colosalmente mal ubicada. Para ver la carrera
la multitud no estaba contenida ni por baranda, ni cerco ni parapeto, ni guardando
algo de distancia, sino en el mismísimo camino de la carrera, haciendo sobre el
centro una especie de embudo que se ensanchaba cuando pasaba un auto y se
volvía a estrechar para verlo alejarse. Un policía gordo, montado en un caballo
gordo, que recorría un tramo de trescientos metros repitiendo la palabra
“atrás” “atrás” era toda la seguridad que había.
Una vez largada la carrera desde Los Toldos, íbamos
conociendo las novedades a través de las radios con enorme expectativa. Por
entonces contaba yo con doce años de edad y una vasta cultura sobre este
deporte, adquirida en la lectura de diarios y revistas. Sabiendo el orden de
largada y que había 20 segundos de separación entre auto y auto, hacía rápidas cuentas para anticiparme a los
relatores y determinar cómo venían. Desde los primeros minutos el que asombraba
era “Bamse” con aquel artefacto tan veloz, que siempre se rompía y que en lugar
de motor parecía tener una turbina de avión cazabombardero.
Bordeu llevaba ganadas una
cantidad importante de carreras en los meses anteriores y era el principal
aspirante a consagrarse campeón del año. También Eduardo Casá había acumulado
muchos puntos y era otro serio candidato. Ambos eran las grandes figuras, con
el agregado, con la yapa, de que
competían con las clásicas marcas rivales, Chevrolet y Ford.
Los promedios de velocidad
hasta Bragado fueron altísimos, de modo que en breve tuvimos a los punteros a nuestra vista.
La escena de la primera
vuelta no pudo ser más expectante: en una misma línea, peleando la frenada para
entrar primero en el camino de tierra (y tapar de polvo al adversario) llegaron
Bordeu, con la famosa “coloradita”, con el número 6 y Bamse con el 11. ¿Cómo
podía ser –nos preguntábamos desconcertados- que habiendo largado con ese
número ya estuviera en la punta?
En medio de una exclamación
general, cuidó la cuerda el primero y se
descontroló un poco el segundo.
Verlos a los dos en ese
trance, verlo a Bordeu salir acelerando, con el ruido a lleno del motor
Chevrolet, la cara tensa, el sacudón de la cabeza cuando paso de primera a
segunda, justo delante de mío, a no más de tres metros de distancia, fue uno de
los mejores regalos que me dejó el automovilismo.
Muchos años después, cuando tuve la oportunidad de hablar con quién había sido su acompañante, Hugo Sánchez, le traje a la memoria este episodio. El también lo recordaba claramente. Me comentó que Bordeu estaba preocupado porque veía que a Bamse le costaba llevar el auto, incluso en las rectas, donde lo había visto tocar la banquina varias veces. “Todavía lo vamos a ver como se mata” le había comentado.
Las carreras de entonces
eran muy peligrosas. Había accidentes en casi todas ellas. En ocasiones, choques
o percances fatales tanto para los protagonistas como para el gentío. Ese año los
hubo en Salto, Arrecifes. Chacabuco, Rafaela, Tres Arroyos, Mercedes y en esta del Triángulo del Oeste.
Es probable que la lista sea incompleta. La muerte quedaba incorporada al
espectáculo.
Sin embargo llegado el día
de la carrera todos los corredores querían
ir más rápido. Nadie se fijaba en lo peligrosa que podía ser una estrecha
alcantarilla, ni un lomo de burro, o la presencia de árboles al lado del camino.
Nada de eso se tenía en cuenta. Se veía como normal que una carrera durara
varias horas, sin importar el cansancio de los pilotos ni la incomodidad de
aquellas butacas elementales. Unicamente interesaba la velocidad.
Con la ubicación del público
pasaba lo mismo. La concurrencia ejercitaba la irresponsabilidad de manera
brillante. “A mí no me va a tocar” pensábamos y con esa sola idea nos
tranquilizábamos.
Pero diciendo esto debo también decir: ¡qué hermosas eran aquellas carreras! ¡Cuánta pasión despertaban! ¡Ah…..el viejo Turismo de Carretera!
Volviendo al año 1966 y a
esta competencia, recuerdo que hubo varios abandonos y retrasos notorios. Roux que había sacado el uno en la
clasificación del sábado abandonó enseguida. También abandonó Julio Faustino
que había obtenido un prometedor número 4. Y abandonó Emiliozzi, por el que
tenía yo mucha ilusión de conocer el nuevo auto, el Baufer. Ninguno de los tres
llegó al punto en el que nos ubicábamos. Fachini y Rienzi corrieron retrasados.
César Malnatti tuvo una destacada actuación, llegó tercero y con una importante
novedad: a su cupé Chevrolet le había puesto un motor Tornado. Es que Industrias Kaiser Argentina ya experimentaba
para el año siguiente, cuando dominaron ampliamente.
Recuerdo que entre los
aviones que nos pasaban por arriba, de las emisoras trasmisoras, había uno de un tamaño mucho mayor. Era el
que seguía a Malnatti, nada menos que un
Douglas DC3, en el que iba el presidente de IKA, James Mc Cloud.
Otra atrayente participación fue la de Domingo López Oribe, con un Ford Falcon al que se le había quitado centímetros de altura, con un diseño innovador, producto de la mente del ingeniero Bascou. Las cupecitas tradicionales, las que le dieron nacimiento a la categoría a fines de la década del 30 y principios de la del 40, tenían que vérselas con los autos modernos.
Con este panorama la carrera quedó en manos de Mario Tarducci que largó con el número 10 y de su perseguidor, Eduardo Casá, que lo hizo con el número 5.
Un tumulto que se formó entre la gente atrajo nuestra atención: no se qué le pasó al caballo del policía, si es que se asustó o tenía una manía, lo cierto es que comenzó a dar vueltas sobre sí mismo con el resultado que el pobre milico fue a dar pesadamente al piso y tuvo que ser asistido. A partir de ese momento no hubo más seguridad.
En la última vuelta Casá
apuró el paso. Dejó atrás a Tarducci en el asfalto, recuperando la posición en
el camino y comenzó a estirar la distancia, reduciendo la ventaja que le
llevaba por tiempo. En los parciales se veía claro que Casá se le acercaba a
Tarducci.
Cómo llegaron ambos
competidores en esa última vuelta al sitio en el que estábamos es para mí otra
estampa inolvidable de aquel día.
Casá frenó con lo justo.
Escuché como si fueran compases musicales los rebajes. De cuarta a tercera, a
segunda a primera, con sus correspondientes aceleradas intermedias. Salió de la
curva acelerando con los pulmones del motor Ford exigidos al máximo.
El también pasó al lado mío con
los ojos bien abiertos, compenetrado en el drama que estaba viviendo.
Enseguida llegó Tarducci que
igualmente lo hizo rápido y bien. Quedaban los últimos 60 kilómetros de
carrera. La afición automovilística en vilo, tanto los presentes como el
sinnúmero de oyentes del país. ¿Quién
ganaría?
Ganó Tarducci por un segundo. Parece mentira que una carrera de más de 500 kilómetros, de casi tres horas de duración, se definiera por un segundo.
Mario Tarducci fue un corredor
cordobés rápido y seguro. Le compró el auto a Carlos Loeffel y tardó muy poco
en lucirse. A principios de año había ganado la Vuelta de Lobos y en esta
repitió.
Fue así como se dio una rara
coincidencia: la de que un mismo auto, conducido por dos pilotos distintos,
ganara la misma carrera con diferencia de un año. (Porque Loeffel la había
ganado en 1965)
Eduardo Casá fue un piloto
que además de manejar muy bien, pensaba mientras corría. Tenía una forma particular
de desarrollar las carreras (cómo las “gestionaba” para emplear una palabra
actual). Era también un hombre elegante, muy lindo, de mirada seria y
seductora, por el que suspiraban muchas
mujeres. Y un año después, en 1967, tuvo revancha cuando ganó la última edición
del Triángulo del Oeste.
Después de ese día nunca más
una cupecita tradicional volvió a ganar una carrera.