viernes, 30 de junio de 2023

TRIANGULO DEL OESTE DE 1966

Por Miguel Garin

El llamado Triangulo del Oeste fueron tres carreras automovilísticas de Turismo de Carretera que se corrieron en los años 1965, 1966 y 1967.

Los vértices del triángulo estuvieron compuestos por las ciudades de 9 de Julio, Los Toldos y Bragado, que se pusieron de acuerdo para la organización conjunta. La carrera pasaba por las tres ciudades.  En la primera edición el punto de largada y llegada estuvo en 9 de Julio. Al año siguiente fue en Los Toldos y la subsiguiente en Bragado. El  circuito no varió. Media alrededor de 174 kilómetros, debía ser recorrido en tres oportunidades, totalizando  522 kilómetros.

Para la edición de 1966, que se largó en Los Toldos, en los primeros días de septiembre, asistí con mi tío Manuel Anzola. Viajamos desde nuestra ciudad de 25 de Mayo a la de Bragado,  distante 50 kilómetros, en el Ford 1940 del tío, que por el estado de conservación y poco uso parecía nuevo.

Aún no existía la ruta 46. El camino era de tierra y el trayecto nos parecía más largo y penoso que en la actualidad.

Dada la cantidad de vehículos que hacían lo mismo que nosotros, marchando más o menos ordenadamente,  en la misma dirección, aquello bien parecía una alegre procesión. Estaban los que desde una camioneta mostraban carteles de adhesión a tal o cual marca, como las hinchadas de fútbol. Los que sacando el torso por la ventanilla del colectivo cantaban desaforados o los que desde la caja de algún  camión, exhibían con orgullo sus damajuanas de vino. Con clima completamente festivo. Tan colmado el tránsito que estuvimos envueltos en una gruesa polvareda hasta nuestro arribo.

Llegamos a la ruta nacional 5, en las afueras de Bragado. Allí los competidores que venían desde 9 de julio debían dejar la ruta y emprender el camino de tierra hacia Los Toldos. Era  un trayecto de unos 60 kilómetros. Mirándolo luego de transcurridas tantas décadas, recuerdo a la enorme cantidad de gente,  colosalmente mal ubicada. Para ver la carrera la multitud no estaba contenida ni por baranda, ni cerco ni parapeto, ni guardando algo de distancia, sino en el mismísimo camino de la carrera, haciendo sobre el centro una especie de embudo que se ensanchaba cuando pasaba un auto y se volvía a estrechar para verlo alejarse. Un policía gordo, montado en un caballo gordo, que recorría un tramo de trescientos metros repitiendo la palabra “atrás” “atrás” era toda la seguridad que había.

Una vez largada la carrera desde Los Toldos, íbamos conociendo las novedades a través de las radios con enorme expectativa. Por entonces contaba yo con doce años de edad y una vasta cultura sobre este deporte, adquirida en la lectura de diarios y revistas. Sabiendo el orden de largada y que había 20 segundos de separación entre auto y auto,  hacía rápidas cuentas para anticiparme a los relatores y determinar cómo venían. Desde los primeros minutos el que asombraba era “Bamse” con aquel artefacto tan veloz, que siempre se rompía y que en lugar de motor parecía tener una turbina de avión cazabombardero.

Bordeu llevaba ganadas una cantidad importante de carreras en los meses anteriores y era el principal aspirante a consagrarse campeón del año. También Eduardo Casá había acumulado muchos puntos y era otro serio candidato. Ambos eran las grandes figuras, con el agregado, con la yapa,  de que competían con las clásicas marcas rivales, Chevrolet y Ford.

Los promedios de velocidad hasta Bragado fueron altísimos, de modo que en breve  tuvimos  a los punteros a nuestra vista.

La escena de la primera vuelta no pudo ser más expectante: en una misma línea, peleando la frenada para entrar primero en el camino de tierra (y tapar de polvo al adversario) llegaron Bordeu, con la famosa “coloradita”, con el número 6 y Bamse con el 11. ¿Cómo podía ser –nos preguntábamos desconcertados- que habiendo largado con ese número ya estuviera en la punta?

En medio de una exclamación general,  cuidó la cuerda el primero y se descontroló un poco el segundo.

Verlos a los dos en ese trance, verlo a Bordeu salir acelerando, con el ruido a lleno del motor Chevrolet, la cara tensa, el sacudón de la cabeza cuando paso de primera a segunda, justo delante de mío, a no más de tres metros de distancia, fue uno de los mejores regalos que me dejó el automovilismo.

Muchos años después, cuando tuve la oportunidad de hablar con quién había sido su acompañante, Hugo Sánchez, le traje a la memoria este episodio. El también lo recordaba claramente. Me comentó que Bordeu estaba preocupado porque veía que a Bamse le costaba llevar el auto, incluso en las rectas, donde lo había visto tocar la banquina varias veces. “Todavía lo vamos a ver como se mata” le había comentado.

Las carreras de entonces eran muy peligrosas. Había accidentes en casi todas ellas. En ocasiones, choques o percances fatales tanto para los protagonistas como para el gentío. Ese año los hubo en Salto, Arrecifes. Chacabuco, Rafaela, Tres Arroyos,  Mercedes y en esta del Triángulo del Oeste. Es probable que la lista sea incompleta. La muerte quedaba incorporada al espectáculo.

Sin embargo llegado el día de la carrera todos los corredores  querían ir más rápido. Nadie se fijaba en lo peligrosa que podía ser una estrecha alcantarilla, ni un lomo de burro, o la presencia de árboles al lado del camino. Nada de eso se tenía en cuenta. Se veía como normal que una carrera durara varias horas, sin importar el cansancio de los pilotos ni la incomodidad de aquellas butacas elementales. Unicamente interesaba la velocidad.

Con la ubicación del público pasaba lo mismo. La concurrencia ejercitaba la irresponsabilidad de manera brillante. “A mí no me va a tocar” pensábamos y con esa sola idea nos tranquilizábamos.

Pero diciendo esto debo también decir: ¡qué hermosas eran aquellas carreras! ¡Cuánta pasión despertaban! ¡Ah…..el viejo Turismo de Carretera!

Volviendo al año 1966 y a esta competencia, recuerdo que hubo varios abandonos y retrasos  notorios. Roux que había sacado el uno en la clasificación del sábado abandonó enseguida. También abandonó Julio Faustino que había obtenido un prometedor número 4. Y abandonó Emiliozzi, por el que tenía yo mucha ilusión de conocer el nuevo auto, el Baufer. Ninguno de los tres llegó al punto en el que nos ubicábamos. Fachini y Rienzi corrieron retrasados. César Malnatti tuvo una destacada actuación, llegó tercero y con una importante novedad: a su cupé Chevrolet le había puesto un motor Tornado. Es que  Industrias Kaiser Argentina ya experimentaba para el año siguiente, cuando dominaron ampliamente.

Recuerdo que entre los aviones que nos pasaban por arriba, de las emisoras trasmisoras,  había uno de un tamaño mucho mayor. Era el que seguía a Malnatti,  nada menos que un Douglas DC3, en el que iba el presidente de IKA,  James Mc Cloud.

Otra atrayente participación fue la de Domingo López Oribe, con un Ford Falcon al que se le había quitado centímetros de altura, con un diseño innovador, producto de la mente del ingeniero Bascou. Las cupecitas tradicionales, las que le dieron nacimiento a la categoría a fines de la década del 30 y principios de la del 40, tenían que vérselas con los autos modernos.

Con este panorama la carrera quedó en manos de Mario Tarducci que largó con el número 10 y de su perseguidor, Eduardo Casá, que lo hizo con el número 5.

Un tumulto que se formó entre la gente atrajo nuestra atención:  no se qué le pasó al caballo del policía, si es que se asustó o tenía una manía, lo cierto es que comenzó a dar vueltas sobre sí mismo con el resultado que el pobre milico fue a dar pesadamente al piso y tuvo que ser asistido. A partir de ese momento no hubo más seguridad.

En la última vuelta Casá apuró el paso. Dejó atrás a Tarducci en el asfalto, recuperando la posición en el camino y comenzó a estirar la distancia, reduciendo la ventaja que le llevaba por tiempo. En los parciales se veía claro que Casá se le acercaba a Tarducci.

Cómo llegaron ambos competidores en esa última vuelta al sitio en el que estábamos es para mí otra estampa inolvidable de aquel día.

Casá frenó con lo justo. Escuché como si fueran compases musicales los rebajes. De cuarta a tercera, a segunda a primera, con sus correspondientes aceleradas intermedias. Salió de la curva acelerando con los pulmones del motor Ford exigidos al máximo.

El también pasó al lado mío con los ojos bien abiertos, compenetrado en el drama que estaba viviendo.

Enseguida llegó Tarducci que igualmente lo hizo rápido y bien. Quedaban los últimos 60 kilómetros de carrera. La afición automovilística en vilo, tanto los presentes como el sinnúmero de oyentes del país. ¿Quién  ganaría?

Ganó Tarducci por un segundo. Parece mentira que una carrera de más de 500 kilómetros, de casi tres horas de duración, se definiera por un segundo.

Mario Tarducci fue un corredor cordobés rápido y seguro. Le compró el auto a Carlos Loeffel y tardó muy poco en lucirse. A principios de año había ganado la Vuelta de Lobos y en esta repitió.

Fue así como se dio una rara coincidencia: la de que un mismo auto, conducido por dos pilotos distintos, ganara la misma carrera con diferencia de un año. (Porque Loeffel la había ganado en 1965)

Eduardo Casá fue un piloto que además de manejar muy bien, pensaba mientras corría. Tenía una forma particular de desarrollar las carreras (cómo las “gestionaba” para emplear una palabra actual). Era también un hombre elegante, muy lindo, de mirada seria y seductora, por el que  suspiraban muchas mujeres. Y un año después, en 1967, tuvo revancha cuando ganó la última edición del Triángulo del Oeste.

Después de ese día nunca más una cupecita tradicional volvió a ganar una carrera.





LA NOCHEBUENA (Cuento)

 Por Miguel Garin

Hace tantos años. Con Virginia éramos jóvenes y los chicos estaban en la primaria.

Yo era viajante de comercio. Recorría un extenso territorio visitando importantes ciudades y pueblos intermedios, entre ellos, los del sur de la provincia. Aquel año tenía una gran ilusión de que llegara la Nochebuena. Es que en ese momento comenzarían mis vacaciones. Las pasaríamos en el campo El Tala, que era la chacra de mis suegros, muy cerca de Los Bueyes, la de mis padres. Deseaba estar presente para ver los últimos días de la cosecha del trigo, para andar a caballo o en sulky junto con los chicos y estando tan próximos a las playas, para disfrutar con ellos del aire marino, de la arena y de un buen refresco en el mar.

Recuerdo que ya las grandes ventas de fin de año las había hecho el mes anterior, solo quedaba hacer cobranzas y entregar regalos como atención a los clientes, cosa que haría en una rápida gira.

Hacerla no me molestaba, al contrario, me agradaba. Es que llegar a Ciudad Costera y hospedarme en el hotel Roma era gratificante.

El hotel, ya entrado en años, conservaba muy bien su calidad, con su escalera y pisos de mármol. Había higiene, buena cama, ventiladores en el techo, un restaurant muy bueno y atenciones para los viajantes, aún en pleno verano, cuando la ciudad se llenaba de turistas.

El domingo 19 a la tarde emprendí el viaje. Quería comenzar el trabajo el lunes temprano. Todo pensado para estar de regreso en casa en la tarde del  jueves  23 de diciembre.

Cuando bajé a desayunar me encontré con dos entrañables colegas: Luis Garrido y Benjamín Carvajal. Quedamos en cenar juntos. Ese lunes 20 no me moví de la ciudad. Visité los clientes con arreglo a lo planificado.

En esta época del año la ciudad cobraba actividad. Abrían nuevos comercios de diversos ramos,  se veía a los vendedores ambulantes caminando hacia la playa, unos heladeros, vestidos de riguroso blanco y otros pochocleros o vendedores de garrapiñada o de gaseosas o fotógrafos. La vida nocturna se agitaba y en el hotel había bullicio de chicos y jóvenes. Se olía a crema de bronceador.

Por entonces Ciudad Costera carecía de terminal de ómnibus, así que el transporte de pasajeros paraba en el bar Tokio, enfrente del Roma. A toda hora se escuchaba la llegada de turistas.

Particular revuelo se produjo en la recepción cuando vimos a los integrantes del conjunto musical Los Soñadores.  Harían temporada en el teatro local y se hospedarían en el hotel.

El martes 21 viajé a El Verde,  y a Coronel Aizaga. A la noche volví a encontrarme con mis colegas.

El restaurant del hotel ponía mesas en la galería de la planta alta. Allí recibíamos el agradable beneficio de una corriente de aire fresca y de una vista que nos permitía apreciar toda la ciudad. El sector céntrico estaba separado de la costa por espacios deshabitados, pero aún así desde lejos se podía ver a los grandes chalets, emerger del suelo.

El miércoles 22 viajé a San Gabriel y a la noche regresé al Roma. Todo iba bien.

En realidad desde ese momento ya podría haber comenzado mi regreso. Para ello debí dejar Ciudad Costera, que era mi base de funcionamiento. Pero el hotel organizaba la despedida del año. El dueño y su señora me convencieron a quedarme una noche más.

Habían preparado un escenario y después de la cena subieron Los Soñadores.

El conjunto estaba formado por un trío de hermosas voces que ejecutaban  un requinto y dos guitarras. Era la música de la época, que venía inspirada en los grandes  del bolero mexicano.  Los conocíamos gracias a la radio. En cuanto comenzó el vibrante punteo del requinto y se reconoció la melodía, hubo un gran aplauso. Cantaron “Sin ti”,  “La última copa” y “Cuando calienta el sol”. Quedé maravillado.

Mi cabeza me llevaba a otro lugar. Quería llegar a casa. No podía imaginar lo que me esperaba.

El Jueves 23 me despedí de mis amigos y del personal del hotel y me dirigí al último punto de la gira,  la ciudad de Nueva Granada. Tenía pensado terminar y desde allí emprender el viaje de vuelta a casa. Llegaría  tarde, pero con la tarea finalizada y el viernes sería todo mío para ir al campo,  sin prisas, con la familia.

Saliendo de Nueva Granada, cuando ya había andado más de una hora por aquellos caminos entoscados del sur de la provincia, se me cruzó un zorro. Lo lleve por delante con un fuerte golpe. Me detuve y comprobé que el faro derecho estaba hecho añicos. Y del radiador no podía asegurar que estuviera intacto.

Atónito miré el cielo, ya anochecía.

“Todas las noches nubladas son oscuras – pensé- esta será nublada, luego también será oscura y yo con un solo faro”.  Esta deducción me produjo desconsuelo.

Pasando por el pueblo de Pehuenche decidí entrar. Resolví hacer noche en el humilde hotel. Al otro día continuaría viaje, sin necesidad de luz.

Pedir una comunicación telefónica con Virginia era esperar horas. En cambio le envié  un telegrama explicándole mi tardanza.

A la mañana siguiente, 24 de diciembre, bien temprano,  retomé. Siendo casi quinientos kilómetros, estimé llegar a las 15:30 horas. Cuando por fin dejé el camino entoscado y subí a la ruta me encontré con un tráfico intenso de camiones de cereales en dirección al puerto, y en sentido contrario, con turistas que iban con destino a los balnearios. Así se hizo lento mi desplazamiento.

Unos kilómetros más adelante me sorprendió una tormenta de verano, con fuertes vientos cruzados que me provocaron miedo y mayor retraso.

Me abrumaba la sucesión de infortunios sobre los que no tenía control. Pero aún faltaban. Habría más.

La posible avería en el radiador se confirmó y a la altura de Pincén me detuve en la estación de servicio, en la que había un taller. Ya era pasado el mediodía. El mecánico aceptó  repararlo, pero me advirtió que el trabajo demandaría por lo menos dos horas.

Sabiendo que estaba perdiendo un valioso tiempo, me puse más ansioso.

¡Ah…..si no me hubiera quedado esa noche en el hotel Roma –me lamentaba- nada de esto me hubiera sucedido!

Finalmente cuando el coche estuvo reparado continué la marcha. Aún me faltaban trescientos largos kilómetros, Ahora mi nueva estimación  me decía que podría llegar a las 19:30 horas.

Pero no cambió la suerte. Luego de un rato me encontré con una enorme caravana de autos detenida en la ruta. Había ocurrido un accidente y el tránsito estuvo cortado más de una hora. Estando detenido no paraba de hacer cálculos. Llegué a suponer que jamás llegaría. Por un momento no tuve ni una brizna de esperanza. Me acuerdo que cuando liberaron ya entraba el sol. Mis cuentas me decían que faltándome ciento veinte kilómetros, tendría que llegar después de las 22 horas.

-¿Qué estarían pensando Virginia y los chicos? ¿Finalmente podría estar presente, aunque más no fuera,  para brindar a las doce de la noche? ¿Era mucho pedir?

Pasé como poseído por Villa General Viale, Fray Luis Millán y Romerales. A los últimos kilómetros los hice a la velocidad que más pude, siempre con un solo faro, casi adivinando el camino. En el Puesto Caminero El Soldado había un cartel que decía “Velocidad máxima 20 km”. Pasé a 120. Pero ya no había en la ruta ni un solo efectivo, todos estaban adentro, entiendo que preparando su cena.

Cuando llegué a casa me encontré con una nota de Virginia sobre la mesa. Su hermana Zulema los había pasado a buscar y me esperaban en El Tala. Dejó preparada toda mi ropa. Me cambié y salí como loco para el campo.

Esta vez el destino estuvo de mi lado y llegué justo a tiempo para la cena de la Nochebuena ¡a las diez y media de la noche!

Mis familiares me recibieron con los brazos abiertos y me dieron una cálida bienvenida.

Después de tantos imprevistos pude disfrutar de una noche mágica, aún la tengo muy presente,  y me sentí agradecido de haber llegado a tiempo.

-¡Qué alivio!

JUSTO ESE DIA: (Cuento)

Por Miguel Garin

Hacía muchísimos años que no lo veía.

Lo encontré más viejo, claro, pero bien conservado. Estuvimos hablando un buen rato y ahora, como entonces, volvimos a estar de acuerdo en todo, pese a que tocamos una variedad de temas.

El intercambio me resultó agradable y si bien no quedamos en volver a vernos, nos estrechamos con sinceridad las manos cuando nos despedimos.

Fue el oficial de policía que investigó cuando nos asaltaron.

A Silvio Cantalupi le encantaba dormir la siesta.

También, con el trajín diario que tenía, cómo para no sentir ganas de descansar. Se levantaba a las 4:00 de la mañana. Tenía turno para cargar en la planta láctea a las 5. Llevaba el termo en el camión y en el camino desayunaba. Luego salía para el reparto. A casa regresaba a las 14:30, almorzaba y después de una sobremesa no muy larga entreabría la ventana del dormitorio para que ingresara una corriente de    aire fresco proveniente del patio emparrado. El patio a su vez comunicaba con un montecito de paraísos. Aún en pleno verano el aire que desde allí llegaba era reparador. Fuera de ese sector sombreado, la tierra hervía y el asfalto de la calle reverberaba con fuerza. Era el momento del día y el sitio de la casa que más le gustaba.

Ah…..la siesta! ¡Ah… el airecito de la ventana!

Silvio dormía con ganas una hora y media. Luego se levantaba y volvía al reparto. Tenía que cobrar facturas por entregas que había hecho a la mañana. O recoger envases vacíos. O tomar algunos pedidos para el día siguiente. Hasta que daba por concluida la jornada, pasadas las ocho y media de la noche.

-Silvio  -le decían sus amigos- este trabajo ya no es para vos. Es mucho esfuerzo. Ya no tenés edad y hasta la memoria te empieza a fallar. Además con tantas cuentas que te quedan sin cobrar,  todavía vas a terminar fundiéndote.

No hubo caso. Silvio siguió haciendo lo de todos los días, lo de todos los meses y los años. Hacía varias décadas  que se dedicaba al reparto. No podía entender cómo, si con esta actividad había sido el sostén de la familia, si había consolidado una buena posición, ahora se veía envuelto en estos problemas. Decidió no cambiar nada, simplemente estaría más atento. El resultado que obtuvo no fue mucho mejor. En los últimos tiempos perdía facturas que luego no podía cobrar. No anotaba lo que los clientes le debían porque confiaba en ellos y se fiaba de su propia memoria, lo que era un error. Comenzó a endeudarse. Primero como un goteo, una cosa menor, casi imperceptible. Después mucho más.

La deuda con la empresa láctea no hacía otra cosa que crecer y eso motivó la preocupación del gerente que lo llamó a la oficina.  También su mujer expresó  desconfianza. No de él,  sino de su capacidad para manejar el negocio.

-Silvio, te has puesto viejo –le rezongaba- ¡escuchá lo que te dicen tus amigos!

Ella lo amilanaba.

Los ladrones provinieron de la ciudad de Rosario.

Habían llegado a Mar del Plata no a vacacionar sino a delinquir. Promediaba la década del 80´ y Mar del Plata era en toda regla la ciudad turística más importante del país. La banda, compuesta por tres matrimonios jóvenes con chicos y un integrante soltero, entendió que era una buena plaza para el trabajo que planeaba hacer.

Alquilaron una casita en el puerto. El día que nos asaltaron, venían de cometer un hecho similar.

Después de varios golpes que hicieron, el negocio se les terminó abruptamente.

Al final la mujer de Silvio se cansó de que en casa no se hablara de otra cosa que no fuera la deuda y decidió tomar el toro por las astas.

-Mirá Silvio –le dijo con autoridad- sabés bien cómo es que tenemos esta casa. Fue una herencia que recibí. Aquí nací  y me crié. Pero estoy dispuesta a venderla y pagar esa deuda, con el fin de terminar con ella y comenzar de nuevo con algo más chico, más fácil de controlar, un mercadito de frutas por ejemplo. Eso sí, al próximo negocio, sea el que sea,  lo manejo yo.

¡Desprenderse de esa casa! ¡Cuánto extrañaría le ventana con el airecito de la siesta! Herido en el amor propio pero consciente que con sus desaciertos ya no era capaz, no le quedó otro camino que aceptar.

La casa, que estaba afuera de la ciudad, en un sitio muy lindo,  se vendió rápidamente y con el anticipo del pago Silvio fue a saldar la deuda.

Cuando nos robaron era un día viernes, a eso de las once de la mañana. En total en la oficina éramos nueve personas incluyendo al gerente y al contador. En el sector de caja había mucho dinero y cheques.

El líder de la banda entró pateando la puerta y a los gritos.

-¡Todo el mundo al suelo, esto es un asalto! –ladró como perro rabioso- y para confirmar lo dicho disparó dos veces el revólver. Era un tipo de aspecto temible.

-¿Quien tiene la llave de la caja fuerte? -inquirió con vehemencia- ¡rápido, rápido la quiero ya, sino quieren que alguno de ustedes muera!

-Yo sé donde está la llave -dijo una de las chicas-

-¡Vení para acá la puta que te parió –le dijo mientras la agarraba con furia del pelo - y abrí la caja de una vez!

Desde el suelo, donde estábamos boca abajo, oímos como revolvían todo, cómo vaciaban cajones y estantes de armarios. Se oyeron los insultos. Y los sollozos de miedo de los cajeros a quienes golpearon. El botín fue bueno y los chorros estuvieron apurados por marcharse.

Se fueron en el mismo auto que vinieron.

En el preciso momento en que los ladrones irrumpieron, Silvio estaba del otro lado de la ventanilla pagando la deuda. En la gran confusión le extendieron el recibo sin recibir primero el dinero.

Instantes después todo fue prepotencia. También él se vio forzado a tirarse al suelo y permanecer boca abajo. Fue entonces que se dio cuenta que tenía el recibo en un bolsillo y el dinero en el otro. No había alcanzado a entregarlo. ¿Sería esta la gran oportunidad para salvar la casa?

Unos minutos después llegó la policía.

Así fue como lo conocí al oficial que hizo la investigación.

Por él nos enteramos que un rato antes había sucedido otro asalto en una planta de gas envasado, no muy lejana.

El oficial recorrió toda la oficina haciendo preguntas. En el sector de la caja había quedado un descomunal desorden.

En el marco de la puerta de la gerencia encontró un impacto de bala. El otro disparo seguramente habría salido por una de las ventanas que estaba abierta.

Llamó a la comisaría y se informó que el auto en el que se desplazaban, había aparecido a cuatro cuadras de distancia. Era el auto del gerente de la planta de gas.

Silvio permaneció unos minutos para semblantear. Ninguno de los dos cajeros le reclamó el dinero. Ambos estaban shokeados y ese importe fue contabilizado como parte del robo. Si los cajeros alguna vez entendieron lo que sucedió, jamás lo dieron a conocer. Finalmente el seguro pagó todo.

Una semana más tarde los mismos malhechores asaltaron la terminal de una de las líneas de colectivos locales. Dos de ellos murieron en el enfrentamiento con la policía y los otros cayeron presos.

En lugar de reintegrarse al reparto, que quedó en manos de los empleados, Silvio Cantalupi se fue a casa rebosante de alegría. El azar lo puso,  justo ese día,  en el lugar y el tiempo adecuado. Habiendo recuperado la confianza en sí mismo le contó a su mujer lo sucedido,  mientras llamaba al comprador de la vivienda para decirle que deshacía el negocio. Y que podía pasar cuando quisiera a recuperar lo abonado como anticipo de pago.

Lo que sí vendió fue el camión y el reparto.

Y siguió entreabriendo la ventana para que en la infaltable siesta, le llegara el airecito reparador.

EXPLICANDOLE AL FERRETERO QUE NECESITO EL COSITO QUE VA EN EL OTRO COSO, ENTRE LA PARED Y EL COSO: Cuento

 Por Miguel Garin

Con Ezequiel nos conocemos desde chicos. Ambos tenemos 26 años.

El heredó la ferretería del padre, a una cuadra de casa. Yo heredé el reparto de garrafas de gas. Los dos somos muy conocidos en el barrio y siempre, siempre tenemos temas de conversación, así sea bajo un sol implacable o bajo la lluvia.

Vamos al mismo gimnasio, donde practicamos boxeo, en las categorías amateur. Un día nos propusieron hacer una pelea de semi fondo, la noche que hicieron una exhibición Ramiro “La Furia” Guzmán y Maxi “La Tromba” Benítez, luego del peleón que habían hecho en la Federación de Box, en Buenos Aires, pelea que fue trasmitida en directo por la televisión. Nos miramos con Ezequiel y sin pensarlo mucho aceptamos. El puso el afiche en la ferretería, en la heladería de enfrente, en la estación de servicios y yo repartí todos los volantes que pude. El barrio entero fue a vernos. Sonó la campana y empezó la pelea.

-¿Ezequiel –le pregunté- tenés el cosito ese en la ferretería?

-¿Qué cosito? Me preguntó

-El cosito che, vos lo conocés, si ya me vendiste uno hace unos años.

-Cosito, cosito….pensaba Ezequiel mientras intercambiábamos sopapos de lo lindo….la verdad…

-El cosito Ezequiel, lo necesito, el cosito que va en el otro coso entre la pared y el coso.

-¿El que es redondo? Me preguntó.

-Sí, y medio cónico

-¿Qué es de goma?

-Claro chabón  ¡no va ser de porcelana! Le dije mientras hacía un gran esfuerzo para no caer luego de errar un gancho de derecha. Esa noche Ezequiel estaba con toda la polenta. Parecía que había comido carne de león. Yo lo esperaba. Si volvía a abrir un poco la guardia y me dejaba libre esa especie de túnel en su defensa, podría entrarle con un derechazo.

-El cosito, Ezequiel, el que va en el otro coso entre la pared y el coso.

-Ah sí, sí, ahora caigo, ahora caigo me alcanzó a decir mientras abría un poco la guardia.

Y cayó. A  la lona. Fue así como gané por nocaut.

Al otro día, temprano, tocó timbre en casa y me trajo el cosito.

EXPLICANDOLE A LA OFOCINA TECNICA DE CELULARES QUE EL EQUIPO HACE COSAS RARAS: (Cuento)

 Por Miguel Garin

-Vea señor técnico, mi celular hace cosas raras…

-Mi celular ladra, además en la pantalla aparece un perrito como el de mi hijo, el Brodie, que es un border collie muy simpático. Mi celular cree que es un perro. Si alguien toca el timbre comienza a ladrar. Si ve pasar a alguien también,  está a punto de volverme loco.

-Caramba señor, no es para menos –dice el técnico con fingida calma- nunca me tocó un caso así. Tuve una vez una clienta que el celular le sonaba como una lechuza. Y otro como un moscardón. Pero como perro…..jamás escuché una cosa parecida.

-Es que a mí, señor técnico me preocupa. Porque los perros son muy intuitivos ¿vio? saben cuando nos vamos a ausentar, cuando hemos de volver, huelen las tormentas y presienten la muerte de las personas cercanas.

-Espere, espere un momento – interrumpió con algo de impaciencia el técnico- un celular es un celular y un perro, un perro.

-Sí,  pero vez pasada el celular ladró y al día siguiente falleció Dorita, que vivía acá a la vuelta. Y anteriormente también, vino a visitarme Carlitos Potente,  el celular lo olfateó, cuando se fue comenzó a ladrar. Esa misma noche falleció -imagínese usted, con el fisicacho que tenía - Como ahora no para de ladrar, tengo miedo que me toque a mí.

-Para que usted no tenga que venir hasta aquí –dice ahora el técnico- yo podría entrar a su equipo de manera remota. También debo ver qué cosas tiene en el Whatsapp. Si no va a tener que traérmelo.

El dueño del celular que hace cosas raras, es un hombre de 87 años. Hizo su vida en el campo y ahora vive en la ciudad. La mala absorción de la tecnología le pega con violencia en la cara.

En eso, que parecía una conversación inconducente,  en la que el técnico le pedía que ingresara a Play Store y al pobre hombre le costaba encontrarlo, comenzó a ladrar el celular.

-Eso es un video de Whatsapp  -dictaminó el técnico a la distancia-  Por eso le aparece en la pantalla el perrito que usted me dijo. Es muy sencillo de quitar.

LA ASAMBLEA (Cuento)

 Por Miguel Garin

En 1960 don Saturnino Udaeta era el hombre más importante del pueblo de San Gabriel.

Ocupaba el cargo de Delegado Municipal y teniendo que determinar un nuevo lugar para emplazar los corrales para los remates de hacienda, decidió hacer una asamblea de vecinos. Había dos posibilidades y ambas recogían por igual aprobaciones y desaprobaciones.

-Lo mejor –pensó con acierto- es que lo decidan los propios vecinos y de paso me quito el peligro de equivocarme. ¡Qué lo decidan ellos!

Don Saturnino preparó con tiempo la asamblea. Pensó en todos los detalles. En la mesa estaría acompañado por Ramiro Ramírez, toda una garantía. A su vez doña Clara, directora de la escuela,  sería  Secretaría de Actas.

En San Gabriel aún no había escuela secundaria. A lo máximo que se podía acceder  era a sexto grado. 

El vecindario era gente sencilla, vinculada directa o indirectamente al campo. Como se esperaba mucha gente, don Saturnino consiguió que el Jefe de Estación le hiciera espacio en uno de los galpones, para que sirviera de recinto de deliberaciones.  El Club Olímpico prestó las sillas.

Todo pensado. Todo programado, la Asamblea sería un éxito que terminaría con las discusiones y la cuestión quedaría arreglada de una vez por todas.

Una sola cosa lo preocupaba: el profesor Joaquín Acuña Aroncena.

Era este un hombre que por décadas había sido profesor de filosofía en la Universidad Nacional de Córdoba. Ahora hacía vida de jubilado en su estancia, cercana al pueblo.

Cuando tomaba la palabra no había quién le hiciera cerrar la boca. Pero ni siquiera ese era el principal problema, como veremos más adelante.

Abierto el Registro de Oradores, fue de los primeros en anotarse. Cuando le llegó el momento caminó solemne al frente. Su aire distinguido, su exquisita elegancia, seguramente le habrían hecho creer que estaba en el Salón de Actos de la Universidad y que el auditorio estaba compuesto por catedráticos.

Tal como lo preocupaba a don Saturnino, el largo preámbulo tornó difuso el discurso y a poco de comenzar brotaron palabras que estaban muy lejos de la comprensión de aquella audiencia:

-Ecléctico –dijo – y también panegírico, ontológico, ininteligible.

Frente al galpón del ferrocarril estaba el almacén de ramos generales. En el largo palenque se podía ver al tobiano del Negro Almirón, al alazán de Palmiro Gauna, al tordillo del Chato Escapela, al sulky de Bonifacio Torres, al charré de Amorín y a la jardinera de Amalio Ventura.  Todos sus dueños estaban en la Asamblea.

-Existir –afirmaba con elocuencia el profesor- es un perpetuo cambiar. Y luego axiología, estoicismo, onírico, semiótica, dogmático.

En el colmo de la desesperación don Saturnino le hizo entender que había otros oradores esperando el turno. Si denso había sido el preámbulo, el epílogo no fue mejor.

En las frases finales, hablaba  “del fluir de la realidad”. Y después empirismo, silogismo, gnóstico.

La Asamblea luego de este suceso continuó y llegó a un resultado claro, tal como lo quería don Saturnino. Los concurrentes aprovecharon para saludarse, conocer a nuevas personas y a reencontrarse. Hablaron de lo que tanto les gustaba, de los hijos, de los nietos, de las cosechas, de las esperanzas, de la vida. Saliendo del “recinto” Anselmo Esparza, encargado del campo Las Hortensias,  se encontró de frente con el profesor y no dudó en preguntarle:

-¿Qué le pareció la Asamblea profesor?

-La Asamblea no me pareció mala. Pero en cuanto a los resultados soy escéptico, muy escéptico.

Momentos después la señora de Anselmo quiso saber la respuesta.

-Dijo que es diabético, muy diabético.

OTRO LUGAR, OTRO TIEMPO – EL VIAJE EN ZORRA (Cuento)

Por Miguel Garin

Mirando esta imagen me viene a la memoria lo que le oí a abuelo más de una vez. El viaje en zorra que hizo con sus padres, desde Cobo a Estación Camet, cuando se inauguró el ferrocarril, el 26 de septiembre de 1886. Tenía entonces once años de edad. He aquí cómo lo contaba.

En la zorra papá y mamá viajaban adelante. En el centro iban dos trabajadores, con brazos de acero,  moviendo la manija de arriba hacia abajo, porque la zorra era a tracción manual. Y yo atrás,  con la ropa nueva que me había regalado el tío Hans. Era una mañana fresca y luminosa y todo nos parecía alegre. Veíamos esos campos llanos con suaves ondulaciones y a lo lejos las sierras. Para mis padres el viaje estaba lleno de expectativas, como si fuera a otro lugar, a otro tiempo”.

“En cambio a mí, todo lo que me interesaba era el árbol de mandarinas. Quería darme un atracón,  así que cuando llegamos  apenas me fijé en la gente que había, en cómo habían adornado la estación, con flores, banderines y  banderas. Casi no presté atención ni a las guitarras ni al acordeón. Me fui directo a las mandarinas”.

“Luego de un rato comencé a sentir retorcijones. Un poco más tarde salí escopetado al baño. Estaba allí cuando llegó el tren. Sería alrededor de las cuatro de la tarde. Escuché el chirrido de la frenada, la algarabía de la gente en el andén y la campana,  dándole vía libre a la formación para que siga a Mar del Plata. Aquel día el jefe, Ramón Rodríguez Bengochea,  dejó inaugurada Estación Camet”.

Y con expresión dramática en la cara,  abuelo finalizaba:

“Y yo dejé inaugurado el baño”.

jueves, 17 de marzo de 2022

LA PURA VERDAD (Cuento)

 Por Miguel Garin

En 1984 yo comenzaba a recorrer una amplia zona del sur de la provincia de Buenos Aires como comprador de hacienda.  Me crié en ese ambiente de ferias y corrales.

En ésa época ya estaba recuperado físicamente de la herida que había recibido en la guerra de Malvinas, en el monte Longdon, durante batalla de Puerto Argentino, como soldado del Regimiento de Infantería 7.

Doy por hecho que muchos de los sufrimientos que pasamos en la guerra, son al día de hoy  ampliamente conocidos y por eso los he de omitir. Sólo diré que regresamos muertos de frío, de hambre y  con una serie de trastornos mentales.

Entre otras ciudades, comencé a visitar Nueva Granada, donde se hacían remates de hacienda muy importantes.

Fue allí donde la conocí a Azucena Mendibury, una mujer hermosa con la que tuve el primer contacto en el café Lyon;  sitio muy elegante en el que fuimos presentados.

En esa cafetería se reunía lo más importante de la sociedad de Nueva Granada. Así había sido durante décadas y dada la finura de su arquitectura, de su estilo francés, de sus vitrales, todo hacía suponer que a futuro, seguiría siendo del mismo modo. Además tenía como atractivo adicional a  uno de sus mozos. Todo el mundo lo llamaba Humphrey Bogart, o simplemente Humphrey, dado el parecido físico, de la mirada y de la voz que tenía con el actor de la película Casablanca.

Azucena tenía 20 años y todo lo que una bella mujer debe tener para ser considerada tal: altura, buenas formas, gracia personal, cabellera etc.

Además provenía de una familia de gran estirpe de la ciudad. Por años fue considerada como una “reina”.

En aquellos días hacía poco tiempo que había finalizado una relación con alguien que yo aún no conocía, Alejandro Borghesi, pero del que supe, no sé por qué vía de adivinación, que tendría una larga rivalidad.

Comencé a visitar con frecuencia el Lyon. Ya Hamphrey me conocía y dándose cuenta me recibía con una pícara sonrisa.

Podía moverme con liberalidad y viajar a Nueva Granada en mi nuevo auto cuantas veces quisiera. También era un joven bien visto, que vestía con elegancia. Disponiendo de esos bienes, me hice seductor y mujeriego, cosa de la que me arrepentí  años después, luego de hacer sufrir a muchas personas.

Poco tardé en seducirla a Azucena, en comenzar con ella un noviazgo formal, en visitar su casa donde fui bienvenido. Hoy, pasados tantos años,  me pregunto si realmente estuve enamorado o si simplemente fue una de mis mejores conquistas, comparable  al capricho de un jarrón de porcelana china que se puede adquirir en San Telmo, como un lujo de decoración.

Alejandro Borghesi estaba entonces fuera de la ciudad, solo venía esporádicamente. Estudiante avanzado de medicina, también era un pretendiente de Azucena con sólidos títulos. Sabía yo que en algún momento me lo iba a encontrar. ¿La ruptura entre ellos era definitiva?

Como me lo habían descripto, era un hombre muy lindo que estaba a la altura de lo que una belleza como Azucena podía aspirar.

Seguí frecuentando el Lyon. Traté de intimar con el mozo para saber si durante mis ausencias Azucena se veía con Alejandro. Nada obtuve. Humphrey era un hombre correcto y si supiera algo,  bien que lo callaría. Es que a los caballeros no les apetece ser indiscretos.

En mí ya actuaban los celos. ¿Había algo que los justificara?

No. En lo formal no había nada. Como dije, en casa de Azucena me daban el amplio lugar que se le entrega al novio, cuando está asentado en las condiciones naturales de simpatía, de amabilidad, de conversaciones inteligentes. Y con buena base financiera. Pero algo me lo decía. ¿Se verían Azucena y Alejandro a escondidas?

Una tarde llegué al café y allí en el fondo, sentada junto a sus amigas estaba Azucena. Y Alejandro. No sé de qué hablaban pero reían.

Enloquecí de celos, pero guardé compostura. Me quedé en la barra. Fue la primera vez que Humphrey no me miró a los ojos. Por la notoriedad que teníamos en Nueva Granada,  cuanto hacíamos se convertía rápidamente en comidilla.

Esperé a que Azucena suspendiera su reunión y se acercara a mí. El hervor me consumía. Transcurridos unos minutos vino. Luego de las primeras recriminaciones, llegó la discusión.

-¡Nada, no me pasa nada, es que vengo a verte y te encuentro entre risas, con otro tipo y a mí no me puede pasar nada!

-Estás celoso.

-¿De quién? ¿De vos?

-Si

-¡Por favor!

-¡Ahora lo único que falta es que te tenga que pedir permiso para hablar con alguien!

-Ese “alguien” es tu ex novio. Permiso no pero si tan siquiera hubieras venido a saludar…. ¿quién te crees que sos,  Sophia Loren?

-Si

-¡Andaa!

-Marcelo, nunca me habías tratado así.

Aquella tarde las cosas quedaron así de mal. No hubo una definición o una ruptura formal. Al contrario, aún se podía recomponer. Pero hubo bronca, nos dijimos cosas feas, cosas que lejos de centrarse en el asunto, habían sumado otros.

En el viaje de regreso comencé a pensar, al influjo del dolor que me había provocado Azucena, en un “acto de reparación”, en un acto de “justicia”. Si Azucena se había mostrado muy segura con Alejandro, yo podría hacer lo mismo. Yo también le podría hacer a ella un daño similar de fuerte para que la situación de ambos quedara igualada. ¿Estaba volviéndome loco?

Cuando llegué a casa la llamé a La Negra.

La Negra era una mujer impresionante. Si Azucena era una mujer de belleza angelical, La Negra era completamente sexy.

Tenía con ella un pasado de encuentros furtivos, de momentos clandestinos. Ambos nos tomábamos con liviandad la vida. Siempre a espaldas de nuestras parejas. Si el lugar de Azucena era el de “reina” el de La Negra tendría que haber sido el de pasista principal de alguna gran comparsa carioca.

-Negrita te necesito para que me acompañes a Nueva Granada. Quiero lucirme contigo, hacerme ver, dar celos a cierta chiquita de allí y envidia a ciertos chicos.

Me costó convencerla, pero finalmente aceptó.

Jamás me voy a olvidar el efecto que produje cuanto entré al Lyon con La Negra. Alta, atlética, piel oscura, ojos y pelo negro, bronceada y vestida de blanco para mayor contraste.

Se hizo un silencio brutal. Aún me parece ver la cara de Humphrey, atónito. Y las caras de las amigas de Azucena. La cara de Alejandro Borghesi, muerto de asombro y de envidia.

Azucena se levanto de la mesa y sin despedirse de nadie se fue. Pasó al lado nuestro. La cara descompuesta, sonrojada. Ya lloraba.

Posteriormente y pese a que por diversos caminos busqué el rencuentro, nunca más me habló en 40 años.

Hace unos meses volví a la ciudad de Nueva Granada. Fue por el casamiento del hijo de un amigo.

Luego de la ceremonia religiosa, ya en el atrio, caminaba yo apoyando mi brazo derecho en el hombro de mi sobrino Andrés, cuando irrumpió ella, Azucena, tanto tiempo después.

¡Marcelo –me dijo riéndose- no puedo creer que necesites apoyo para caminar! ¿O es que tampoco pensás bailar en la fiesta?

Me tomó por sorpresa. Una sorpresa muy grande que me hizo recordar de un soplido todo el suceso.

Ya sentado en la mesa di con algunas personas que creía conocer vagamente, eran de Nueva Granada y les pregunté si aún existía el café Lyon. Se miraron extrañados, no lo conocían ni recordaban haber escuchado hablar de él. Les pregunté por el mozo Humphrey, ninguno de ellos lo recordaba. Pensé que la diferencia de edad podía explicarlo, al fin de cuentas estaba hablando con hombres que eran 20 años menores que yo.

Finalizados el almuerzo y el baile, cuando  me despedía de los pocos conocidos, decidí pasar por la esquina donde estaba el Lyon. ¿Cómo podía ser –pensé- que con su hermosa arquitectura no estuviera allí, como un firme custodio de las costumbres locales que se traspasan de generación en generación?

Cuando llegué al lugar descubrí que lo que había era una triste mueblería de usados, con los cristales sucios por acumulación de polvo de tierra. La vereda, que en mi memoria era de brillantes mosaicos blancos y negros, había pasado a un simple alisado de cemento.

De vuelta en casa me dispuse a llamarla a La Negra, que sigue siendo vecina mía.

¿Te acordás Negrita –le pregunté- la tarde aquella en que te pedí que me acompañaras a Nueva Granada?

Para mi asombro me contestó que no. ¿Pero cómo puede ser que no te acuerdes?, hacé memoria, la insté. No había caso. No lo recordaba en absoluto. Traté de ubicarla en tiempo, con los detalles: la ropa blanca que usó, el silencio que se produjo en el bar cuando entramos. No hubo forma, La Negra no recordó nada de un viaje a Nueva Granada, “es mas –me dijo- no recuerdo haber estado allí en toda mi vida”.

Fue entonces que comencé a sospechar si todo este suceso no fue uno más de los episodios producidos por los trastornos mentales;  amnesias, insomnios, alucinaciones y pesadillas que arrastro desde la guerra de Malvinas.

Hoy que ya han pasado meses, me pregunto si efectivamente las cosas fueron como creo recordarlas.  Si efectivamente existió el café Lyon y el mozo  Humphrey, que nadie los recuerda. Si efectivamente fui novio de Azucena. Si alguna vez estuve enfermo de celos por ella. Si en alguna oportunidad tuve contacto con sus familiares o si este suceso nunca existió y no fue más que una fantasía.

Y la verdad es que dudo. Esa es la pura verdad.

TRIANGULO DEL OESTE DE 1966